viernes, 4 de enero de 2008

"A la mesa con Jorge Teillier", de Ramón Díaz Eterovic




Como en la historia de los mosqueteros, "veinte años después" releo las crónicas que escribió Jorge Teillier durante el año 1981 para el Suplemento Gastronómico del diario El Mercurio. Escuché muchas de las anécdotas que él cuenta en esas crónicas al calor de nuestras conversaciones de entonces y por eso, al reencontrarme con ellas, siento que nuevamente compartimos una mesa; aunque que ya no es en "La Unión Chica", el "Isla de Pascua" o "El Cucú", sino en un bar más grande y generoso: el de la memoria.

Veinte y tantos años atrás. Me parece ver a Jorge Teillier llegar al bar, como emergiendo de la nada, con sus libros y revistas bajo el brazo, atento a los saludos que le prodigan los parroquianos con los que suele conversar. Luego de los saludos de rigor, de las bromas que nunca faltan entre los amigos, lo veo sacar de entre sus papeles, el original -escrito a máquina y con algunas correcciones manuscritas en sus bordes- del último poema que ha escrito. En otras ocasiones, lo que comparte es la traducción de algún poeta francés o su comentario acerca un libro que ha leído o que ha visto en una librería de viejo, y que recomienda comprar.

Una tarde, a fines del año 1980, época en que escribía mis primeros cuentos y procuraba conocer a otros escritores con quienes compartir mis inquietudes literarias, llegué al Bar Unión o La Unión Chica, ubicado en el barrio cívico de Santiago, a un costado del majestuoso Club de La Unión. Es un lugar con mesas de madera, jugadores de dominó y puerta de vaivén, en el que algunos escritores se reunían en torno a "la mesa de los poetas" como, con mezcla de humor y fraternidad, la llamaban los mozos del lugar.

Junto a esa mesa encontré a Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Eduardo Molina, Iván Teillier, Carlos Olivárez, Roberto Araya, Álvaro Ruiz, Juan Guzmán Paredes, Aristóteles España, entre otros poetas y escritores con quienes pasé a compartir la vieja mesa que nos acogía para conversar de poesía, fútbol, pugilismo, revistas de cine; de los chismes literarios de esos días, pobres y oscuros, como todo lo que nos rodeaba más allá de la atmósfera del bar. Aquella mesa fue el centro de nuestras reuniones, de un sinfín de charlas interminables, registradas en una bitácora con tintes humorísticos que Jorge Teillier custodiaba celosamente y que después de su muerte se encontró en la biblioteca de su casa en La Ligua. Durante toda la década de los años ochenta y parte de la siguiente, el grupo de "los escritores de La Unión Chica" nos reunimos casi a diario, buscando la complicidad de los amigos, creando un espacio donde era posible hablar de literatura, compartir los libros que uno y otro publicaba o idear proyectos literarios, como lo fueron la antología Nueva York 11 que publicó la Editorial Galinost; o la revista La Gota Pura, que identificó a quienes ahí nos juntábamos, y también, por qué no decirlo, a muchos otros escritores que vivían en las provincias o lejos de Chile.

Santiago se movía entre los límites del toque de queda y por lo tanto las tertulias de la Unión Chica siempre eran a la luz del día y pocas veces se prolongaban hasta que la noche introducía su nariz por el vaivén incansable de la puerta del bar. Era el tiempo de "la lluvia ácida" que menciona Carlos Olivárez en su libro Combustión Interna, y para quienes éramos aprendices de escritores, ese bar fue un punto de encuentro con imprescindibles maestros; una singular e inolvidable escuela literaria y de vida. De entre todos aquellos maestros, indudablemente era Jorge Teillier el principal, por su maravillosa poesía y porque tenía un modo sutil de enseñar, sin estridencias ni ostentaciones. Era un maestro sin pretensión de catedrático y lo que aprendíamos era lo que fluía espontáneamente de sus diálogos, donde siempre había un momento para desentrañar los misterios de esa poesía que, como señala en uno de sus poemas: "debe ser una moneda cotidiana y debe estar sobre todas las mesas, como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo".

