miércoles, 4 de enero de 2017

"Jorge Teillier y su éxito", de Virginia Vidal







Ninguna poesía ha calmado el hambre 
o remediado una injusticia social, 
pero su belleza puede ayudar 
a sobrevivir sobre todas las miserias.
Jorge Teillier



El recuerdo de Jorge Teillier, uno de los poetas más vivos en la imaginación y sensibilidad de la juventud, me impulsa a rememorar mi última entrevista —aparecida en esos días en Punto Final—, añadiendo unas digresiones, en vísperas de su desaparición.

Fue tan raro el encuentro aquel ocho de abril de 1993, lunes de esplendoroso otoño.

—Vamos a almorzar a mi casa—, le dije a la venezolana Ana María Del Re.
—Prefiero conocer algún lugar del centro.
—Te voy a llevar entonces a La Unión Chica, a ver si hallamos a Jorge Teillier.

Allí estaba. Me sobrecogió en el primer momento verlo tan estragado, tan auténtica sombra maltrecha de sí mismo, porque de la memoria no se borra la imagen juvenil de Jorge Teillier. Le presenté a la poetisa, quien hacía tiempo deseaba conocerlo.

Se reestableció el vínculo cordial, Jorge se animó, más espirituoso que nunca. Se sintió contento de saber que ella, investigadora de la poesía de Humberto Díaz-Casanueva, quisiera conocer la suya.

—Almuerza con nosotros.
—No quiero comer, pero puedo acompañarlas. Si lo prefieren, elijan otra mesa.
—Por ningún motivo, preferimos estar contigo.

Impresiona tanta cortesía de su parte, esa urbanidad que no lo abandona jamás. Le recordé su molestia con un joven cuando estuvimos en el Congreso de Escritores Chilenos y Mapuche, de 1993, en Temuco:

—Lo regañaste por no tener cultura alcohólica.
—Claro, si me hizo perder el avión—se dirigió a Ana María—: Yo soy enfermo, alcohólico. El médico cree que, como adicto, no tengo vuelta y me recomendó beber vino tinto y tomar muchas vitaminas.

Callé, mientras se me venía a la mente su verso terrible de Paisaje de Clínica:

            Es la hora de dormir —oh abandonado—
            Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
            Velen por nosotros
            Nuestra Señora la Apomorfina
            Nuestro Señor el Antaius
            El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock.

Se ha ido disipando en una posada de Bristol, del siglo XVII, en la Sidrería de Temuco, en la Cervecería del Correo, la Brasserie Lipp, el Deux Magots, en los bares del Hotel de France, del Continental, el Black and White, Il BoscoLos Pisos BlancosEl Amigo de Todas las Naciones, el Siegmund, Los Cisnes de Macul y, sobre todo, éste de Nueva York 11.

Jorge recordó hasta el número de la casa de Hernán Cortés en cuyo patio nuestros hijos pequeños se perdían, mientras en la tertulia se cruzaban las voces de Enrique Lihn, Samuel Donoso, Guillermo Atías. Eran los tiempos en que, por recomendación suya, leímos por primera vez Farenheit 451 El Corazón es un Cazador Solitario, de Curson McCullers.

Hablamos de los poetas de la Frontera, también Neruda, pero sobre todo de los hijos de colonos, de esos colonos franceses o suizos que respetaron a los mapuche y tuvieron buenas relaciones con ellos. Se acordó de Luis Vulliamy. Me contó las últimas noticias del poeta León Ocqueteaux, a quien no veo hace más de treinta años, pero que un día me mandó uno de sus poemas.

Pensó en su mujer:
—Me he portado mal con Cristina. La voy a ir a buscar para llevarla al cine, a ver Sensatez y sentimientos. Yo dormiré y ella cuidará mi sueño.

Ana María le hizo una broma y él respondió:
—Cierto, si te cuidan el sueño, te apartan la muerte.

De repente, dijo con sonrisa amable, sin queja:
—No están Rolando Cárdenas ni Rolando Alarcón. Todos mis amigos se han muerto.

Habló del tiempo en que los poetas publicaban revistas y escribían sobre los méritos de otros poetas. Recordó el Boletín de la Universidad de Chile donde trabajó tantos años.

