“He sido un conocido de la noche. He salido a pasear bajo la lluvia y he vuelto bajo la lluvia. He ido más allá de la luz más lejana de la ciudad. He contemplado la callejuela más triste de la ciudad. He pasado junto al sereno que hacía su ronda...” Entre estos conocidos, de los cuales habla el gran poeta norteamericano Robert Frost (el predilecto de John Kennedy), sin duda los más fieles los poetas y escritores. La noche es la gran compañera de la mayoría de ellos, aún cuando por supuesto no faltan excepciones como las de Ramón Gómez de la Serna, el cual prefería madrugar para ver aparecer el alba antes de empezar a escribir, y nuestro Joaquín Edwards Bello que en una de sus crónicas se autodeclara “chiflado” porque le gusta estar durmiendo a las diez de la noche, y levantarse temprano para dar una vuelta descalzo por el pasto o regar un árbol. Pero basta decir “la noche” para verla junto a Francois Villon en el París de cellisca y rondantes aullidos de lobos, cuando el mal colegial y gran poeta salía con sus compañeros a robar las enseñas de las posadas, basta nombrarla para tener junto a nosotros al pálido Edgard Allan Poe yaciente en ella en una calle de Baltimore, después de amarla tanto como Dupin, su personaje (el precursor de Sherlock Holmes) que no soportaba la luz del día y vivía iluminado por bujías en una casa de persianas eternamente cerradas.
El romanticismo practicó el culto nocturnal, a partir del melancólico Young que conmovió a Europa con sus Noches. No hubo poeta romántico que no la cantara o exaltara como la faz verdadera de la vida. Y no es raro que, como reflejo, el siglo diecinueve llegara a estas playas portando también su cargamento nocturno. Pues la vida noctámbula comienza en Santiago casi al fin de la Colonia, hacia 1808, según cuenta José Zapiola en sus Recuerdos de Treinta Años. En ese tiempo se instalaron los primeros Trucos como se llamaban los cafés (uno estaba instalado en el Portal Fernández Concha), en donde desde mediodía a cualquiera hora de la noche se jugaba al naipe (o sea, al monte, la malicia, el mediator, la báciga, etc.). El billar se introdujo hacia 1820. Los espíritus más festivos pasaban el Mapocho para acudir a las casas de fonda y chinganas en donde campeaban música y baile. En 1884 se inauguró un establecimiento que estaba abierto toda la noche. Era el Hotel Central (Merced esquina de San Antonio) que tenía un restaurant en la parte baja. Cerrado éste por las autoridades el más popular fue el Café de la Bolsa, en donde, según cuenta Vicuña Cifuentes, se bebía preferentemente (y en copas de plaqué provistas de correspondientes bigoteras) un ponche llamado Tomayeri (abreviatura de Tom y Jerry). El estremecimiento finisecular alargaba las noches santiaguinas antes de despertarse a un nuevo siglo. Entonces surgió el primero de nuestros poetas malditos, el baudeleriano Pedro Antonio González (“quizás soy un mago maldito”, decía de sí mismo), paseante solitario, bebedor solitario de los bodegones de la Chimba, en los cuales el tinto se transformaba para él en “ardiente Falerno”, y las pobres y desarrapadas mujeres de la vida en hetairas (“Vírgen báqueica y tísica, bebe”). De él escribió Francisco Contreras: “Solía vérsele a veces por las calles errando solitario apoyado en su bastón, descuidado el traje, el cigarrillo en los labios, un libro bajo el brazo como persiguiendo intangibles visiones del aire con la mirada siniestra de sus ojos divergentes”. En la primera década de este siglo un grupo de poetas concurría al “Cola de Mono” situado en San Diego con Plaza Almagro. Otros a la llamada “Piojera”, gran expendedora de la nacional chicha baya, situada en calle Zañartu. Y los más encopetados concurrían al restaurant de “Papá Gage” en calle Huérfanos, al “Coppola” de Agustinas con Miraflores, a la “Confitería Palet”, de la calle Estado. Pero, simplemente, era corriente que los jóvenes poetas de ese entonces recorrieran las calles bajo la dudosa luz de los mecheros de gas, conversando y recitando hasta la llegada del alba.
