lunes, 31 de marzo de 2008

"Una casa sin luz", de Jorge Teillier




Una casa sin luz
Una frente en los vidrios
Y por la escalera de caracol
Suben los conjurados
Que esperan al visitante traído por la noche

Tus huellas
En el camino de los notros.
Una mano deshoja
La rosa que para ti crecía en la colina.
Alguien recuerda que te gustaba ver
Al sol desordenando las palomas

Te hallarás frente a una casa sin luz.
Sabes que allí te esperan.
Te lo dicen las calles
Por donde un anciano pasa encendiendo los faroles.
Tú temes entrar en esa casa.

Alguien despierta y cree
Que tus pasos son los pasos de la lluvia.
Ya no quedan huellas en el sendero de los notros.
Preguntarán por ti a gente de otra orilla
Y después dirán que es mejor no nombrarte.







* Poema perteneciente a la primera parte de MUERTES Y MARAVILLAS (de un total de ocho), publicado en 1971, sección que fue llamada "I. A los habitantes del País de Nunca Jamás".









viernes, 28 de marzo de 2008

"Los poetas olvidados", de Jorge Teillier




En las historias literarias siempre se ha registrado el hecho de que de pronto se oscurecen y ocultan las voces de verdad importantes y significativas, y sólo se oye el graznido más estridente entre la bandada de los poetas. Por una o dos generaciones se olvida el nombre de los auténticos creadores, pero a la larga son de nuevo descubiertos y aparecen a la superficie llenos de vida, como las raíces que permanecieron heladas, durante la primavera. El caso del Conde de Lautréamont es un ejemplo clásico. En Chile -y guardando las debidas distancias- ha ocurrido esto. Existe un grupo de poetas olvidados, cuya obra sin embargo merece ser recordada muchísimo más que la de numerosos vates que inundan las antologías e historias literarias. Queremos referirnos brevemente a tres de estos poetas olvidados: Alberto Valdivia, Juan Egaña y Alberto Moreno, a los que podríamos agregar otros como Romeo Murga, Armando Ulloa, Joaquin Cifuentes Sepúlveda, Oscar Sepúlveda (Volney), Alejandro Galaz, etc.

“Todo se irá, la tarde, el sol, la vida. . .”, así decía a los veinte años Alberto Valdivia. Y a esa edad aparecía en el “circulo de oro” de los mejores poetas de esa inolvidable antología -la más completa realizada hasta ahora- Selva Lirica. Allí era comparado Alberto Valdivia con Juan Ramón Jiménez, comparación peligrosa, pero que no resultaba desmedida. Basta para ello escuchar la voz de Valdivia:



TODO SE IRÁ

Todo se irá, la tarde el sol, la vida,
será el triunfo del mal, lo irreparable;
sólo tú quedarás, inseparable
hermana del ocaso de mi vida.

Se tornarán las rosas en un cálido
ungüento de otoñales hojas muertas;
rechinarán las escondidas puertas
del alma y será todo mustio y pálido.

Y tú también te irás, hermana mía.
Condenado a vivir sin compañera,
he de perder hasta la pena un día,
para acechar, cual triste penitente,
a través de mi pálida vidriera
el último milagro de la fuente.



En 1922 Alberto Valdivia publicó Romanzas en gris, libro hoy día inhallable y que en ese tiempo pasó inadvertido. Quizás de ese tiempo empieza la tragedia de Alberto Valdivia, herido por la indiferencia ante el libro en donde entregaba sus sueños y su sangre. “Yo no escribo sino a riesgo de morir”, dijo una vez, como recuerda Andrés Sabella en sus “Cuatro patas del vino”. La poesía y la música -fue un eximio violinista- no lo salvaron de una caída implacable. Al final de sus días conoció la más extrema miseria: la de las hospederías, los hospitales de indigentes. Vagaba por las calles de la ciudad como un fantasma de si mismo, víctima, además, de la morfina: “si no fuera por esta jeringuilla bondadosa enloquecería”, declaraba. En ello encontró su muerte, el año 1938, a los cuarenta años de edad. Todavía sus poemas esperan su resurrección.

Juan Egaña, “el pálido”. Así lo llamaban sus amigos. Miramos su retrato y vemos en ese rostro tan extrañamente parecido al rostro de tantos poetas de otra época, el rostro de toda una juventud, de toda una generación perdida, aquella de los poetas del año 20. Juan Egaña aún está vivo en el corazón de los sobrevivientes de esa generación. Fue uno de los fundadores de la valiente revista Numen y colaborador de Claridad, la gran revista de la Federación de Estudiantes. De su personalidad habla con cierta amplitud Gonzalez Vera en Cuando era muchacho. Cuenta cómo Juan Egaña recibía una mesada de algún pariente adinerado, la que gastaba con presteza. Luego de eso, permanecía una larga temporada en el lecho, enviando un mozo “que conservaba por atavismo aristocrático” -como dice González Vera- a comprar a crédito bebidas y cigarros, cuando lo visitaban sus amigos. Lo imaginamos escribiendo entonces ese poema “A la hora del Angelus”, que algunas antologías han recogido:



A la hora del Angelus vendrá el amigo bueno
y su charla bendita disolverá mi mal.
A la hora del Angelus vendrá el amigo bueno
y yo estaré cansado de llorar...



Melancólica figura la de este Juan Egaña muerto a los treinta y dos años de edad, en 1928, ya hace más de treinta lejanos años. Su poesía sin ningún aderezo, salida directamente de las llagas, del corazón, aún no ha encontrado quien la recoja en un volumen.

Baudelaire habla en su prólogo a las obras de Edgard Allan Poe, que hay seres que llevan escrito “mala suerte” en algún pliegue misterioso de la frente. Uno de ellos fue su discípulo chileno Alberto Moreno, nacido en Chañaral en 1886 y muerto en 1918. Alberto Moreno, que llevó su devoción hacia Baudelaire hasta el punto de traducir íntegras Las flores del mal con el objeto de -como decía en el prólogo a la traducción- “dar derroteros de salud al organismo anémico y vulgar de nuestro arte, nutrido con la yerbabuena de la rutina y la hoja rastrera y pródiga que mascan los rebaños”. Por desgracia esta traducción -la primera en Hispanoamérica (1915)- no se publicó nunca.

Alberto Moreno residió durante casi toda su vida en Valparaíso, en donde fue amigo de Carlos Pezoa Véliz, Zoilo Escobar, Víctor Domingo Silva, Juan Egaña, quien perdió en un tranvía el primer libro de poemas de su amigo, etc. Hombre, sin embargo, orgulloso y solitario, no se preocupó de la nombradía ni de las publicaciones. Sólo en 1926 se publicaba De las zonas vírgenes, conjunto de poemas con prólogo de Neftalí Alberto Moreno Agrella. Eran sólo algunos de los poemas salvados del “viento de la despreocupación” que se había llevado los demás, según el decir de Agrella. Pese a ello, tal libro lo deja definitivamente establecido como un poeta de verdad, un poeta indispensable en un recuento de la poesía chilena. Una obra donde brilla un “sol extraño de patología”, impar en nuestra expresión lírica. Recordemos alguna estrofa de su poema más difundido, aquel “Mi Giganta”, en que parangona su “monstruo” que lo libra de su “gran fastidio y sus torturas secretas”, con la giganta que añorara el poeta de Las flores del mal para dormir “como una pobre aldea al pie de una montaña”.



Maestro: Yo no sueño con las gigantas tuyas;
tengo una mujer viva, más real y fabulosa;
es moderna, vibrante -para que tú la instruyas
de los raros progresos de esta edad contagiosa.

Mi giganta no tiene las perezas serenas,
no es patrona ni diosa, ni estatua simbolista;
sus carnes, sus ensueños, sus linfas y sus venas,
son savias, floraciones, de una magia realista.
...
Poeta: No la quiero como fría giganta,
como tú, al desear los encantos serenos,
los pródigos regazos de una ternura santa
y al dormirme besando la sombra de sus senos.
La quiero como un monstruo bendito y formidable
de estas pobres ciudades, de estos pobres poetas:
su fenómeno adoro -bálsamo saludable
para mi gran fastidio, mis torturas secretas.






en En Viaje Nº345, julio de 1962.








martes, 25 de marzo de 2008

"El rojo esplendor de una catástrofe", de Federico Schopf



La tendencia lárica sigue siendo un punto de apoyo y (des)orientación para un sector no sólo nostálgico de la poesía chilena escrita y por venir. Fundada en la obra de Jorge Teillier -que como todo iniciador estableció una línea inestable de precursores- es una poesía del arraigo (del deseo de arraigo), en un mundo signado por una habitación que aparece largamente sedimentada en las cosas. Es una poesía del lugar de origen. En principio, nada impediría que pueda surgir en distintos territorios, pero históricamente, en nuestra literatura está referida a un espacio y tiempo determinados: a la Frontera que comienza, en la poesía, en el Viaducto del Malleco, o, si se prefiere un deslinde más ambiguo, allí donde las casas comenzaban a ser de madera y no de adobe -desde luego, antes de la uniformización en cemento armado. Sus otros límites, los que conducen al finis terrae, son más bien imprecisos y susceptibles de ampliaciones y contracciones según el (des)orden del tiempo.