Aproveché de contarle a nuestra amiga de las revistas editadas por los poetas, de los numerosos artículos y ensayos que Jorge también escribió en el diario El Siglo, las revistas Árbol de Letras, Plan, que dirigía Guillermo Atías, aun para la revista venezolana Zona Franca. Y le hablé de su último libro, El molino y la higuera, publicado por Walter Garib en Ediciones del Azafrán. Este libro se sumaba a ese poema único de la nostalgia y la memoria que es toda su poesía, con sus veintiséis poemas, una carta al poeta sureño León Ocqueteaux y dos traducciones de René Char, el surrealista y capitán de maquís que en la resistencia aprendió a «amar ferozmente a sus semejantes».

—Casualmente, acabo de comprar uno. Está agotado, pero conseguí un ejemplar, por eso no te lo regalo—le dijo a Anita (más tarde le regaló Los Dominios Perdidosantología con prólogo de Eduardo Llanos Melussa, publicada por el Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1992).

Se lamentó de haber perdido su libreta del Banco del Estado:
—A lo francés, sigo con mi libreta, mi padre me sacó una de la Caja Nacional de Ahorros, cuando nací... 
— ¿Diste cuenta? Se va a reunir con tu carnet de identidad y tu pasaporte extraviados.

Nos dio a leer sus tres últimos poemas y nos dijo que estaban recién escritos. Le recordé que también una vez me leyó el poema que acababa de escribir para su cumpleaños número cuarenta, cuando buena parte de su familia y muchos amigos estaban en el exilio.

Nos habló de su madre muerta, quien no se recuperó nunca del sufrimiento del largo exilio y de quien conoció dulces poemas, porque ella escribía en secreto.

—Tú no eres un poeta rural—le dije, a propósito de un comentario suyo—: lo urbano, más que en los bares, está presente en el Wurlitzer (rocola), en el Ford T o en el Dodge 30 de tu padre, en el cine... Desde que dijiste haber recuperado el concepto «lárico», de Rilke, todos te han venido poniendo el marbete.

—Bueno, aún nadie ha estudiado mi poesía. Nunca he estado de acuerdo con las etiquetas.

Sonrió cuando le dije que su obra obedecía más bien a los principios del cuento infantil, según Vladimir Propper:

—Tú te apropias de la poesía universal para tu mundo mágico...
 —Fíjate que mi padre sólo antes de morir me contó que mi abuelo trabajó con los Lumière.
 —¡No puede ser!
 —Y mi otro abuelo participó en el desarrollo de las técnicas del moderno refrigerador. Yo le pregunté a mi padre por qué no me lo dijo nunca antes y él me respondió que no se le había ocurrido...

Estos oficios de sus abuelos franceses lo maravillaban como si ellos hubiesen salido de un cuento mágico leído muy tardíamente.

Nos contó del encuentro con su hija, quien había estado recientemente en Chile, su «Carolina de todas las estrellas»:

—Realmente es hermosa—dijo con una mezcla de asombro y de orgullo.

Para ella escribió el admirable poema «Paseos con Carolina»:

            En una tarde de ninguna tarde sales a pasear del brazo
                   del Loco del Tarot…

También se nos aproximó la imagen de Sebastián, su hijo botánico, quien en una entrevista a propósito del desierto florido, me dijo que el Himno Nacional era un himno ecológico. También me habló de la flora de la poesía paterna, no autóctona, por cierto, pues las especies europeas ya estaban habituadas hacía tiempo en nuestro país y habían desplazado a la primera y, dijo: «Jorge, mi padre habría tenido que internarse en las selvas cordilleranas para hallar árboles y plantas nativas».

Jorge le contó a Ana María que Sybila Arredondo, la madre de sus hijos, estaba presa en el Perú.

Nos conmovía tanta sencillez, un estado de transparencia y renovado columbramiento de lo maravilloso, un hablar de sí mismo sin egolatría, perplejo por cuanto la vida le ha dado, luego de asomarse al fin.

Yo debía partir. Él invitó a Ana María a la Plazuela del Mulato Gil y también quedaron de verse al día siguiente en la sección Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, otra de sus paradas habituales, donde siempre pasaba horas investigando.

