V
a Gabriel Barra
Un desconocido
nace de nuestro sueño.
Abre la puerta de roble
por donde se entraba a la quinta de los primeros colonos,
da cuerda a relojes sin memoria.
Las ventanas destruidas
recobran la visión del paisaje.
Aparecen en los umbrales las marcas
que señalaban el crecimiento de los niños.
Mientras dormimos junto al río
se reúnen nuestros antepasados
y las nubes son sus sombras.
Se reúnen los que partiendo de Burdeos o Le Havre
llegaron a la Frontera por caminos recién trazados
mientras sus mujeres daban a luz en las carretas.
Se reúnen los que fueron contrabandistas de ganado,
ladrones de tierra, dueños de hoteles o almacenes,
bandoleros, pioneros de hachas y arados.
Los que mataron mapuches y aprendieron de los mapuches
a beber sangre de corderos
recién sacrificados,
y fueron enterrados en lo alto de una colina
mientras los deudos se reunían a tomar aguardiente
en el Bajo.
Hablan de su resurrección
los ríos cuyos primeros puentes construyeron,
las herramientas aún guardadas en los galpones,
y los que ahora son partículas de alerce
creen escuchar las campanadas anunciando
el primer incendio
del pueblo levantado con tablas sin labrar
en medio del invierno del fin del mundo.
En los establos y prostíbulos
se entrelazan parejas furtivas.
Se celebran matrimonios en capillas rústicas.
Los hermanos se matan por herencias.
Los hijos volverán cantando canciones de trincheras.
Las carretas cargadas con los sacos de las primeras
cosechas llegan a las bodegas.
El sol quiere alcanzar el árbol de nuestra sangre,
derribarlo y hacerlo cenizas
para que conozcamos a los visibles sólo para la memoria
de quienes alguna vez resucitaremos en los granos de trigo
o en las cenizas de los roces a fuego,
cuando el sol no sea sino una antorcha fúnebre
cuyas cenizas creeremos ver desde otras galaxias.
El silencio del sol nos despierta.
¿De dónde viene ese chirriar de puertas invisibles?
Los visitantes miran la mesa vacía y tratan de decirnos
que hace falta derramar la ofrenda
de vino en las tumbas.
En el corazón de los alerces se apaga un tictaqueo
repitiendo:
“No hay tiempo, no hay memoria”.
Griterío de choroyes
en busca de trigales.
A orillas del río
buscamos huellas.
Rápido parpadeo
de un día de verano
que despierta con nosotros.
nace de nuestro sueño.
Abre la puerta de roble
por donde se entraba a la quinta de los primeros colonos,
da cuerda a relojes sin memoria.
Las ventanas destruidas
recobran la visión del paisaje.
Aparecen en los umbrales las marcas
que señalaban el crecimiento de los niños.
Mientras dormimos junto al río
se reúnen nuestros antepasados
y las nubes son sus sombras.
Se reúnen los que partiendo de Burdeos o Le Havre
llegaron a la Frontera por caminos recién trazados
mientras sus mujeres daban a luz en las carretas.
Se reúnen los que fueron contrabandistas de ganado,
ladrones de tierra, dueños de hoteles o almacenes,
bandoleros, pioneros de hachas y arados.
Los que mataron mapuches y aprendieron de los mapuches
a beber sangre de corderos
recién sacrificados,
y fueron enterrados en lo alto de una colina
mientras los deudos se reunían a tomar aguardiente
en el Bajo.
Hablan de su resurrección
los ríos cuyos primeros puentes construyeron,
las herramientas aún guardadas en los galpones,
y los que ahora son partículas de alerce
creen escuchar las campanadas anunciando
el primer incendio
del pueblo levantado con tablas sin labrar
en medio del invierno del fin del mundo.
En los establos y prostíbulos
se entrelazan parejas furtivas.
Se celebran matrimonios en capillas rústicas.
Los hermanos se matan por herencias.
Los hijos volverán cantando canciones de trincheras.
Las carretas cargadas con los sacos de las primeras
cosechas llegan a las bodegas.
El sol quiere alcanzar el árbol de nuestra sangre,
derribarlo y hacerlo cenizas
para que conozcamos a los visibles sólo para la memoria
de quienes alguna vez resucitaremos en los granos de trigo
o en las cenizas de los roces a fuego,
cuando el sol no sea sino una antorcha fúnebre
cuyas cenizas creeremos ver desde otras galaxias.
El silencio del sol nos despierta.
¿De dónde viene ese chirriar de puertas invisibles?
Los visitantes miran la mesa vacía y tratan de decirnos
que hace falta derramar la ofrenda
de vino en las tumbas.
En el corazón de los alerces se apaga un tictaqueo
repitiendo:
“No hay tiempo, no hay memoria”.
Griterío de choroyes
en busca de trigales.
A orillas del río
buscamos huellas.
Rápido parpadeo
de un día de verano
que despierta con nosotros.
1 comentario:
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