La violencia del deseo

La violencia sobre la que históricamente fue fundado el mundo de la Frontera no aparece en la poesía de Teillier. No creo que se trate de un descuido -él mismo era un estudioso de la historia- sino más bien de una condición necesaria para el ensueño de una comunidad en que están conciliadas la naturaleza y la cultura, el pasado y el presente.

La poesía de Teillier representa el mundo lárico en un momento en que está acabado, en que asume una apariencia de estabilidad sustentada en las huellas de una forma de vida y un vago espesor pasado.

El lugar de origen -pueblo y comarca- está poblado de signos que hablan de la plenitud pasada. En el retorno, siente el llamado de "ventanas golpeadas por el viento"[1]. Este llamado como el llamado del bosque: "el bosque cierra sus párpados/ y me encierra"[2]- redescubre mundo y tierra, protección y origen. Lugares privilegiados para desencadenar el ensueño son los espacios que han quedado al margen del tráfico diario: entretechos, el molino incendiado, galpones abandonados, el fondo de la arboleda; también útiles fuera de uso: una trilladora, un arado, restos de un automóvil, el tílburi de los abuelos. Aparentemente distraído -no al acecho o concentrado en la búsqueda- accede a los lugares que precipitan el recuerdo y lo sostienen como presencia y promesa, impulsado por una especie de "azar objetivo".

El desarrollo de su escritura permite en cambio, sentir otra violencia: la violencia soterrada del deseo de encontrar (de sostener) este mundo lárico, la cual selecciona, inventa, aparta, más que nada aparta dimensiones de la experiencia pasada y la percepción presente.


El idilio

La poesía de Teillier es una serie abierta de instantáneas tras las cuales se vislumbra el flujo del paisaje que ellas intentan retener. Su mirada alcanza hasta el deslizarse de las nubes en el cielo, aunque no deja de consignar la amenazante irrupción de las naves espaciales. En el trasfondo, en la lejanía que rodea a la comarca por arriba y por abajo -la que abarca el gran angular a que renuncia el poeta- se recorta contra las montañas que no aparecen en su poesía, el rojo resplandor de una catástrofe que avanza lentamente.

El efecto de felicidad y dolor que esta escritura transmite, se produce en el entramado de sus imágenes estáticas -que aspiran a copar el ángulo visual- y el fondo fluido sobre el que frágilmente se sostienen.

En el idilio alcanza su plenitud el mundo lárico. Es su clausura la que sostiene la estática armonía de mundo y tierra, naturaleza y espíritu, habitante y comunidad. La felicidad del instante está amenazada por la distancia creciente del poeta que, en su reiterado retorno, difiere hasta cuando puede el reconocimiento de la pérdida del espacio lárico y su propia transformación en otro (Schiller, Giordano y Traverso).

El poeta establece una relación de complicidad con el lector, lo seduce, lo persuade emocionalmente de no ver el cambio, de entregarse a la complacencia de la imaginación (el ensueño) de un mundo conciliado que alguna vez se tuvo.

La reiteración, la repetición, la circularidad y no la espiral parecen caracterizar a esta escritura. El poeta quisiera retornar a lo mismo, al mundo del arraigo, la identidad que concilia con los otros, el resguardo.

Pero en el curso de su escritura -ya a partir de Para un pueblo fantasma (1978) claramente en Cartas para reinas de otras primaveras (1985)- el poeta introduce un cambio de perspectivas y de estatuto del objeto de su deseo. El repetido viaje de retorno modifica el ángulo de la mirada, una leve torsión del rostro y la disposición del poeta.

En este sentido, la "inagotable circularidad" (Cárcamo) de su movimiento lo conduce finalmente a la (des)esperanzada constatación de la imparable (des)aparición del mundo lárico en el presente y de su inexistencia real en el pasado. Sus vestigios -que carcome la usura del tiempo y del progreso- se hacen testimonios de una comunidad que acaso nunca existió en la clausura y homogeneidad con que la proyecta el poeta en el recuerdo.

Nunca se insistirá bastante en el velado poder de seducción de esta escritura, que es capaz, sin traicionar a nadie que haya confiado en ella, de sustituir el objeto del deseo, la promesa del poeta, hasta el diseminado momento en que llega a ser, no el recuerdo del pasado sino la utopía que corresponde a ese pasado o a cualquier otro tiempo presente o por venir, quiero decir, en tanto utopía del origen, la pertenencia, y la conciliación consigo misma y con los otros.


La tempestad de la historia

Por obra y gracia de una escritura volcada al recuerdo y al ensueño, una campana transparente protege la integridad del espacio lárico. Pero el avance lento de una imperceptible trizadura la fragiliza desde sus inicios, dejando entrar ráfagas de tiempo que -a lo largo de la escritura- terminan transformando el pueblo natal en "un pueblo fantasma". Ante los ojos desencantados del poeta se precipita un lento deterioro o -para decirlo con palabras que él amaría- "una catástrofe tranquila" (Saint-Pol-Roux).

El poeta de la escritura de Teillier es un poeta epigonal, de fin de mundo. Su aproximación al pueblo natal -a sus vestigios- está mediatizada por los efectos de su emigración a la ciudad: desamparo, ausencia de comunicación y comunidad, agresión. El poeta regresa contaminado al lugar de origen, transformado en otro. Su anhelo del mundo lárico es también -o ya era- un sueño de la modernidad. El fracaso del deseo por instalar su objeto en el pasado, lo convierte en un agente de deterioro para el poeta, intensifica sus impulsos autodestructivos. El poeta se encuentra -y trata de encontrarse a sí mismo- entre el espacio urbano y el espacio natal en trance de desaparición. Es un sujeto escindido, desintegrado, diseminado entre el presente urbano y el pasado láricamente evocado. Ha terminado por estar fuera de todo lugar. En la ciudad es apenas un sobreviviente que resiste. Su existencia transcurre entre el bar y la clínica. La clínica se hace alegoría de la sociedad moderna. El espacio lárico ha llegado a ser sólo utopía de la reconciliación con la tierra y los otros. Su aparición en la forma del idilio alterna con fragmentos de escritura elegíaca.

Desamparado, expuesto, en uno de sus más extraordinarios poemas finales -en su hambre de comunión- ha llegado incluso a imaginarse como lugar de acogimiento: "para esperarla yo me convertía/ en la casa de madera de sus antepasados/ alzada a orillas de un brumoso lago"[3].

No es un poeta ingenuo. Es un poeta sentimental (en el sentido de Schiller: reflexivo, consciente de su mediatización, soterradamente irónico). Como Pasolini, es un poeta que quiere prescindir de las (inter)mediaciones técnicas y que, sin embargo, legitima sus formas ya integradas a la tradición: aquellas que no han perdido un determinado contacto con la tierra.

La presencia -o ausencia- del lugar de origen habla sólo a los que provienen de su ámbito o hayan habitado largamente en él. Su (des)aparición -su ser o su nada- depende de ellos. Y uno de ellos, Jorge Teillier, retiene poéticamente esta relación:

Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino las huellas descubiertas por azar en el barro.[4]





En La Época, 12 de mayo de 1996.






* Estas notas no pertenecen al texto original de Federico Schopf, pero las he incluido para un mejor acceso a los poemas de Teillier, si la curiosidad lo requiere.

[1] Este verso pertenece al poema "Imagen para un estanque", que es parte del libro PARA ÁNGELES Y GORRIONES (1956).

[2] Estos versos corresponden al fragmento XIX de CRÓNICA DEL FORASTERO, publicado en 1968.

[3] Estos 3 versos son parte del poema "Cuento sobre una rama de mirto", del libro CARTAS PARA REINAS DE OTRAS PRIMAVERAS (1985).

[4] Este extracto pertenece al poema "Los dominios perdidos", que aparece primeramente en el libro POEMAS DEL PAÍS DE NUNCA JAMÁS (1963), aunque en realidad su primera versión aparezca posteriormente publicado en LOS TRENES DE LA NOCHE Y OTROS POEMAS, el año 1964.















lunes, 24 de marzo de 2008

"Una bandada de cuervos", de Jorge Teillier




Una bandada de cuervos
se dispersa ante un balazo.
Bajo un esplendoroso trigal
yace el difunto Vincent Van Gogh.





* Publicado en el libro EN EL MUDO CORAZÓN DEL BOSQUE, el año 1997.

* El cuadro al que alude Teillier es "Trigal con cuervos", de Vincent Van Gogh, cuadro de 1890 que dejó inacabado.


© Notas de Juan Carlos Villavicencio









domingo, 23 de marzo de 2008

"Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios", de Jorge Teillier




Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.
En la clínica espero, aburrido, el desayuno,
Mientras mi compañero de mesa mira el muro recién blanqueado
y comenta, riendo, una película de gangsters.

Nunca te envié ni siquiera una postal, y no sé por qué
            me acuerdo de ti.
Debes estarle dando desayuno a tus hijos
¿Cuántos son? ¿Se parece alguno a mí?
Debes haberte casado con un profesor primario o un jefe
            de Correos.

Vas a la huerta y hablas con tu madre
sobre tu padre y sus amigos muertos
que hoy deben estar en el cielo jugando brisca rematada,
tras dejar como herencia casas a medio morir saltando.