No volvió al subsiguiente día. Lo habían llevado a la UTI del Hospital Gustavo Fricke. Llamé a su casa. Me dijeron que un coma hepático...

Se me viene a la memoria la alegría con que me escuchaba contar que había ido tanta gente, sobre todo tanta juventud a oírlo el día de la presentación de su último libro.

 Me sentí su cómplice cuando sacó de una bolsa unas hojas:

—Este poema lo escribí anoche...

Después recordaría que no hacía tanto me había regañado por un artículo llamado «La agonía de Teillier»:

—Cualquiera creería que me estoy muriendo. 
—Uso la palabra como lucha, combate, como Unamuno. Es la agonía de todos.
—Entonces, está bien.





Otras disgregaciones


Para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, 
y un intento de integrarse a la muerte.


Jorge Teillier, como Pierre Menard, no traduce sino que reinventa, re-crea, reescribe el poema. El poeta, retornando de SU mundo, por él inventado para solaz y refugio, prosigue su agonía que, como lo expresó tan bien Unamuno, es lucha denodada. Incursiona en éste que repudia para atraer al lector no hechizándolo sino haciéndolo su cómplice.

Acaso su principal recurso sea la erudición y profusión de alusiones, referencias culturales que materializan y animan a seres reales e imaginarios para configurar su universo. Aquí el YO no siempre es Teillier: a veces es un cronista; otras, el vate que ve claro y profetiza; el Loco del Tarot o «Personne».

Sus habitantes se mueven en una geografía donde sus puntos de referencia son bases para reunirse y conectarse, instaladas en bares diversos, en hoteles y restaurantes. Dichos habitantes son: poetas de La Frontera; poetas quebrados por la Primera Guerra Mundial; personajes de la revista El Peneca con Coré a la cabeza, y de la literatura clásica infantil: Herne el Cazador, Sandokan, la Bella Durmiente; boxeadores: el Tani, Fernandito, Vicentini, «Mano de Piedra»; protagonistas de películas de matinée: Laurel y Hardy, Tom Mix, Shane; músicos e intérpretes populares: Rubén Blades, Bola de Nieve, Elvis Presley, Gardel.

Aquí, las mujeres son amables sombras anónimas para revitalizar los recuerdos o pretextos para darle vigor a la evocación del mundo perdido; personajes femeninos concretos: las escritoras Carson Mac Cullers y Susana Sánchez de León, también restauradora de muñecas de porcelana.

En este mundo, apenas se come, pero abundan las bebidas, algunas de las cuales no se nombran sino por la musicalidad o sugerencia de su marca o de su procedencia: Twinnings (té), Herrerano Blanco (ron), chicha de Chincolco.

En la portada de El Molino y la Higuera (edición del Azafrán: la aventura editorial de Walter Garib) se reproduce El molino de agua de Kollen, de Van Gogh, empero, imágenes de las artes visuales están ausentes en la poesía de Teillier, como si no fueran funcionales dentro del universo donde el paisaje está al servicio de seres míticos.

Hace años, Jorge Teillier afirmaba:

            «Nunca hubo distinción para mí entre poetas chilenos y poetas extranjeros. Más aún, creo que es un signo de madurez no preguntarse ya “qué es lo chileno”. Las personas adultas no se preguntan quiénes son sino cómo van a actuar» («Sobre el mundo donde verdaderamente habito», 1968, en Muertes y Maravillas).

En efecto, tan amigos suyos son Francis Jammes como Teófilo Cid, Samuel Donoso y Rolando Cárdenas. Congrega a Fourier y a Fournier, a Vallejo y a César Moro; a López Velarde, a Henry Treece, a Joseph Conrad y a Pierre Mac Orlan. En un libro anterior, le mandó una postal a César Young en Panamá y ahora, una carta completa con postscriptum y todo. Evoca sus veintitrés años, la avenida Macul, la terraza del bar Los Cisnes y, en su soledad de miembro del Club de los Corazones Solitarios—«Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie»—, mientras extrae de la baraja de su memoria una dulce sombra juvenil.

