Cuento en pantalla otras cincuenta direcciones que recibirán el mismo correo electrónico que leo —uno de esos mensajes tipo "para fulanodetal@yotros.cl"— y no puedo dejar de pensar en Jorge Teillier con su más creativo aporte a la poesía de los años sesenta, su revista «Orfeo». Abro un ejemplar y cuento veinticuatro corresponsales en el país y quince en el extranjero. Como entonces no bastaba apretar una tecla, había que escribir esas cartas, meterlas en sobre, pegar estampillas, llevarlas al Correo. ¡Él lo hizo! Además, para tejer tamaña red que abarcó a Talca, París y Londres; y se extendió de Madrid o Genova a Buenos Aires; de Argelia a Islas Canarias; de California a Sao Paulo, se necesitaron muchos contactos previos. ¡Él los hizo!
"Un día seremos leyenda" escribió Teillier. Desgraciadamente, cumplido el vaticinio, su leyenda no le hace justicia. A una época que comenzaba a farandulizarse le interesó más el poeta de los bares que en los años noventa le creyó a Esenin: "es mejor morir de vino que de tedio", que el poeta de los lares que en los años sesenta —a través de esas corresponsalías de «Orfeo»— actualizó en el mapa literario lugares como Chuquicamata, Ovalle, San Bernardo, Licantén, Tomé, Angol, Lautaro, Pitrufquen, Los Lagos, Panguipulli... Y no se me suponga la tonta pretensión de blanquear su imagen bohemia, sabiendo que su propia poesía vendría a desmentirme: "sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones". Seria injusto ocultar ese Teillier. Pero es justo mostrar también el otro.
Y el verdadero Teillier, que se sentía tan a gusto en la biblioteca como en el bar, el Teillier de los años sesenta —más claramente, de antes de 1973— fue un buen ejemplo de poeta que se gana honestamente la vida como funcionario, pero no se burocratiza. No abandonó su oficina en el Boletín de la Universidad de Chile, pero abrió sus puertas a cuanto poeta provinciano descendió de un bus en Plaza Almagro, o como yo —para no pasarse ni perderse— se vinieron caminando desde la Estación Central. Algunos darían cuenta de nuevos suscriptores para «Orfeo», otros entregarían colaboraciones, muchos simplemente vendrían a conocer al poeta. Allí se fraguaron viajes, recitales, publicaciones. Por esos años la Universidad financiaba la bella colección de los premios «Alerce», y a ese aporte a nuestra literatura debería agregarse el reconocimiento por esa oficina de su Casa Central que —Teillier mediante— durante un tiempo hizo de consulado en Santiago de los poetas de Chile. Para que no se me critique un sesgo regionalista, mi última visión de ese lugar: giro la manilla y desde adentro alguien hace fuerza en sentido contrario.
¿Me estarán cerrando la puerta? No, era que salían N. Parra, Waldo Rojas y Jorge Teillier. Y una aclaración para los poetas más jóvenes, que compartieron con él después: no atacamos de frente, hacia la Unión Chica, sino por el flanco derecho, hacia el Indianápolis. ¡Claro que el bar de entonces, en el Santiago de entonces!
"Revista de Libros" de El Mercurio, viernes 3 de junio de 2005
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