Yo, antes de ir al Liceo, te hablaría bien del peor alumno del curso
y del partido de fútbol que ayer ganó el “Águilas del Barrio Norte”
Yo no sabía que iba a viajar bajo tantos cielos agonizantes,
y que en ningún país hallaría a alguien que compartiera el silencio.

Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie
y por eso te veo mientras espero el desayuno.
Sonreías en el puente cuando te decía que no moriríamos
            en Nápoles
y que en el Sena te obligaría a subir a un bateau—mouche.

Tú vuelves a hacer hablar a la cocina a leña
y tus días pasan como si no pasaran:
Son el tropel de bueyes que tu hermano lleva a la Feria
y yo sigo escribiendo versos tontos que debería echar al fuego.
Hoy soy un miembro del Club de los Corazones Solitarios.













sábado, 22 de marzo de 2008

"Semana valdiviana", de Jorge Teillier



A los viejos amigos del Grupo Trilce, y a los
De Índice y a Jorge Torres Ulloa


El árbol se ha marchitado y Juanita está harapienta.
Un borracho en La Paz miraba las ortigas
y con ellas bailaba con el acordeón del viento.

Vas de un bar a otro enfermo de poesía,
de esa poesía que nunca has de escribir.
Un vendedor viajero te habla de sus conquistas
y todo te fastidia, hasta hablar de fútbol.

Tu pueblo está lejos, tu pueblo ya no existe.
Allí hasta las frambuesas tienen sabor amargo.
Entras a oír Misa donde tocan guitarras,
ya no existe el lenguaje que asombraba tu infancia.

Los fuegos de artificio te repugnan.
La ciudad de fiesta es un espejo enfermo.
Los amigos vendrán: Omar, Walter, Enrique.
Cae chaya sobre los adolescentes.

La mañana es lenta como los remolcadores.
Se vende harina tostada y carbón de piedra.
Desde una buhardilla me hacen señas.
María Grube sonreía ebria de rosas rojas.

En la estación aspiro el humo de la máquina.
Sí, conductor, ya era tiempo. Aquí una mano blanca
me señaló un cordero. Adiós, tarde feliz, ya era tiempo.
Tras un blanco resoplido se esfuman los amigos.














jueves, 20 de marzo de 2008

"Los trenes de la noche", de Jorge Teillier


Fragmento


16


Ha terminado el verano.
Regreso al pueblo como tantas otras veces
en el sudoroso tren de la tarde.
Ha terminado el verano,
no sin antes marchitar los girasoles,
no sin antes resecar los cardos que crecen junto a los rieles.
A la ciudad debía acompañarme el viento del sur.
El viento que se queda rondando por los campos y es el sereno
que los villorrios escuchan todo el invierno
como serenos que en caserones ruinosos pegan sus oídos
          a relojes sin agujas.
El viento que barre con cardos y girasoles.
El viento que siempre tiene la razón y todo lo torna vacío.
El viento.

Quizás debiera quedarme en este pueblo
como en una tediosa sala de espera.
En este pueblo o en cualquier pueblo
de esos cuyos nombres ya no se pueden leer en el retorcido
          letrero indicador.
Quedarme
escribiendo largos poemas deshilvanados
en el reverso de calendarios inservibles
sin preocuparme de que nadie los lea o no los lea,
o conservando con amigos aburridores
sobre política, fútbol o viajes por el espacio
mientras tictaquean las goteras del bar.

Todo empieza a quedar en penumbras.
El viento apaga la luz de los últimos girasoles.
Todo está en penumbras.
La campana anuncia la llegada del tren
y siento el mismo temor del alumno nuevo
cuando sus compañeros lo rodean
en el patio de cemento de la escuela.

Pero debo dejar el pueblo
como quien lanza una colilla al suelo:
después de todo, ya se sabe bien
que en cualquier parte la vida es demasiado cotidiana.

Hasta luego: rieles, girasoles,
maderas dormidas en los carros planos,
caballos apaleados por los carretoneros,
carretilla mohosa en el patio de la casa del jefe-estación.

Hasta luego,
hasta luego.
Hasta que nos encontremos sin sorpresa
viajando por los trenes de la noche
bajo unos párpados cerrados.






Santiago-Lautaro, 1963



 







miércoles, 19 de marzo de 2008

"Historia de un hijo pródigo", de Jorge Teillier




I

Aquí se encienden velas.
Poco a poco nos reconocen los parientes y las cosas.
La arrugada pared de madera que recorren nuestras manos.
La escalera quejumbrosa
en donde espera un sueño
que en vano intentará cerrar nuestros ojos.

En el silencio no se sonríe a nadie.
Una niña que no sabe hablar
sigue hablando con su sombra.
La sombra de una muerta
quiere comunicarse con nosotros.

Se cierra una ventana abierta hacia el cementerio del cerro.
          Va a haber temporal.
Van a guardar los animales. Nadie se acuerda de la luna
cansada de delatar
a los ratones que roen las manzanas.
Los postes del telégrafo
hacen más vastos y desnudos los caminos.

Aquí se encienden velas.
Un espejo despierta.
En su fondo muestra la cuneta en donde mirábamos
          elevar volantines.
Una calle atravesada por un tren fatigado.
(Desde la ventanilla miramos pasar sin amor ni odio
          a nuestro pueblo).
Una casa donde el viento se entretiene en lanzar cartas
          y cuadernos por la ventana.
Un sendero en donde el último caballo de la tierra
          y una muchacha que aún no nace
esperan que apaguemos las velas.

No nos hallábamos aquí.
No nos hallábamos en ninguna parte.
El cuerpo de toda mujer era al fin una casa deshabitada.
Las palabras de los amigos
eran las mismas de los enemigos.
Nuestro rostro era el rostro de un desconocido.


Bajo las vigas soñolientas
la madre saca el pan recién nacido
del vientre tierno de la cocina.
El padre ofrece el vino.


II

Porque una niña que no sabe hablar habla con su sombra.
Porque esta noche deben encenderse velas,
y un espejo y un temporal cuentan nuestra historia.
Porque una ventana se ha cerrado tras una última mirada
          al cementerio del cerro.
Porque nos han ofrecido el pan y el vino,
así como toda la vía láctea cabe en el cuadrado de la ventana,
cabe en un solo momento de esta herrumbrosa noche
el tiempo verdadero del cual nos vienen las semillas
          del pan y el vino.
El tiempo donde todos bebíamos al final de la jornada
rodeados de la música de las constelaciones y los árboles,
mientras las mujeres esperaban en el hogar, junto a niños
          y frutos dormidos.


III

La madre apaga el fuego de la cocina y lleva a la niña a su lecho.
El temporal habla a la casa en el lenguaje que olvidamos.
El padre nos acoge, pero no lo reconocemos.
Quizás nuestros rostros queden en el espejo, junto al último
          caballo de la tierra, y una muchacha que no ha nacido.
Hemos consumido el fuego y el vino.
Los caminos que van a la Ciudad nos esperan.

















martes, 18 de marzo de 2008

"Muerte y resurrección", de Jorge Teillier




I

Antes que de nuevo floreciera
la sangre en la piedra de sacrificio
había un puerto de días tranquilos
como ruidos de remos en el agua.
Allí había tiempo de sobra
para escuchar horas y horas el griterío de las gaviotas,
o buscar una vertiente para beber tras las cacerías de otoño,
o dormir largas tardes escuchando entre sueños
a los pinos de cara arrugada
que enseñaban a hablar a los primeros brotes de la primavera.
Hasta que de pronto todo volvió a ser como en el principio:
sólo el frío y el chillido de un pájaro,
sólo el ruido de las olas
rompiendo un esqueleto lanzado al roquerío.

Antes de que otra vez las hechiceras de la tribu
sintieran que la tierra
pedía la sangre de un inocente para calmar al océano,
en los grandes días de 1900
cuando los vapores llegaban cargados de trigo por el río;
había un pueblo rodeado de bosques en incendio,
y de sementeras que conocían sólo pasos de pies desnudos.
Pueblo de curas y de cantinas,
de pescadores con hijos hambrientos,
de muchachas rubias
rodeadas de espinos blancos a la salida de la novena
y de prostitutas sarnosas en torno a braseros.
Pueblo en donde nadie tenía sueños
y se enterraba a los muertos en un cerro lejano
pero se los sentía respirar en el polvo y el barro,
hasta que todo volvió a su comienzo:
sólo el frío y el chillido de un pájaro,
sólo las olas rompiendo un esqueleto lanzado al roquerío.



II

La tierra devuelve a las aguas
lo que les pertenece desde antes del principio de los tiempos,
y en el pueblo no queda nadie para colocar una luz en la ventana
que guíe la llegada del alba
después que el mar se retira, cumplida su faena,
dejando a la oscuridad y la muerte
dueñas de todas las calles:
la calle del molino, la calle del aserradero,
la calle del muelle, la calle de las carretas.
En los cerros y bosques
yerran los hombres encendiendo fogatas como los antepasados
y llamándose con nombres confusos
que nunca conocieron antes.
La hojarasca de las madres se arrastra llorosa
y los hijos sólo hallan refugio en brazos de extraños.

