jueves, 16 de febrero de 2017

"Memorias del futuro", de Horacio Castillo




a Jorge Teillier




Todo es cierto, cuando atravesamos el umbral,
incluso este sueño, esta visión en la que entramos y salimos
cuando se escucha el chirrido de una puerta arrancada de cuajo
            por el tiempo.
Pero ¿adónde se ha ido el tiempo?

Ahora la casa nos parece más pequeña, esta casa o cualquier otra
y en la entrada acariciamos nuestro perro muerto hace años.
Nos asomamos al patio, con sus muros coronados 
            por trozos de botellas,
y vemos una niña con trenzas de arena que aplasta orugas con el pie.
El árbol de ciruelas no deja de secarse en este patio
            clausurado por la muerte
y todavía hay ropa tendida que nunca nadie ha descolgado.

Algo late dentro de la casa, algo late o alguien canta,
canta y repite siempre la misma canción,
entonces acercamos nuestros oídos a las paredes
y con la boca del miedo preguntamos si hay alguien ahí adentro
y nos sobresaltamos porque un disco que nadie ha puesto nos pregunta
¿Is there anybody out there?

Allí, de pie, sin poder mirar o no mirar,
tapándonos los oídos como los locos
para no escuchar las voces que vienen de adentro de la casa,
esperamos algo, esperamos que algo suceda,
esperamos como ovejas que lamen tiernamente el sol,
hasta que al fin, la voz inaudible de un niño
nos llama desde el fondo de una habitación secreta,
y nosotros, asomados por la ventana, lo vemos allí,
            con su sombra igual a la nuestra,
mientras juega con boyas anzuelos y peces fosilizados
justo en el momento en que la tarde helada entra por la ventana
y se pega en sus ojos para siempre.

Pero al fin nos decidimos y entramos,
entramos preguntándonos si alguien se esconde detrás de las cortinas
y entramos tapándonos los ojos con las manos para no ver, no ver
el dibujo de un círculo en la pared donde hubo un espejo
            que ya no puede reflejarnos,
huecos de clavos que nada sostienen y sombras de cuadros y crucifijos
como las sombras de cenizas encriptadas en las paredes de Pompeya.

Luego sentimos ruido en la cocina, agua que brota
            de una canilla seca y oxidada,
cubiertos que cortan comida muerta sobre platos invisibles,
el sonido de una vieja radio que da noticias del pasado,
pero ¿quién está ahí?
¿quién es esa sombra de nosotros mismos que el tiempo
            todavía no ha demolido?
De a poco nos envuelve un dulce acostumbramiento,
y ya sin miedo, vamos hacia aquella habitación
donde hay un trompo que nunca ha dejado de girar
esperando que vayamos a recogerlo.
Sólo estamos nosotros entre hojas de libros esparcidas por el piso
ordenando las ropas de los muertos
y en un rincón, una silla que no existe, cruje,
como si nos hubiera esperado todo este tiempo,
tanto tiempo, esperando.

Pero debemos irnos, debemos irnos para olvidar todo,
            para recordar algo
porque sabemos que el tiempo es un niño que juega a los dados.
Y ya en la calle, viendo cómo se fatiga el sol,
tapándonos los ojos como si hubiéramos visto el infierno
tiernamente una nube nos envuelve como una madre,
así, como una nube, como una madre.

Ya no necesitamos nuestros ojos, nos decimos,
hace tiempo los hemos arrojado por los sumideros, a las cloacas,
porque lo que hay que ver, ya ha sido visto,
entonces, con el pie suspendido en el aire,
antes que nuestro cuerpo dude,
antes que la sangre se detenga en las arterias, salimos de la casa
y detrás nuestro una puerta se cierra para siempre.