Extraños fantasmas entregó la noche santiaguina la llamada Generación del Año 20. El más típico fue Alberto Valdivia, más conocido como “el cadáver”, precoz y extraordinario poeta consumido por la morfina, que recorría los bares con su violín al brazo. Homero Arce en un reciente artículo sobre el poeta Rosamel del Valle recuerda los cenáculos de la que fue (tal vez) la más bohemia de las generaciones: “El Jote” donde había buenos platos por sólo cuarenta centavos, “El Hércules”, “La Bahía”, los bares alemanes con orquestas de ciego de San Pablo y Esmeralda, un poco más tarde el “Black and White”. Y la “Ñata Inés” de calle Eyzaguirre en donde, según se cuenta, el adolescente Neruda, llegado de la noche oceánica poblada de ladridos y de coigüillas de Temuco, dejaba en prenda de pago su capa heredada del padre ferroviario. Coetáneamente, transnochaban también –pero sólo tomando café con leche– en “Los Inmortales” Manuel Rojas, González Vera, Silva Castro y otros no devotos al más popular entre los chilenos de los dioses olímpicos.
También se desplazaron hacia San Diego muchos de los integrantes de la Generación del 38. Uno de ellos, el más extraño y prometedor de todos (para hablar en lenguaje deportivo) Héctor Barreto, personaje lunar que vivía viajes imaginarios sin salir días enteros de su lecho, y que dejara antes de los diecinueve años cuentos de una imaginación inusitada en la narrativa chilena, fue muerto a la salida del Café Volga por un grupo de nazistas el año 1937. Pero de esa generación, el más notable de los “conocidos de la noche” fue sin duda Teófilo Cid, el poeta y escritor que de dandy del Ministerio de Relaciones, pasó a ser –según el decir de Gonzalo Rojas, su compañero en poesía– “el lobo estepario de las noches santiaguinas”. Teófilo Cid, hombre de desusada cultura, llevado de una irresistible animadversión a un medio donde impera la mediocridad prefirió inmolarse en la noche, como un budista en las llamas, antes que aceptar los convencionalismos. “Hay estrellas en tu nombre/ Cuando una lenta espera me domina/ con su atroz desesperanza” le escribía a la noche. Consumido por ella murió en 1963, no sin pronosticar antes que más de alguien en sus funerales diría que “había muerto el último bohemio”. Yo mismo –nos decía– he asistido al entierro de una infinidad de “últimos bohemios”. Sin duda, los escritores (corriente universal de estos días) han tomado conciencia de ser trabajadores de un oficio, y se cuidan de cumplir horarios regulares y llevar una vida de orden. Sin embargo, habrá siempre un último bohemio, habrá siempre quien se acode a los mesones de los bares abiertos toda la noche, habrá siempre quien salga andar bajo la lluvia y vuelva bajo la lluvia y vaya más allá de la luz lejana de la ciudad, sabiendo que un reloj luminoso proclama que el tiempo no es verdadero ni falso.
El romanticismo practicó el culto nocturnal, a partir del melancólico Young que conmovió a Europa con sus Noches. No hubo poeta romántico que no la cantara o exaltara como la faz verdadera de la vida. Y no es raro que, como reflejo, el siglo diecinueve llegara a estas playas portando también su cargamento nocturno. Pues la vida noctámbula comienza en Santiago casi al fin de la Colonia, hacia 1808, según cuenta José Zapiola en sus Recuerdos de Treinta Años. En ese tiempo se instalaron los primeros Trucos como se llamaban los cafés (uno estaba instalado en el Portal Fernández Concha), en donde desde mediodía a cualquiera hora de la noche se jugaba al naipe (o sea, al monte, la malicia, el mediator, la báciga, etc.). El billar se introdujo hacia 1820. Los espíritus más festivos pasaban el Mapocho para acudir a las casas de fonda y chinganas en donde campeaban música y baile. En 1884 se inauguró un establecimiento que estaba abierto toda la noche. Era el Hotel Central (Merced esquina de San Antonio) que tenía un restaurant en la parte baja. Cerrado éste por las autoridades el más popular fue el Café de la Bolsa, en donde, según cuenta Vicuña Cifuentes, se bebía preferentemente (y en copas de plaqué provistas de correspondientes bigoteras) un ponche llamado Tomayeri (abreviatura de Tom y Jerry). El estremecimiento finisecular alargaba las noches santiaguinas antes de despertarse a un nuevo siglo. Entonces surgió el primero de nuestros poetas malditos, el baudeleriano Pedro Antonio González (“quizás soy un mago maldito”, decía de sí mismo), paseante solitario, bebedor solitario de los bodegones de la Chimba, en los cuales el tinto se transformaba para él en “ardiente Falerno”, y las pobres y desarrapadas mujeres de la vida en hetairas (“Vírgen báqueica y tísica, bebe”). De él escribió Francisco Contreras: “Solía vérsele a veces por las calles errando solitario apoyado en su bastón, descuidado el traje, el cigarrillo en los labios, un libro bajo el brazo como persiguiendo intangibles visiones del aire con la mirada siniestra de sus ojos divergentes”. En la primera década de este siglo un grupo de poetas concurría al “Cola de Mono” situado en San Diego con Plaza Almagro. Otros a la llamada “Piojera”, gran expendedora de la nacional chicha baya, situada en calle Zañartu. Y los más encopetados concurrían al restaurant de “Papá Gage” en calle Huérfanos, al “Coppola” de Agustinas con Miraflores, a la “Confitería Palet”, de la calle Estado. Pero, simplemente, era corriente que los jóvenes poetas de ese entonces recorrieran las calles bajo la dudosa luz de los mecheros de gas, conversando y recitando hasta la llegada del alba.