La locura y el miedo
tañen sus campanas entre la oscuridad y las ruinas
y les contestan los perros
que buscan inútilmente a sus amos en los matorrales y pantanos
mientras en el roquerío las olas quiebran el esqueleto
del niño que les fuera entregado.



III

Una lluviosa primavera resucita como de costumbre
hablando con las mismas hojas
que rodearon el sueño de la Bella Durmiente
y restaña las heridas de la costa,
mientras el sol despreocupado pasea en mangas de camisa
y al pie del roquerío
las algas envuelven con dulzura
el esqueleto del inocente.

En el cementerio del cerro
la primavera se detiene para que florezcan amapolas
en los párpados de los muertos.
Los martillazos y los chillidos de las tablas
anuncian que el pueblo resucita
como el vaso quebrado en el cual pondremos
          las mismas luciérnagas
que los abuelos persiguieron en una primavera de 1900.

El pueblo nace de nuevo
de manos de los rústicos que fueron amenazados de fusilamiento
si reclamaban el pan que les pertenecía;
nace de nuevo de manos de aquellos
a quienes los poderosos condenan a pudrirse
como los jergones de paja en las cárceles.
Y la primavera que recorre las playas abandonadas
hace callar al oleaje
y escucha los lejanos cánticos de resurrección.





Puerto Saavedra, 1960.



















domingo, 16 de marzo de 2008

"El comedor solitario", de Jorge Teillier




Nada tiene de extraño hallarse con un bebedor solitario en cualquier parte del mundo. Es el hombre del viejo café del Paseo Colón, o aquél único habitante de uno de los planetas hallados por El Principito en su viaje espacial que bebía para olvidarse de la vergüenza de ser borracho, o el que se fascina mirando aparecer su doble en el lejano espejo de un bar de otro siglo, o aquel que en una ciudad extranjera se siente en su taburete personaje melancólico de una película francesa de los años 30 al estilo del entonces joven Jean Gabin.

He conocido muchos bebedores solitarios. Algunos, incluso, capaces de estar horas de pie frente al mesón, sin pretender conversar con nadie. Los conozco y creo entenderlos, porque cada bebedor solitario es un hombre que se interna en su aventura, va por su propio laberinto al final del cual no sabe qué monstruo le espera; pero no he podido comprender todavía a la especie de los “comedores solitarios” mucho menos abundante, por cierto, pero no menos existente.

La otra noche observaba a un comedor solitario junto a Antenor Guerrero, poeta que fue uno de los jurados que concedió el Premio Nacional de Literatura a Carlos Droguett. Estábamos en un restaurante del centro, a esa hora en la que según Apollinaire “hasta la más fea hace sufrir a su amante” (supongo que esa hora es las dos de la mañana). Bebíamos pausadamente un viejo vino (recuérdese: hay que beber menos y mejor) en un restaurante céntrico ya de capa caída y donde otrora se reunían tantos artistas y “artistas”, y en cuyos bosque etílicos se perdieron tantas noches, tantas voluntades, tantas vocaciones. En medio de la casi desierta sala, el comedor solitario se hacía servir un plato tras otro, los que disfrutaba con la parsimonia de un Luis XIV también –pero por obligación protocolar– comedor solitario. El suyo era un festín copioso y sazonado que hubiese hecho tener pesadillas a un vegetariano o a cualquiera persona de hígado o vesícula normales.

Era un hombre de l a multitud, un pequeño burgués cualquiera como tantos de los miles que pululan por la ciudad. Con toda seguridad un metódico burócrata, un padre de familia como cualquiera otro, que se permitía tal vez una vez al mes una venganza contra la cocina hogareña o el parvo menú de la jornada única, dándose la satisfacción de escoger lo más caro y lo más abundante de la lista del restaurante, haciéndose servir como un gerente.

Pero ya lo dije: comprendo al bebedor solitario, no al comedor solitario, y Altenor Guerrero –hombre de provincia al fin– compartía mi actitud. Recordamos que el padre de uno de nuestros coterráneos, llamado don José del Carmen Reyes, se desesperaba si en su casa a la hora de almuerzo no había algún invitado, y en tal caso se estacionaba en la puerta, para invitar al primer transeúnte que pasara, siempre ansioso de tener caras y voces nuevas en su mesa. No, nuestro comedor solitario era seguramente un egoísta que no despertaba simpatía.

Lo dejamos estudiando un nuevo plato en la lista del restaurante, con la concentración del hípico que se enfrasca en su programa, y tras conjurar –como se debe– a la sombra de los amigos muertos, en especial las de Teófilo Cid y Carlos de Rokha, partimos cada uno a su casa, para evitar ser sorprendidos, como en alguna rara ocasión sucede, con el despuntar de ‘la aurora de rosados dedos’ sobre la gran ciudad, ciudad hormigueante de sueños.
























sábado, 15 de marzo de 2008

"La edad de oro", de Camilo Marks



Crónica del forastero no dejó muy contento a Teillier en su época, pero los años se han encargado de comprobar cuán equivocado estaba el poeta. Si hay un poeta chileno cuyos versos rememoran el paraíso perdido, la edad de oro, la infancia sin manchas, esa etapa angélica de la vida sin culpas, sin remordimientos, sin pecado, ese autor es indudablemente Jorge Teillier (1935-1996). La crítica literaria lo catalogó, muy temprano, como el creador, en el país, de la poesía de los lares, es decir, del hogar o de la aldea primigenia, la pequeña ciudad del amor romántico, donde se originan las leyendas y la gente conversa todo el día (en este caso, Lautaro, la sureña localidad donde el bardo nació). Y Teillier, con justa razón, se quejó, una y otra vez, de las limitaciones y el reduccionismo de ese encasillamiento. En verdad, su producción -doce colecciones de poemas, en general breves y de corte narrativo- iniciada en 1956 con el excepcional tomo Para ángeles y gorriones, al que siguieron El cielo cae con las hojas y El árbol de la memoria es bastante más compleja y diversa de lo que el adjetivo lárico sugiere. Los críticos solemos cometer errores, de peso o livianos. Tal vez no fue tan grave, después de todo, haber calificado a Teillier con esa bella palabra, que él mismo reivindicaría años más tarde. Porque ella alude a una época en que fuimos felices mientras creíamos en las utopías o, simplemente, porque durante la niñez o el inicio de la adolescencia, nunca se es del todo infeliz. Hacia 1963, el éxito y la fama de Teillier se volvieron contra él y algunos amigos -en especial Enrique Lihn- comenzaron a acusarlo de escapista, apolítico, juvenil en exceso y descuidado en el estilo. La respuesta de Teillier fue el ensayo "Los poetas de los lares: nueva visión de la realidad en la poesía chilena" (1965), una acabada defensa ética y estética de sus versos, con un gran respaldo conceptual, así como una apología de la nostalgia, el mal poético por excelencia. Tal movimiento entroncaba con una genuina tradición nativa, desde Gonzalo Rojas a N. Parra y Efraín Barquero y en el ámbito mundial se vinculaba con R.M. Rilke, Dylan Thomas, Serguei Esenin. Pero mucho más importante que lo expuesto había sido la publicación, dos años antes, de Poemas del país de nunca jamás (Tajamar Editores, Santiago, 2003, 97 páginas. Precio de referencia $7.800) y luego Cuadernos del hijo pródigo, conocido más adelante como Crónica del forastero. El nombre del primer volumen era bastante provocativo y alude, desde luego, a Peter Pan, de J. M. Barrie, autor victoriano de poco prestigio intelectual; además, el título podía hacer pensar fácilmente que se trataba de estrofas para niños. Como sabemos, el muchacho que no quería madurar volaba a la casa de la familia Darling para oír, agazapado en la ventana, los cuentos de la madre, decidiendo llevarse a Wendy al País de Nunca Jamás, una isla donde ella asumiría el rol de la Señora Darling y relataría historias a los niños perdidos, al tiempo que los acostaba. En "Un desconocido silba en el bosque", el magistral cuarteto que inaugura el ciclo, la lectura nocturna es el conjuro para llegar a una realidad superior y entablar un diálogo con nuestra propia imaginación: Se apaga en la ventana/la bujía que nos señalaba el camino./No hallábamos la hora de volver a casa,/pero nos detenemos sin saber donde ir/cuando un desconocido silba en el bosque. Crónica del forastero, a pesar de contener pasajes tan memorables como los del texto previo, no dejó muy contento a Teillier, pues describió este trabajo como "un intento épico para el cual todavía no estoy preparado". Para gran fortuna nuestra y mayor gloria de la lírica nacional, los años se han encargado de comprobar cuán equivocado estaba el vate de La Frontera y así lo prueban las líneas que cierran esta excepcional selección: "Debo enfrentar de nuevo al río./Busco una moneda./El río ha cambiado de color./Veo sin temor/la canoa negra esperando en la orilla".