El poeta Rolando Cárdenas, querido e inseparable compañero de Teillier, solía decir: "el bar es mi segunda casa". Y con su sabiduría patagónica, no dejaba de tener razón. La Unión Chica era algo más que un punto de encuentro habitual. En él, los viajeros de otros países y los que venían de las provincias, como Jorge Torres Ulloa o Ramón Riquelme, ubicaban a Jorge Teillier y a otros escritores; se recibían cartas de países remotos, recados telefónicos y se celebraban los cumpleaños o las publicaciones de los que ahí se reunían. Una aproximación a lo que era el "Bar Unión" la da Jorge Teillier en su crónica "Los bares metafísicos del poeta", donde además, con el don profético de los auténticos poetas, vaticina: "creo que jamás llegaré a los ochenta años ni obtendré, por lo tanto, el Premio Nacional, deseo secreto de todos los escritores chilenos...". Tal vez tenía conciencia de su prematuro final, o sabía muy bien que alguien como él, alejado del poder, jamás tendría ese reconocimiento. Pero eso es un capítulo más de una larga historia de olvidos en nuestra literatura. Lo importante es que hoy la poesía de Teillier está más viva que nunca y nos sigue iluminando, mientras nos recuerda: "Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni para los iniciados. Es para la niña que nadie saca a bailar, es para los hermanos que afrontan la borrachera y a quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos".

Fue en esa época cuando Jorge Teillier nos contó que escribía una serie de artículos sobre comida y literatura para el Suplemento Gastronómico de El Mercurio, respondiendo a la solicitud de Enrique Lafourcade. Probablemente fue su primer trabajo remunerado después de su exoneración de la Universidad de Chile, donde -durante cerca de dos décadas- trabajó en el "Boletín de la Universidad de Chile", publicando textos tan significativos como "Los poetas de los lares" que, con el tiempo, devino en texto obligado para el análisis de algunos de los poetas de su generación, como: Efraín Barquero, Alberto Rubio, Carlos de Rokha y Rolando Cárdenas. Su colaboración para el Suplemento Gastronómico también se extendió a la recopilación de poemas de autores chilenos y a la traducción de textos de Francis Ponge, Arthur Rimbaud, James Laughlin y Charles Baudelaire, publicados en la sección "La Lira Gastronómica".

Sus artículos, que comenzaron a publicarse el año 1981, tienen el indiscutible sello poético y nostálgico que caracteriza a los escritos de Teillier, unido a su prodigiosa memoria y su amplio conocimiento de la literatura de todos los confines. Al leerlos, reconocemos en ellos anécdotas que vinculan las comidas y bebidas al mundo de la literatura, al espacio mágico de su infancia provinciana, y a ciertas expresiones culinarias a las que él se acercó en sus andanzas por los bares santiaguinos o en sus viajes por España, Perú y Panamá. De éstos países, a los que se refiere en varias de sus crónicas, eran el Perú y Panamá los que evocaba con más cariño. El primero lo asociaba a su admiración por la poesía peruana -Javier Heraud, César Moro, Antonio Cisneros- y a los recuerdos de su hija Carolina que vivía y vive aún en Lima, compartiendo la suerte de su madre, Sibila Arredondo, presa desde hace muchos años en las cárceles peruanas. En cuanto a Panamá, y además de las cosas que evoca en su crónica "El Gallo Pinto", solía mencionar al cuatro veces campeón mundial de boxeo, Roberto "Mano de Piedra" Duran, con quien compartió una tarde de cervezas en el hotel donde ambos alojaban.

Que estas crónicas estén marcadas por múltiples referencias literarias no es de extrañar. Su quehacer cotidiano -al igual que su poesía- estaba permanentemente conectado con el mundo de sus escritores y sus lecturas predilectas. El Jorge Teillier que conocí no se relacionaba con la comida a la manera pantagruélica de Pablo De Rokha y otros poetas manducadores, sino que prevalecía en él esa actitud de niño flaco y mañoso que sufría con las comidas que su madre preparaba en Lautaro. "Mis primeros recuerdos sobre comidas no son muy placenteros, pues están relacionados con la obligación de sentarse a la mesa a las horas establecidas" - nos dice en su crónica "Un niño come en La Frontera", y en la que también se encarga de recordarnos que, al igual que otros niños flacos, sospechosos de ser tuberculosos "éramos llevados a la estación del pueblo para aspirar el humo de las locomotoras". Esta distancia hacia la comida era evidente en las reuniones que ocasionalmente organizamos en nuestras casas y también en el Bar Unión, donde no más de un par de veces lo vi compartir los callos a la madrileña o el puchero a la española, "especialidades de la casa" que dan fama a ese lugar.