Extraños fantasmas entregó la noche santiaguina la llamada Generación del Año 20. El más típico fue Alberto Valdivia, más conocido como “el cadáver”, precoz y extraordinario poeta consumido por la morfina, que recorría los bares con su violín al brazo. Homero Arce en un reciente artículo sobre el poeta Rosamel del Valle recuerda los cenáculos de la que fue (tal vez) la más bohemia de las generaciones: “El Jote” donde había buenos platos por sólo cuarenta centavos, “El Hércules”, “La Bahía”, los bares alemanes con orquestas de ciego de San Pablo y Esmeralda, un poco más tarde el “Black and White”. Y la “Ñata Inés” de calle Eyzaguirre en donde, según se cuenta, el adolescente Neruda, llegado de la noche oceánica poblada de ladridos y de coigüillas de Temuco, dejaba en prenda de pago su capa heredada del padre ferroviario. Coetáneamente, transnochaban también –pero sólo tomando café con leche– en “Los Inmortales” Manuel Rojas, González Vera, Silva Castro y otros no devotos al más popular entre los chilenos de los dioses olímpicos.
También se desplazaron hacia San Diego muchos de los integrantes de la Generación del 38. Uno de ellos, el más extraño y prometedor de todos (para hablar en lenguaje deportivo) Héctor Barreto, personaje lunar que vivía viajes imaginarios sin salir días enteros de su lecho, y que dejara antes de los diecinueve años cuentos de una imaginación inusitada en la narrativa chilena, fue muerto a la salida del Café Volga por un grupo de nazistas el año 1937. Pero de esa generación, el más notable de los “conocidos de la noche” fue sin duda Teófilo Cid, el poeta y escritor que de dandy del Ministerio de Relaciones, pasó a ser –según el decir de Gonzalo Rojas, su compañero en poesía– “el lobo estepario de las noches santiaguinas”. Teófilo Cid, hombre de desusada cultura, llevado de una irresistible animadversión a un medio donde impera la mediocridad prefirió inmolarse en la noche, como un budista en las llamas, antes que aceptar los convencionalismos. “Hay estrellas en tu nombre/ Cuando una lenta espera me domina/ con su atroz desesperanza” le escribía a la noche. Consumido por ella murió en 1963, no sin pronosticar antes que más de alguien en sus funerales diría que “había muerto el último bohemio”. Yo mismo –nos decía– he asistido al entierro de una infinidad de “últimos bohemios”. Sin duda, los escritores (corriente universal de estos días) han tomado conciencia de ser trabajadores de un oficio, y se cuidan de cumplir horarios regulares y llevar una vida de orden. Sin embargo, habrá siempre un último bohemio, habrá siempre quien se acode a los mesones de los bares abiertos toda la noche, habrá siempre quien salga andar bajo la lluvia y vuelva bajo la lluvia y vaya más allá de la luz lejana de la ciudad, sabiendo que un reloj luminoso proclama que el tiempo no es verdadero ni falso.
en Viaje, Santiago, marzo de 1972 (N°460).
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