Sábado 13 de diciembre de 2003






viernes, 14 de marzo de 2008

"Si has llorado", de Jorge Teillier





Si has llorado
llora con la reja de fierro
sombreada de árboles
que han perdido sus nombres
con los árboles
cuya sombra busca en vano
un caballo perdido
con el caballo
del emisario muerto en una zanja
con la zanja
donde el vagabundo sueña con el embarcadero
con el embarcadero
donde un anciano da la espalda al mar
con el mar
que no lleva a ningún camino
con el camino
donde vas a llegar
a recoger las últimas hojas
de los árboles que perdieron sus nombres
y después ríe
ríe sin sentido
frente a una reja que no se volverá a abrir.




















jueves, 13 de marzo de 2008

"Otro cantar", de Jorge Teillier




Mientras el resplandor del mediodía
Torna más oscuros a los hombres en sus fosas
Las semillas del sol
Hallado en los bolsillos de mi vieja camisa
Hacen germinar todas mis horas

Despójenme de cuanto tengo
Un pájaro volando vale más que cien en la mano
Con mi alfabeto dispongo de lo que necesito
Abejas bosques cardos arroyuelos
Y un vaso de vino canta
La canción de la sola golondrina
Que hace para mí el verano
La canción de todos los blancos ramos
De un porvenir que aún guarda silencio








* Poema perteneciente a la primera parte de MUERTES Y MARAVILLAS (de un total de ocho), publicado en 1971, sección que fue llamada "I. A los habitantes del País de Nunca Jamás".






miércoles, 12 de marzo de 2008

"Los trenes de la noche", de Jorge Teillier

Fragmento


15


Los pueblos se arremolinan en mi memoria
como páginas de un libro arrancadas por una ventolera:
Renaico, Lolenco, Mininco, Las Viñas,
Púa, Perquenco, Quillén y Lautaro.

De nuevo aparecen con sus postes de telégrafo
derribados por el último temporal,
con sus casas afirmadas hombro a hombro
como ancianas que se emborrachan
para recordar las fiestas de principios de siglo.

Los pueblos flotan en mi cabeza
que he inundado de vino en este largo viaje
como flotan los viejos troncos
en los ríos en crecida.

Inundo de vino mi cabeza
para olvidar la cancioncilla senil
que tararea el carro de tercera,
para olvidar a los torpes campesinos
con sus canastos con quesos o gallinas,
y a los viajantes que ofrecen naipes y peinetas.

Cierro los ojos
y afirmo mi frente enhollinada
en los vidrios de la ventanilla
mientras la noche hunde en los ríos
su frente arrugada por los peces.






Santiago-Lautaro, 1963










martes, 11 de marzo de 2008

"Fin del mundo", de Jorge Teillier





El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
El borracho del pueblo
dormirá en una zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la estación,
y la banda del Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines enredados
en los alambres telefónicos,
para volver llorando a sus casas
sin saber qué decir a sus madres
y yo grabaré mis iniciales
en la corteza de un tilo
pensando que eso no sirve para nada.

Los evangélicos saldrán a las esquinas
a cantar sus himnos de costumbre.
La anciana loca paseará con su quitasol.
Y yo diré: “El mundo no puede terminar
porque las palomas y los gorriones
siguen peleando por la avena en el patio”.






















lunes, 10 de marzo de 2008

"Atardecer en automóvil", de Jorge Teillier





a mi hermano Iván

Abandonamos la aldea
después de beber algo en el hotel frente a la plaza.
Escogimos el camino más viejo. Pasamos lentamente
frente a tierras sin cultivar, árboles mutilados
por los roces a fuego. Entramos a una quinta abandonada
a buscar manzanas silvestres.
Luego, alguien dice: “en la estación había una muchacha
que se parecía no recuerdo a quién”.
Otro empieza a cantar.
Pero cuando las estrellas salen a mirarnos
con sus húmedos ojos de ovejas tristes
nadie habla ni canta.
Trepida el viejo motor, el viento nos da en la cara,
un amigo reparte el pan y el vino. Siempre eso es bueno.
Y es bueno desear que sea eterno, eterno como creemos
son la noche, el viento, los oscuros caminos del cielo.







 







domingo, 9 de marzo de 2008

"Retrato de Jorge Teillier", de Miguel Serrano





Creo que fue en Yugoslavia donde tuve mi primer contacto con Jorge Teillier. Un día recibí una carta suya y de Juan Luis Martínez pidiéndome una entrevista o una colaboración para una revista literaria que ellos editaban. Me enviaba un ejemplar de muestra y fui impresionado por su profundidad y amplitud en los temas tratados. Estaban al tanto de las grandes corrientes mundiales de pensamiento y de sus promotores. Luego, pasando los años, vine a Chile a dar una charla en la Universidad. Un Discurso de la América del Sur se titulaba. Entre los asistentes estaban Jorge Teillier y Juan Luis Martínez, dos poetas de excepción. Ahí nos conocimos. Y desde ese primer encuentro, una especial afinidad se produjo entre nosotros. En verdad no me habré encontrado más de tres veces en la vida con Jorge Teillier, pero fue como si nos hubiésemos conocido siempre y por siempre. La última vez fue en el entierro de María Luisa Bombal, en el cementerio, y de ahí nos vinimos hasta el Cerro Santa Lucía, a un restaurante donde junto a un vaso de vino pudimos charlar por toda una vida. Hablamos de su hermana muerta. Yo le dije que ella vivía dentro de su corazón y lo cuidaba. Y él me leyó su poema «Alguien canta en el bosque».

Nos separamos y ya no nos vimos nunca más, hasta que, en su funeral, en La Ligua, donde hoy se encuentra su tumba, yo recité los versos de su poema. Y ante un representante del Gobierno protesté porque a Teillier, como a María Luisa Bombal, no le dieron el Premio Nacional de Literatura, tan merecido y que, al ayudarlo económicamente, le habría permitido seguir viviendo y escribiendo.

Mas, en fin, el gran poeta y querido amigo eterno Jorge Teillier, desde esa bella ciudad de Cabildo, ya cruzó el "Túnel del Estribo" (el "Tubo Astral") y llegó a ese mundo mágico de Petorca y Chincolco donde "alguien cantaba en el bosque". Y era su hermana que allí lo esperaba.







Publicado en la Revista de Libros de El Mercurio,
el viernes 3 de junio de 2005.








sábado, 8 de marzo de 2008

" 'Tránsito breve' de Rolando Cárdenas", de Jorge Teillier

Rolando Cárdenas, Tránsito breve, Editorial Universitaria, 1961.



Cárdenas debuta a los veintiocho años y su libro se presenta con un premio de la FECH, que lo edita hermosamente. Por alguna afinidad, nos seduce su línea melancólica y sentimental, que lo hace integrar una coordenada de la poesía chilena que va desde Neruda de Crepusculario y los Veinte poemas pasando por Romeo Murga y Rojas Giménez hasta los actuales Efraín Barquero (en La compañera), Pablo Guíñez, Pedro Lastra, Sergio Hernández. La tónica del libro la da su insatisfacción frente al presente, que no se traduce en angustia o rebeldía, sino en nostálgica evocación de la infancia, llamados a la muerte, regreso sentimental al terruño (Cárdenas es magallánico), cuyo paisaje es bellamente descrito desde una taza de café o más bien desde un vaso de vino bebido en cualquier bar de esta sórdida capital. Cárdenas habla naturalmente, sin ninguna grandilocuencia ni pretensiones, y en este sentido son ejemplares sus poemas "Búsqueda" y "Recuerdo póstumo a mi madre". Sin embargo -para utilizar un término de la época de Selva lírica-, no todo ha de ser lauros para este joven portaliras. Al lado de sus aciertos, Cárdenas tiene frecuentes caídas en lugares comunes como este detestable "Otoño que escapa por las hojas" o "Seré como un baúl de soledades", además muchos poemas parten de un núcleo inicial y se dispersan en divagaciones.







Publicado en Alerce, N°4, Santiago de Chile, 1962, p. 10.







viernes, 7 de marzo de 2008

"La poesía de los lares. Nueva visión de la realidad en la poesía chilena", de Jorge Teillier




Reconocemos, para empezar, que este trabajo será tal vez arbitrario para la mayoría de los escasísimos conocedores e interesados en el desarrollo de la poesía nacional. Pero nuestro objetivo no es el de hacer un inventario de poetas (inventarios a los cuales son tan adictos nuestros críticos y estudiosos armados cada uno con sus respectivos ficheros) sino de elegir entre muchos valiosos y distintos poetas a aquellos que sin ponerse de acuerdo entre si han dado una línea característica a la poesía chilena nueva de los últimos quince años, la que podríamos calificar como de “poesia de los lares”. Por esto, de antemano señalamos la omisión de varios nombres de indudable interés en cualquier ensayo sobre poesía nueva, pero situados en otros puntos del quehacer poético, y por lo tanto, alejados del sentido de este trabajo.[1]


El regreso de Anteo

Tras estas previas aclaraciones, hablamos de poetas jóvenes aún, pero que contaron con la madurez necesaria para afrontar la obra de nuestros poetas mayores -tan aplastante e incluso distorsionadora, especialmente la de Neruda entre las década del 30 a1 50- y que incluso la han asimilado e incorporado a su obra. Poetas que han tenido una visión personal del mundo natural y cultural, que tomaron conciencia de las preguntas de la época, de la perplejidad en que nos situarnos frente al mundo, y han dado sus propias respuestas, sin recurrir a otras artes que las de la palabra, sin transformar la poesía en seudo política, religión o filosofía. Y entre estos poetas destacamos principalmente a Efraín Barquero, Pablo Guíñez, Alberto Rubio, Rolando Cárdenas, Alfonso Calderón.