Algunas de las crónicas incluidas en este libro recrean los itinerarios de Jorge Teillier por los bares, restaurantes y cafés de Santiago: Las Lanzas y Los Cisnes de su etapa como estudiante en el Pedagógico, o los desaparecidos Sao Paulo, Monterrey, Restaurante París, Roxy o El Comercial, de su primera época bohemia en Santiago. No es el recorrido del aficionado a la buena mesa que va en busca de sus platillos preferidos, sino que el del poeta que explora sus posibles materiales; que observa los ambientes "llenos de humo y ruidos como grandes navíos", mientras en su memoria detonan los recuerdos, las referencias literarias, tan importantes como vastas, que lo acompañaban. Es el peregrinar del poeta preocupado por el paisaje humano que sale a su paso y por las anécdotas que le cuentan los amigos con quienes conversa en un bar de Diez de Julio, Vitacura o del centro de Santiago.

Y si de recuerdos literarios se trata, uno de los más profundos y vívido, es el que hace de Pablo De Rokha durante una visita del poeta de Licantén a la casa de los padres de Teillier, en Lautaro. La generosidad sureña parece poca frente a la voracidad del invitado frente a "un ganso con ajo y arvejitas nuevas" y una sandía entera. La crónica tiene un remache especialmente emotivo al recordar Teillier su última visita al poeta, "herido de muerte" después de haberse "comido y bebido todo Chile". Cabe apuntar que en casi todas sus crónicas, Teillier esboza recuerdos sobre poetas y escritores, como Marino Muñoz Lagos, Teófilo Cid, Juan Cameron, Luis Oyarzún, Gabriel Barra, Guillermo Atías, entre otros. Viñetas afectivas, ingeniosas; estampas de una época en que, mucho más que hoy, el quehacer de los escritores estaba asociado a la solidaridad de una buena mesa.

En otras de sus crónicas, Teillier se traslada al mundo de su infancia, al lar provinciano que nutrió buena parte de su poesía. En ellas está el aliento de sus grandes poemas y evocan la casa paterna, la cocina sureña -como una "madre generosa" que preside las reuniones familiares; la inefable emulsión de Scott, y tantos otros detalles que recrean ese ambiente particular, mágico, que constituye una cocina del sur, impregnada por el aroma de la leña que arde en el fogón y el del pan recién horneado. Tampoco está ausente el homenaje a La Isla del Tesoro de Stevenson, una de sus lecturas favoritas de la infancia, que menciona a propósito de las costumbres culinarias de los piratas y el afamado ponche que bebían antes y después de sus arduas jornadas de trabajo.

Muchas de las cosas que cuenta Jorge Teillier en sus crónicas, contienen reflexiones y anécdotas recurrentes en sus conversaciones. Leí algunas de ellas en sus versiones originales, y una en particular: "Magallanes o el buen comer" nació al correr de una de nuestras charlas sabatinas. Una tarde, reunidos en el Red Bar de la Alameda, Teillier manifiesta su inquietud sobre el tema de su próxima crónica. ¿Por qué no escribes sobre la comida en Punta Arenas?, le pregunté, y uní a la interrogación algunos recuerdos sobre las comidas de mi infancia: los asados de cordero, el jam de ruibarbo, el sabroso pejerrey magallánico. Teillier anotó dos o tres cosas en unas servilletas de papel, y más tarde, reelaboró la información para convertirla en la crónica que se incluye en este volumen.

Sin duda, es valioso y necesario el rescate de estas crónicas. Ellas nos permiten conocer otra faceta del poeta lúdico y sensible que fue Jorge Teillier, y aquilatar su generosa relación con los escritores y parroquianos que conoció en sus andanzas. Recuerdos de infancia, de lecturas y viajes; estampas de escritores, evocaciones de algunas horas junto al mesón de un bar. Leer estas crónicas es otra oportunidad de sentarse a la mesa con Jorge Teillier, para beber una copa de vino y luego dejar que la charla fluya por los cauces siempre insospechados de la memoria.



Santiago, 12 de julio de 2002






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