En las historias literarias siempre se ha registrado el hecho de que de pronto se oscurecen y ocultan las voces de verdad importantes y significativas, y sólo se oye el graznido más estridente entre la bandada de los poetas. Por una o dos generaciones se olvida el nombre de los auténticos creadores, pero a la larga son de nuevo descubiertos y aparecen a la superficie llenos de vida, como las raíces que permanecieron heladas, durante la primavera. El caso del Conde de Lautréamont es un ejemplo clásico. En Chile -y guardando las debidas distancias- ha ocurrido esto. Existe un grupo de poetas olvidados, cuya obra sin embargo merece ser recordada muchísimo más que la de numerosos vates que inundan las antologías e historias literarias. Queremos referirnos brevemente a tres de estos poetas olvidados: Alberto Valdivia, Juan Egaña y Alberto Moreno, a los que podríamos agregar otros como Romeo Murga, Armando Ulloa, Joaquin Cifuentes Sepúlveda, Oscar Sepúlveda (Volney), Alejandro Galaz, etc.
“Todo se irá, la tarde, el sol, la vida. . .”, así decía a los veinte años Alberto Valdivia. Y a esa edad aparecía en el “circulo de oro” de los mejores poetas de esa inolvidable antología -la más completa realizada hasta ahora- Selva Lirica. Allí era comparado Alberto Valdivia con Juan Ramón Jiménez, comparación peligrosa, pero que no resultaba desmedida. Basta para ello escuchar la voz de Valdivia:
TODO SE IRÁ
Todo se irá, la tarde el sol, la vida,
será el triunfo del mal, lo irreparable;
sólo tú quedarás, inseparable
hermana del ocaso de mi vida.
Se tornarán las rosas en un cálido
ungüento de otoñales hojas muertas;
rechinarán las escondidas puertas
del alma y será todo mustio y pálido.
Y tú también te irás, hermana mía.
Condenado a vivir sin compañera,
he de perder hasta la pena un día,
para acechar, cual triste penitente,
a través de mi pálida vidriera
el último milagro de la fuente.
En 1922 Alberto Valdivia publicó Romanzas en gris, libro hoy día inhallable y que en ese tiempo pasó inadvertido. Quizás de ese tiempo empieza la tragedia de Alberto Valdivia, herido por la indiferencia ante el libro en donde entregaba sus sueños y su sangre. “Yo no escribo sino a riesgo de morir”, dijo una vez, como recuerda Andrés Sabella en sus “Cuatro patas del vino”. La poesía y la música -fue un eximio violinista- no lo salvaron de una caída implacable. Al final de sus días conoció la más extrema miseria: la de las hospederías, los hospitales de indigentes. Vagaba por las calles de la ciudad como un fantasma de si mismo, víctima, además, de la morfina: “si no fuera por esta jeringuilla bondadosa enloquecería”, declaraba. En ello encontró su muerte, el año 1938, a los cuarenta años de edad. Todavía sus poemas esperan su resurrección.
Juan Egaña, “el pálido”. Así lo llamaban sus amigos. Miramos su retrato y vemos en ese rostro tan extrañamente parecido al rostro de tantos poetas de otra época, el rostro de toda una juventud, de toda una generación perdida, aquella de los poetas del año 20. Juan Egaña aún está vivo en el corazón de los sobrevivientes de esa generación. Fue uno de los fundadores de la valiente revista Numen y colaborador de Claridad, la gran revista de la Federación de Estudiantes. De su personalidad habla con cierta amplitud Gonzalez Vera en Cuando era muchacho. Cuenta cómo Juan Egaña recibía una mesada de algún pariente adinerado, la que gastaba con presteza. Luego de eso, permanecía una larga temporada en el lecho, enviando un mozo “que conservaba por atavismo aristocrático” -como dice González Vera- a comprar a crédito bebidas y cigarros, cuando lo visitaban sus amigos. Lo imaginamos escribiendo entonces ese poema “A la hora del Angelus”, que algunas antologías han recogido:
A la hora del Angelus vendrá el amigo bueno
y su charla bendita disolverá mi mal.
A la hora del Angelus vendrá el amigo bueno
y yo estaré cansado de llorar...
Melancólica figura la de este Juan Egaña muerto a los treinta y dos años de edad, en 1928, ya hace más de treinta lejanos años. Su poesía sin ningún aderezo, salida directamente de las llagas, del corazón, aún no ha encontrado quien la recoja en un volumen.
Baudelaire habla en su prólogo a las obras de Edgard Allan Poe, que hay seres que llevan escrito “mala suerte” en algún pliegue misterioso de la frente. Uno de ellos fue su discípulo chileno Alberto Moreno, nacido en Chañaral en 1886 y muerto en 1918. Alberto Moreno, que llevó su devoción hacia Baudelaire hasta el punto de traducir íntegras Las flores del mal con el objeto de -como decía en el prólogo a la traducción- “dar derroteros de salud al organismo anémico y vulgar de nuestro arte, nutrido con la yerbabuena de la rutina y la hoja rastrera y pródiga que mascan los rebaños”. Por desgracia esta traducción -la primera en Hispanoamérica (1915)- no se publicó nunca.
Alberto Moreno residió durante casi toda su vida en Valparaíso, en donde fue amigo de Carlos Pezoa Véliz, Zoilo Escobar, Víctor Domingo Silva, Juan Egaña, quien perdió en un tranvía el primer libro de poemas de su amigo, etc. Hombre, sin embargo, orgulloso y solitario, no se preocupó de la nombradía ni de las publicaciones. Sólo en 1926 se publicaba De las zonas vírgenes, conjunto de poemas con prólogo de Neftalí Alberto Moreno Agrella. Eran sólo algunos de los poemas salvados del “viento de la despreocupación” que se había llevado los demás, según el decir de Agrella. Pese a ello, tal libro lo deja definitivamente establecido como un poeta de verdad, un poeta indispensable en un recuento de la poesía chilena. Una obra donde brilla un “sol extraño de patología”, impar en nuestra expresión lírica. Recordemos alguna estrofa de su poema más difundido, aquel “Mi Giganta”, en que parangona su “monstruo” que lo libra de su “gran fastidio y sus torturas secretas”, con la giganta que añorara el poeta de Las flores del mal para dormir “como una pobre aldea al pie de una montaña”.
Maestro: Yo no sueño con las gigantas tuyas;
tengo una mujer viva, más real y fabulosa;
es moderna, vibrante -para que tú la instruyas
de los raros progresos de esta edad contagiosa.
Mi giganta no tiene las perezas serenas,
no es patrona ni diosa, ni estatua simbolista;
sus carnes, sus ensueños, sus linfas y sus venas,
son savias, floraciones, de una magia realista.
...
Poeta: No la quiero como fría giganta,
como tú, al desear los encantos serenos,
los pródigos regazos de una ternura santa
y al dormirme besando la sombra de sus senos.
La quiero como un monstruo bendito y formidable
de estas pobres ciudades, de estos pobres poetas:
su fenómeno adoro -bálsamo saludable
para mi gran fastidio, mis torturas secretas.
en En Viaje Nº345, julio de 1962.
1 comentario:
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