Un primer hecho que estableceremos es el de que los “poetas de los lares” vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía. Esto es importante en un país como el nuestro en donde el peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez sigue siéndolo) “el peso de la noche”, en donde el hombre antes de lanzarse a los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado. Mundo singular el nuestro, que hizo decir hace muchos años a Miguel Serrano que el chileno en el fondo de si mismo suele negarse a creer que pueda existir algo más allá del límite de la cordillera y del océano. Los poetas nuevos han regresado a la tierra, sacan su fuerza de ella. Y este movimiento lírico ha tocado curiosamente a los poetas de generaciones pasadas, como Teófilo Cid [2] y Braulio Arenas [3] que fueran iniciadores del movimiento surrealista en Chile, creadores de paisajes mentales, que sin embargo tomaron a la larga conciencia de la tierra y la reflejan en sus últimas obras; así Teófilo Cid escribe su ambicioso (y formalmente frustrado) Camino del Ñielol, en donde declara que quiere ver “el brocal en donde brillan las raíces”, y Braulio Arenas recorre el país y lo inventaría desde su valle natal del Elqui hasta las regiones magallánicas. Asimismo, podríamos alargar la lista con Luis Oyarzún y su Alrededor, Gonzalo Rojas en muchos poemas de Contra la muerte, Mario Ferrero en su Tatuaje marino, N. Parra que recrea una escondida veta folklórica en La cueca larga. Particularmente notable es el caso de Carlos de Rokha, el cual luego de probar con deslumbrante destreza y pirotecnia verbal las innovaciones de la poesía de vanguardia, llega hacia el fin de sus días a realizar una poesía de profundo contenido terrestre y carga nostálgica.

¿Por qué esta vuelta? No basta para explicarla, creemos, el origen provinciano de la mayoría de los poetas, que atacados de la nostalgia, el mal poético por excelencia, vuelven a la infancia y a la provincia, sino algo más, un rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero mundo. En la ciudad el yo está pulverizado y perdido como dice Gottfried Benn, que sueña -intelectual fatigado- a volver a ser “el antepasado de sus antepasados, una masa de musgo en un tibio pantano”. Sin embargo, no se crea que los poetas que trataremos vuelven a escribir una poesía descriptiva y detallista y a realizar una mera enumeración naturalista que conduciría a una especie de criollismo poético, etapa quizás necesaria, pero superada tanto en nuestra poesía como en nuestra narrativa. Si el poeta toma formas populares (cueca o tonada), a su vez las enriquece, como suele hacerlo Alberto Rubio. Pero más, ya en 1956 señalamos (al publicar Para ángeles y gorriones) que es necesario acudir a un “realismo secreto”, pues es sabido que el mundo exterior contiene pocas enseñanzas, a no ser que se le mire como un depósito de significados y símbolos ocultos. Es preciso interpretar y entrar profundamente en el significado de las costumbres y ritos nuestros, que se han ido transmitiendo de generación en generación, y en este sentido, es notable en muchos pasajes la obra de Barquero Enjambre (1957), y luego su El regreso (1962), en donde en un solo aliento se detalla la muerte y entierro del padre, como cosecha y reparto de un fruto, como cena de los hijos. Asimismo, operan en este sentido (ligados a la vez a los ancestros de la Patagonia) muchos poemas de Rolando Cárdenas en El invierno de la provincia. El poeta no se siente solo, sino siempre rodeado de un mundo físico al cual pertenece y que le pertenece, y de antepasados que lo acompañan en su tránsito terrestre, así como se sabe que uno acompañará en venideros tránsitos a sus descendientes. Poesía genealógica, en el buen sentido de la palabra. Y los antepasados y los parientes aparecen en esta poesía naturalmente no en su condición de mero parentesco, sino elevados a la categoría de figuras míticas, transfigurados en ángeles guardianes.


Cultura y tradición

Al revés de lo que comúnmente se cree, pensamos que la poesía -al igual que la revolución- aspira al orden. Enfrentado al caos el poeta rehace el mundo, entrega luego un nuevo mundo cerrado al cual invita a habitar: el poema. Y tiene conciencia de que su poesía no es sólo un fruto espontáneo, sino cultivado con un conocimiento de su oficio y del orden cultural que le rodea. No en balde enunciaba Louis Aragon: “El principal enemigo del canto es la ignorancia”.

A la improvisación, celebrada en demasía entre nosotros, a la indiferencia incluso por la poesía de otras latitudes, al localismo cultural, sucede entre la mayoría de los poetas una actitud de responsabilidad y estudio de su Mester. Podremos ilustrar nuestro aserto con una reciente declaración de Galvarino Plaza frente a su colección de poemas: Traducción libre sobre el origen y la lluvia[4]: “Cada día creo menos en la poesía fruto de la pura sensibilidad ciega, que se genera como los hongos o las lentejas. Es importante, en este orden, la conciencia de los valores que nos son propios: acervo cultural superpuesto a caracteres étnicos...”

Así sucede entonces que en la nueva poesía se halle correspondencia (más que influencia, sin temer en absoluto a este término) con voces desacostumbradas en el desarrollo, de la poesía nacional, pues los poetas buscan desarrollar su propia voz a través de afinidades con creadores; así en estos últimos años es notorio el aporte no ya de las influencias de nuestros poetas como son Vicente Huidobro, Neruda o Pablo de Rokha, sino de las de Prévert, Rilke, Dylan Thomas, Mary Webb (cuya relación con la obra de Efraín Barquero aún no ha sido señalada) entre los de otras lenguas, y la de César Vallejo y López Velarde, entre los de nuestra lengua, además de la revalorización de poetas tan valiosos como Rosamel del Valle y Omar Cáceres, entre otros.


El poeta, hermano de las cosas: hacia una poesía de la comunicación

Nueva particularidad de esta nueva poesía es la de que los poetas ya no se sitúan como centro del universo, con el yo desorbitado y romántico al estilo de Huidobro (“hablo con una voz venida del principio de los siglos”), Neruda o Pablo de Rokha, sino que son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y de las cosas. Los habitantes más lúcidos, tal vez, pero en todo caso, habitantes más de la tierra. Y quizás consecuencia de esta actitud es la de que el lenguaje poético no se diferencia fundamentalmente ya del de la vida cotidiana: no se buscan palabras brillantes y efectistas, se emplean frases y giros corrientes, sin desdeñar por esto las experiencias de renovación verbal en las cuales suele ser un maestro Alberto Rubio. No se desdeña el lugar común, pero el lugar común ya ennoblecido por el uso, como los guijarros transformados por los ríos en claros homenajes al paso del tiempo. La palabra salvada del prosaísmo es irremplazable y no funciona, por supuesto, sólo en un sentido descriptivo. No se hacen imágenes por la imagen, sino que surgen del contexto del poema, que en cuanto a su estructura vuelve a moldes más tradicionales que los predominantes hasta los últimos años: los poemas están construidos desde un centro emotivo o verbal. Incluso Alberto Rubio esconde brillantes innovaciones tras la máscara de la rima y del ritmo. También a la estrofa regular se ciñen regularmente Pablo Guíñez y Alfonso Calderón. Barquero usa preferentemente el verso libre de gran aliento, incluso el versículo a la manera rilkeana de Canción de vida y muerte del corneta Cristóbal Rilke, en su poema fúnebre a su padre, “El regreso”. Quién sabe si esta forma y este lenguaje puedan cumplir en alguna medida el milagro de acercar al poeta a los lectores, no digamos al gran público, aislado obviamente de la poesía no sólo por ciertas condiciones intrínsecas de ella, sino también por la presión de la publicidad que lo desvía hacia otras expresiones, y de las casas editoriales que la han abandonado en el desván de los malos negocios, en forma superficial, pues de paso recordaremos que ninguna novela chilena se ha acercado ni remotísimamente en tiraje a los Veinte poemas de amor, para no dar sino un ejemplo.

Pues la poesía que tratamos es, sin desdeñar los aportes de la poesía de vanguardia -incluido el surrealismo- predominantemente una poesía de comunicación, en contraste con la poesía que durante varios años imperó en nuestro país, en la cual al amparo de grandes palabras que pretendían confundirse con el tono mayor, el acarreo de irrisorios monstruos verbales de cartón piedra, o discursos de cementerio dichos en la oscuridad, se ocultaba una descarada vacuidad que confundía al público. Si la poesía, por naturaleza, constituye una “sociedad secreta” (al decir de Miguel Arteche), no es menos cierto que su misión es la de -sin ceder en lenguaje y visión- incorporar a ella todo hombre que se le acerque.