La palabra casa es declinada en todas sus posibilidades y se constituye en su clave. En otro tiempo decía: «Mi casa es la respiración del tiempo y la noche»; ahora constata:

            Un hombre solo en una casa sola
            No tiene deseos de encender el fuego
            No tiene deseos de dormir o estar despierto
            Un hombre solo en una casa enferma.

Esa casa fue sede del hogar perdido hasta con la madre exiliada.

La profusión de gatos es inherente al ambiente hogareño.

La ventana sirve de faro, como servía a los niños perdidos en el bosque; en cambio, la ventanilla de un tren le permite dar una respuesta escrita.

Esta especie de objetividad de cronista o de niño que habla como pensando en voz alta con que Teillier interroga o hace algunas aseveraciones confieren una singular resonancia a sus versos:

«Los Hombres de Fuerza son nuestra pesadilla Pero no me gustaría tener las pesadillas de los Hombres de Fuerza».

Poderosa es su evocación del mayor icono de la música popular de los años cincuenta:

            Pero
            ¿por qué dejaste de ser el camionero que
            cantaba por gusto cerca de Memphis
            y no por un mortal millón de dólares?

Con trágica mesura evoca a Iván Teillier, poeta y narrador:

            Llueve por primera vez sobre la tumba del hermano muerto
            Mañana será el mismo día que mañana.
           
Graciosamente renueva y aproxima el más cantado de los satélites:

             La boina blanca de la luna llena
            se inclina sobre la muralla de magnolios
            y me sonríe como una actriz del Cine Mudo.

Y de nuevo la obsesión, pesadilla, colectiva:

            No soy un General activo ni en retiro
            y solo he sentido silbar balas en mis oídos
            en las matinées de los miércoles y domingos
            en el Teatro Real del pueblo.

Vuelve a invocar a su viejo amigo Li-Tai Po, cuya figura de anciano ebrio abrazado a un cántaro se conoce más por las jarritas de porcelana para el vino que por su poema «Carta de un exiliado» o por su drama de desterrado ilustre, fundador del grupo «Los Ocho Inmortales del Alcohol».

Teillier ha creado otro universo «que se opone a esta civilización cuyo sentido rechazo», y su «instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, que debo expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar»: la palabra y los amigos por él elegidos.

Esta constancia también lo lleva a entregar una nueva versión de un poema que en Nueva York 11 («Bar de los Caballeros de Fortuna que como todo el mundo sabe está en la calle Nueva York, frente a la Bolsa, en el corazón de la City», según informa en Cartas para Reinas de otras Primaveras) había dedicado a Georg Trakl, poeta austríaco que se suicidó a los veintisiete años, cuya lírica de la soledad asumió la belleza y la muerte desde la perspectiva de la crisis de conciencia europea a finales del siglo XIX.

El poeta Eduardo Llanos en su prólogo a Los Dominios Perdidos, ha sabido ubicar a Teillier junto a Juan Gelman, Rafael Cadenas, Roque Dalton, Alejandra Pizarnik, Carlos Germán Belli, Enrique Lihn, Juarroz, Sabines, Eliseo Diego, por nombrar a algunos y, sobre todo, valorar su poesía por «la certeza de reencontrar allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador». Un claro ejemplo de ello es «El poeta de este mundo», donde Teillier dialoga con el poeta francés René-Guy Cadou:

            Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,
            que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.
            La poesía debe ser una moneda cotidiana
            y debe estar sobre todas las mesas
            como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.
            Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,
            que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados (...)

También Eduardo Llanos coincide en ver a Jorge Teillier –junto a Enrique Lihn— como representante de «los últimos y más denodados agonismos poético-existenciales de nuestro país».

Considera esa lealtad consigo mismo y con su oficio como consecuencia y «cumplimiento de una misión irrenunciable", siempre fiel a su postulado»:

«El poeta es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores».

Acaso, el mayor aporte de Teillier a la poesía es su capacidad para dar saltos en el tiempo y el espacio e incorporar en un todo único, valores diversos de la poesía de todo el mundo al servicio de su universo mítico.

Este universo fija sus lindes dentro de la infancia y adolescencia del poeta, fiel a la fórmula de Antonio Machado, «se canta lo que se pierde».


en Anaquel Austral, 17 de Marzo de 2005