jueves, 26 de noviembre de 2009

"El agua bajo los puentes", de Jorge Teillier






Los días festivos de la Capital muestran un panorama poco alentador para quien es más o menos sedentario y no quiere salir fuera de los límites urbanos de paseo, ni tiene (¿quién no es un modesto empleado público entre los poetas?) mayores medios de movilización ni dinero. Entre la Quinta Normal, sede de los araucanos que van a mostrar su tenida azul marino y sus zapatos amarillos y una bicicleta nueva mientras el Ejército de Salvación y la Iglesia Católica se disputan sus almas y los innúmeros charlatanes sus bolsillos, entre la Quinta Normal y el Zoológico, elijo este último. Melancólico contemplar de leones, tigres y pumas en sus míseras jaulas, constatación que buscamos siempre nuestra semejanza: el público se agolpa frente al terreno en donde una pareja de chimpancés se toma la mano como adolescentes en el cine, y luego se rascan mutuamente como dos ancianos. Y el lento paseo del señor elefante, “de pantalones arrugados”, al que saludamos con un poema de Eliseo Diego:


El Circo

Y vimos al pacífico elefante
alzar su vieja trampa incomprensible
junto a las detenidas nubes blancas.
Y vimos al pacífico elefante.

Allí como una letra tosca y pura
que desborda el cuaderno de la infancia
-fino cuaderno, lujo de la noche-
nos ilustró la extraña lejanía

de las palmas grabadas y el silencio
que va creciendo como el humo pobre.
Allí como una letra tosca y pura
nos querías, justísimo elefante.



II

Cerca de mil poetas habitan aproximadamente nuestra República literaria, sin contar quienes requieren a las Musas sin hacer públicas sus atenciones. También hay ex poetas que no quieren ni siquiera acordarse de que una vez publicaron un libro, y dicen que es de “otra persona”, aun cuando haya sido un buen libro, el caso de Omar Cerda es un ejemplo. Existen otrosí los “guaripoetas”, como los llamaba el finado Jorge Sanhueza, los tipos que mañosamente, refrotando lecturas, pueden de pronto hacer pasar gato por liebre, escribir entre comillas, contar desventuras conyugales, rimar filosofía o entonar loas a la Revolución. Un orden muy especial es el de los poetas inéditos. El Decano de ellos no es como pudiera creerse Eduardo Molina Ventura conocido también por Diógenes Linterna, sino Juan Florit, a quien encuentro casualmente a la hora de un aperitivo (es decir, una cerveza) en la barra de un negocio, y me cuenta que a los casi sus setenta años de edad le publicarán un libro de poemas en Argentina. Florit siempre ha sido más bien internacional, nació en Mallorca y en 1927 figuró en una sonada Antología de Poesía Latinoamericana, hecha por Vicente Huidobro, Jorge Luis Borges y Alberto Hidalgo. Antología muy reprobada por los críticos oficiales de la época. –“‘Este Florit no cale un pit’ escribían al pie de una caricatura mía”, me dice. Entonces, brindamos por Percy Baltimore “cuyo recuerdo está izado en el mástil más alto/cofa de gaviotas y mirador de Percy”.



III

Viajo por el Mississippi un sábado por la tarde en compañía de Mark Twain, siempre lleno de vida y encantador con su Vida en el Mississippi, aun cuando de pronto su humor está algo trasnochado, pese a sus observaciones agudas, como aquella en la cual constata que veinte años después de regresar a su aldea, halló que las mujeres buenas estaban notablemente envejecidas, lo que no les ocurría a las obras. Una palabra me llena de recuerdos: “lagniappe” o “lawnny-yap”. La escuchó dice MT, en New Orleáns, 1881, y la señala como de origen hispánico, al igual que la costumbre que designa. Se trata de “la llapa”, que yo alcancé aún a pedir a los almaceneros de la esquina. La llapa, que tal vez sobreviva en estos tiempos en que sólo se da de menos, en algún rincón de provincia, junto a las victrolas a cuerda y la bandera blanca que anuncia el pan fresco.



IV

El poeta Rolando Cárdenas (conocido a veces por “El Embunche”) no gusta hablar. Prefiere tocar guitarra, oír a Mojica y Tito Schipa, dirigir trabajos de autoconstrucción en Renca o visitar algunas posadas de los caminos durante largas horas. Me dice que cuando sale, deja en casa la meditación, la inteligencia y la poesía. Pese a su teoría, me lee su último poema “El Fantasma del Faro Evangelista” transformándose por un momento en colombiano (“si leo me lees y viceversa”). Un largo poema épico sobre la región del sur donde pese a todo su tiempo santiaguino sigue residiendo. Por supuesto, no tiene editor, y el fantasma corre el riesgo de permanecer inédito.









en Plan (n.25), 31 de mayo, 1968.