Nostalgia de la Edad de Oro

Frente al caos de la existencia social y ciudadana los poetas de los lares (sin ponerse de acuerdo entre ellos) pretenden afirmarse en un mundo bien hecho, sobre todo en el del mundo del orden inmemorial de las aldeas y de los campos, en donde siempre se produce la misma segura rotación de siembras y cosechas, de sepultación y resurrección, tan similares a la gestación de los dioses (recordemos a Dionisos) y de los poemas. Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y standardizado del presente, en donde el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la televisión en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad gracias al lavado mental de la propaganda y deslumbramiento impuestos por el ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida (esas formas que causan millones de neurosis en nuestro “Gran Vecino del Norte”); en donde el burócrata “técnico en planeamiento” o locutor de radio, o político de maquinaciones en oscuros pasillos, ha desplazado de la conducción de los pueblos al héroe; en donde la ciencia al servicio de intereses económicos amenaza con llevarnos a una destrucción atómica final. “Progresamos. ¿Por qué no retroceder?”, como decía Rimbaud ya en 1873. 0 como indicaba proféticamente Rilke [5]: “Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente, infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se precipitan, llegadas de América; cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida... Una morada en la acepción americana, una manzana americana, o una viña americana nada de común tienen con la morada, el fruto, el racimo en los cuales habían penetrado la esperanza y meditación de nuestros abuelos... Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico”. El poeta, entonces, como el artesano, debería conservar las cosas reales, en vías de extinción, frente a esta invasión de las irreales que nos son impuestas en serie.

De ahí entonces que Efraín Barquero escriba un libro llamado Los oficios en donde inventaría y canta los trabajos artesanales (así opera asimismo Rolando Cárdenas en Personajes de mi ciudad). Poesía social de contenido profundo y no de fácil consigna, en la que el poeta mismo toma el lugar del trabajador, al que canta con amor y conocimiento.

De ahí también la nostalgia de los “poetas de los lares”, su búsqueda del reencuentro con una edad de oro, que no se debe confundir sólo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra (y en este sentido, la nueva poesía chilena actúa sobre el campo de un Dylan Thomas, de Serguéi Esenin, Gerard de Nerval, Milosz y otros). Los poetas ya no se deleitan con la velocidad y el amor al futuro, incluso no les preocupa demasiado la posibilidad de los viajes espaciales, ni el progreso de la ciencia que, lo hemos visto, puede llevar finalmente al exterminio. En este sentido, es bien definida cierta parte de la poesía de Alfonso Calderón, que busca ensoñaciones y fantasmagorías del “país sin nombre” de la infancia, como refugio contra el presente.

Así, los poetas actuales persiguen una Edad de Oro de la cual se tiene un recuerdo colectivo inconsciente, buscan los verdaderos alimentos terrestres, restablecer “la antigua conexión con el dínamo de las estrellas”.


El poeta, habitante del mundo

Sin embargo, esta apertura hacia otro plano de la realidad, no indica una falta de receptividad frente al mundo en que se vive, un cerrarse a sus experiencias. (Pues el mundo es “sagrado” como señala Gabriel Carvajal en su hermoso libro Los nombres de nadie: “Sagrado el golpe del hombre que parte el cielo, raja la madera...”). Con optimismo vemos que existen poetas que no comparten la angustia y la extrañeza frente al mundo de la mayoría de nuestros contemporáneos, sino que se ubican en la tierra como en la casa paterna y al mundo incomunicado e incomunicable de los maníacos de las teorías, de los devoradores de “papel cansado”, de los lumpen-poetas y de los lumpen-críticos, responden afirmando las más humildes realidades con las palabras más humildes, ganadas a través de largas vigilias y experiencias, y piden, con un sentido casi religioso, ser escuchados por sus semejantes, pues la libertad interior que gana el poeta en la creación debe hacerlo trascender por sobre su condición histórica de criatura alienada y hermanarlo en un solo haz con los poetas de cualquier época. Transformar la vida cotidiana del prójimo gracias a una poesía que muestre el rostro verdadero de la realidad: he ahí la tarea. Y no importa que sea incomprendida, escuchada entretanto sólo por unos pocos, porque a la negación siempre un poeta responde con el “si universal”. Y porque siempre está vigente la consolación de un viejo alquimista a uno de sus discípulos: “No importa cuan alejado estés y cuan solitario te sientas; si realizas tu trabajo a conciencia y verdaderamente, amigos desconocidos te buscarán y llegarán a ti”[6]. Pues para estos “amigos desconocidos” es para quienes, en último término, escriben los poetas y para quienes (también en último término) han sido escritas estas líneas.




ANTOLOGIA [7]


Efrain Barquero. Nació en Teno, 1931. En 1954 aparece su primer libro, La Piedra del Pueblo, con prólogo de Pablo Neruda, poesía torrencial, de índole social. En 1956, La Compañera, cantos al buen amor conyugal. Su personalidad se define ya en Enjambre (1957) y luego en El Pan del Hombre (1960) y El Regreso (1961). Como un paréntesis está Maula, libro de humor y de picardia popular, y luego, recientemente, sus Poemas Infantiles (Zig-Zag, 1969) que parecen un paréntesis dentro de su producción.



El Regreso
Fragmento

Padre, no pensé que un día al sentarnos a la mesa estarías
            tu extendido,como la más copiosa de las cenas.
Y serías tu mismo el dispensador de tu tierra más oscura.
No pensé que al reunirnos una última vez, tu crecerías de
            ti mismo más arriba que nosotros.
Y estarías sentado en el silencio de los frutos.
Como lentos y cansados sembradores, en la gran mesa de
            la tierra todos somosa la vez comensales y extraños
            frutos de los dioses.
Parecemos comer, y que alguien nos devora.
Parecemos coger algo en nuestras manos, y es la boca de
            la tierra que se abre ante nosotros.
Habría que pensar en las semillas, en sus granos
            petrificados y secretos.
Habría que pensar en el instante de precipitarlas.



El Afilador

Veréis un tronco viejo
una rueda partida.
Una piedra del mundo
con la cara vacía.

Veréis sólo mi banco
la luz del cielo fría:
me seguirán los niños
como a un ave caída.
Veréis un árbol seco
veréis la piedra encima,
la rueda de madera
polvorienta y perdida.
Veréis que yo he pasado
con mi pobre angarilla,
veréis sólo el acero
vencedor de los días.

(de Los Oficios, 1962)





Alfonso Calderón: Nació en San Fernando, 1930. Sus años de infancia y adolescencia pasaron en Temuco y Los Angeles. Publicó en 1949 Primer consejo a los arcángeles del viento, libro de inmadurez, con evidente influencia de poetas españoles contemporáneos. Su dicción se afina en El país jubiloso" (título sacado de un verso de Dylan Thomas), 1958; en La tempestad (1961) y Los cielos interiores, 1962. Su obra inédita ha obtenido primeros premios en numerosos concursos. Es miembro del Instituto de Literatura Chilena.



La cueca final

¿Quién tañe, ahora, aquella cueca, si hemos muerto?
Juegan los ángeles chilenos pasándose los tejos
y suena la espuela solitaria. Usan siempre golillas
los aldeanos, al calor de una fogata mortecina.

¿Y nunca más verá ponerse traje de cola a alguna
niña, tras lluviosos feriados escolares? El pitío
enmudece en algún cerco y hace el signo de la secta
misteriosa. El damasco se acicala o canta una tonada.
En trajines del otoño, glorias puras asedian
a la mañana apetitosa y a la lúcuma febril.
Silvestres y sonoros los ríos nos despiertan
mientras ciñe el viento una túnica lineal.
El aire pule las piedras a puro escalofrío.
¡Juro, entonces, o prometo, por las yemas
mismas de tus dedos, preservarte de todo fuego,
guardarte los anillos o quitar de tu alma

el pecado original, que nos descubre a todos!.
Pone la muerte pies en polvorosa: besemos nuevamente
las pestañas de alguna niña antigua. La alegría
procede del agua que separa al fuego lastimable

de la ceniza. Maduras las grosellas reintegran
el perfume de tus manos. Doy al viento su cruz
de caballero. Formulo, para siempre, una promesa.
Y en la cueca rompe el bordón aquella risa niña.

(Inédito, 1964)




Rolando Cárdenas. Oriundo de Punta Arenas, 1932. Ha publicado Tránsito Breve, 1959 (editado por la FECH); En el invierno de la provincia (Premio Alerce de la Sociedad de Escritores, 1963) y Personajes de la ciudad con grabados de Guillermo Deisler, Ed Mimbre, 1964. Lo más logrado y personal de su obra (que se singulariza por su cordialidad y emoción) está en su segundo libro, en donde resucita los mitos de su tierra natal, su historia, su desolado paisaje, en donde el viento y la nieve son los personajes junto a la sombra de corsarios y loberos, y de errantes indios condenados a la extinción.



Fueguinos

Los primeros hombres fueron hechos de arcilla oscura
por un antepasado que residía en el cielo.
Siempre vivían alejándose
entre islotes rocosos
más allá del Cabo Forward
o por las últimas orillas del Beagle
donde las estaciones se parecen.
Conocían el viento helado que soplaba desde el océano
cuando se agitaban las ramas de los arbustos.
Esperaban que los primeros guanacos
bajaran a las playas huyendo de la nieve
para proveerse de su piel todo el invierno.

De un roble hueco nacían las canoas,
mientras las mujeres
buscaban huevos de pájaros en la primavera,
“porque en otra época los árboles no quieren”.

Allí comienza la historia de algún bosque
y la tupida cortina de la lluvia
hace pensar que lloverá para siempre.
Subían pequeñas columnas de humo
desde las silenciosas tolderías.
Ellos sabían abrigarse
haciendo arder leños enteros.
Permanecían a su lado como si tuvieran sueño,
porque era hermoso ver arder un árbol inmenso,
retorciéndose, rojo, en medio de viento y de la noche.

Nunca supieron de la muerte,
porque recobraban el tiempo en el secreto del agua.

Pero vivían alejándose del norte
dentro de un roble hueco.

Ahora son los ríos y los montes,
las estrellas rojas que atraviesan la noche.


(de En el invierno de la provincia, 1962)




Carlos de Rokha. Valparaíso 1920, Santiago 1962. Uno de los pocos casos de nuestra historia literaria de alguien que pasó sus días sin distinguir diferencias entre vida práctica y poética, entre realidad y sueño, hasta que el ángel de los poetas se cansó de tirarle las orejas y le retiró su protección. En sus últimos años derivó desde sus poemas de deslumbrante imaginería, pero desprovistos de tensión emocional, a una poesía de ácido testimonio interior que iluminaba premonitoriamente, como linterna agitada entre sombras, su paso próximo hacia la muerte. Su nombre no puede faltar en este testimonio de una generación que lo tuvo también entre los suyos.



El Viajero Inmolado

Yo era el viajero que volvía de un largo sueño
            como de un sostenido olvido
Pero cansado de la tierra y hastiado ya del cielo
Encontré, sin embargo, la casa de los viejos lares,
A mi paso sonaban laúdes de otra edad
Sólo fantasmas parecían los antiguos huéspedes
Ni una huella en el polvo, ni una flor de gracia leve en
            las raíces, nada, nada.
Comprendí que volvía al tiempo de los muertos
Acaso yo mismo era un cadáver lejano
Dejaba atrás mi rostro, venía sin ojos y no traía piel
            para el encuentro.
Mi padre era una sombra,
Pero el vino y el pan
Estaban como antes sobre blancos manteles
¿Quién me aguardaba? Acaso nadie, nadie.
Sólo molinos de sombra se movían en la sombra.
Sólo el esqueleto sin mortaja de aquel perro con que jugué
            en la infancia descansaba en el huerto
            todavía húmedo de mi casa.
Sólo un sendero perdido me llevaba hasta el encuentro
            de la fuente de plata.
Sólo el recuerdo de mi madre
Se agitaba como un extraño viento junto al muro,
Un viento helado, frío y yerto.
Después los viejos criados de la casa
Repartieron la ofrenda del pan y de los vinos.
Debía seguir mi ruta
Hacia un tiempo aún más desconocido que el de ahora
0 hacia una isla encontrada y perdida en la infancia
Como entonces la vivía conjurada en mi alma
Vieja llave que nunca abriría ninguna puerta.

(Aparecida en Orfeo No 2, nov. 1964)





Pablo Guíñez. Nació en 1929 en Lumaco, lugar de la Frontera que desde Pedro de Oña, Neruda y Juvencio Valle ha dada tantos poetas a la lírica nacional. Su primer libro fue Miraje solitario (1952). Luego, 8 Poemas para una ventana (1958). Mantiene inédito -entre otros- un extenso libro, Este canto de amor, terminado en 1961, cuando fue miembro del Taller de Escritores de la Universidad de Concepción. Como tantos poetas, aún no halla editor.



Poética

El poema es un árbol
que al girarlo
se le cae la música.
En el poema crece la palabra.
Y la palabra canta, como un pájaro,
afirmada en el arco primitivo
que desnuda la sangre.


(de Miraje solitario)



Abuelo

Padre de nuestra sangre, mi abuelo silencioso,
don Juan Nepomuceno, Dios lo tenga en su reino.
Y sea azul su capa de campesino dulce,
y su caballo limpio de males de la tierra.
Que su voz guíe el agua como al viento en el cielo
y cuide en la mañana, del rocío y los pájaros.
Que sus manos de polvo sobre el ganado caigan
suaves como una sombra de laurel por sus ancas.

Que por sus ojos baje a la hornilla caliente
un haz de árboles claros para alumbrar la puerta.
Y levanten su espiga las raíces que el agua
sostiene en la humedad de su corazón virgen.

Su soledad de tierra. Su silencio de tierra.
Sus venas hechas polvo y su sangre muerta,
nos afirman como un árbol suyo. Y dormido recoge
su corazón la lluvia que florece en la piedra.


(de 8 Poemas para una ventana)



Se desprenden los muros

Se desprenden los muros, cuando limpias la casa.
La luz converge en ella.
La mesa se desborda.
Y el mantel, así eterno, como un estanque lleno
de peces, nos avisa que el cielo está en tus manos.


(de Este canto de amor. Inédito)





Floridor Pérez. Nació en Yates (Chile austral), 1938. Profesor rural, al igual que Pablo Guíñez. Publicó recién su primer libro Para saber y cantar (1965) en donde con sencillez y claridad habla sobre su gente y su comarca, iluminándola a veces con revelaciones de mágica prestancia.



Donde crecimos

No hemos vuelto a la casa en que crecimos.
Ella pensaba que pronto regresaríamos
como días de lluvia
pero no la volvimos a ver
como a la primera niña que amamos.
El viento hojea el libro en que aprendimos a leer.
Volvamos al cuarto en que la madre remendaba
y hallemos la aguja y el dedal de la gallina ciega,
y en el baúl de los abuelos aquellas botas de montar
que creímos únicamente hechas para retratarse
            en las plazas de provincia.

La lluvia vuela como todas las bandadas.
La única
calle de la aldea
llega a todas partes
saltando puentes de madera: pasa
frente al Correo, la Escuela, el Retén, el Boliche;
va a la Iglesia los domingos
y el día que partimos
fue con sus dos veredas a la estación del pueblo.


(de Para saber y cantar)





Alberto Rubio. Nació en 1928. En 1952 publica su libro La greda vasija, que causó un fuerte impacto en nuestra poesía. Pese a que escribe regularmente, sólo entregó en 1962 un pequeño conjunto de poemas, en edición limitada de cien ejemplares (Taller 99).



Tierra

Te van reconociendo, amándote tendida,
si a tropezones te hallo, mis besos compañeros.
Abrupta tierra, antigua, mía, reconocida,
si doy pasos en falso serán los verdaderos.

Si por quererte tanto me cayera seguido
tropezando tus brazos, perdóname, mi tierra;
es que hace tanto tiempo que te cargo al olvido,
que mi hueso cayéndose con tu hueso se emperra.

Más con besos burlados tu cuerpo se me pierde,
porque tú lo falseas, abrupta tierra, antigua,
hundido de sorpresas, con una hierba verde,
con hierba verdadera que nos anda contigua.

Fieles ansiosamente, reconocidos bríos
hacia ti desembocan, tropezando tus besos.
Serán tuyas verdades tus falseamientos míos,
tus besos tropezones, mis abruptos tropiezos.


(de La greda vasija, 1952)



Invierno

Los ángeles de lluvia hacen la lluvia.
elevan la guitarra con sus cuerdas de lluvia,
y lanzan la tonada seminal del invierno.
Una cueca de pájaros se cierne inversamente.
Son pañuelos las nubes que cubre todo el cielo.
Allí arriba los ángeles chilenos bailan cueca,
sordamente extendidos, zarandeando los cielos.
Los árboles se embriagan, sin hojas musicales,
de un vino lleno de hojas allá en su savia adentro.
De raíz en raíz van creciendo, creciendo.
Y bailan una cueca primavera los árboles.


(de La greda vasija, 1952)





NOTAS

[1] Entre estos poetas -materia de otro estudio- por el momento sólo queremos destacar a Miguel Arteche (nació en Imperial 1926) de nutrida y variada obra que culmina con su intenso Destierros y tinieblas (1963) y al epigramático y humorista Armando Uribe Arce (1933), además Iúcido ensayista y divulgador de la poesía de Pound, Montale y T.S. Eliot, entre otros.

[2] Teófilo Cid (Temuco, 1914, Santiago, 1964) publicó Bouldroud (1942), Niños en el río (1953), Camino del Ñielol (1954), y Nostálgicas mansiones (1962).

[3] De Braulio Arenas. (Nació en 1913), ver, La casa fantasma (1962), Ancud, Castro y Achao (1963) y En el confín del alma (1963).

[4] Publicado en los Anales de la Universidad de Chile, 1964. Galvarino Plaza (nació en 1931), ha publicado: Se camina por las calles, se saluda (1956) y Algunas cosas (1962).


[5] En carta a Witold von Hulewitz, 13 de noviembre de 1925, al finalizar sus Elegias del Duino.

[6] Citado por Jung en carta a Miguel Serrano, 14 de septiembre de 1960. (Ver El circulo hermético, por Miguel Serrano, Zig-Zag, 1965).

[7] Una antología más completa incluiría -por el momento- Ios nombres de Rubén Campos Aragón, Eduardo Embry, León Ocqueteaux, Ruperto Salcedo ( véase algunos poemas de Imágenes del Hombre), J. Quezada, Gustavo Adolfo Cáceres, Angel Custodio González (en “Crónica”), Sergio Hernández, Edmundo Herrera (en La casa del hombre) Iván Teillier, Luis Rivano.







Publicado en el Boletin de la Universidad de Chile, Nº 56 - mayo de 1965, pp. 48-62.