No recuerdo bien cuando conocí a Jorge Teillier, sino por unas borrosas imágenes que aún guardo fichadas para su elaboración posterior. Allí vislumbro un ejemplar de los premios CRAV que hojeo desaprensivamente en clase de francés. Su escritura me sorprende; por alguna razón en aquellos años de curiosidad e ignorancia, la considero poética. Las aguas cambian de color. Una barca negra se acerca. Pero no son las negras aguas del símbolo de la muerte, sino el montaje de dos detonaciones lo que produce ese efecto, ese desaliento. Y sin embargo aquella escritura de más rica figuración no logra llevarme a los campos donde pasta el logos. Siempre guardo sus poemas en secreto, por temor a quienes pudieran indicarme que tal expresión no correspondiera al verdadero oficio.
Una segunda imagen se reproduce en el Refugio López Velarde. Es una fotografía fechada en abril de 1979, en la cual comparto con Jaime Goycolea, Rolando Cárdenas, María Angélica Selman y Jorge Teillier. Su autora, Leonora Vicuña, se ha subido a una silla para destacar las dos botellas de Santacarola blanco que bebemos en atento conversatorio, a juzgar por los rostros. Atrás un calendario traiciona mis afirmaciones: 1978, un 78 tres o cuatro veces repetido, Jorge luce de perfil, sano, brillante; de chaqueta y camisa negra sonríe a un punto intermedio entre Rolando y Jaime. La cámara oscura nos rescata y fija en el tiempo acusando la piel de la desidia. Pero antes, un rato antes, a fines de la década anterior, la de Tlatelolco, Los Beatles, la de mayo del 68 y Viet-Nam y el triunfo de tanta y tanta revolución, le pregunto, “¿tu padre también es Teillier?”; “¿crees que soy huacho?”, contesta. Cuando preside la mesa no se habla de metáforas, ni de asuntos trascendentes; menos aún de seudónimos. Sólo el fútbol, el tango y el juego de palabras puede compartir el ruido de las copas.
En las sombras aparece vinculado a León Ocqueteaux, el de Cuerno de Caza, el de los Pájaros 1943 ¿Qué será del andino y dulce guatón Ocqueteaux? A través de él, creo, llegó a la Unión Chica donde los viejos veteranos del setenta y tres proclaman la independencia de cualquier cosa.
Poco después, movido por el amor y los Ferrocarriles del Estado desciendo en Talca para estirar las piernas. Hace frío; el andén solitario y nocturno invita a la reflexión. Alguien, en iguales menesteres, camina en dirección contraria. Es Jorge, quien invitado por la Ilustre (la de esos tiempos) Municipalidad de Chillán, viaja a la inauguración del mural de Escames. Con algunas botellas -no las de más arriba- compradas en el coche comedor, continuamos viaje bien hablando de Esenin, de las mujeres y de sus hermanos boxeadores. En Chillán quiere bajarme. Me niego; otros asuntos me arrastran más al sur. Insiste: estará lo mejor las diestras cabezas de una generación dispersada. Más nunca bajé en Chillán. Gracias, le digo ahora a ese muchacho de 35. Nadie jamás se salva. El nombre de aquella lo borré bajo las vías férreas como todo lo pasado bajo el cuerpo.
Regreso a Chile a comienzos del 77. Desde allí la poesía nos ha reunido en diversos eventos: en el triángulo de las Bermudas, en Temuco, en cierto homenaje a Nicanor, a través de una línea telefónica entre la Sociedad de Escritores y la Clínica Suecia. Aquellas, y ninguna otra, son las mejores vinculaciones. Pero tampoco ahora paso en sus territorios. Algunos compartimos esas libaciones: Álvaro Ruiz, Aristóteles España, Enrique Valdés. Pero esos lares no son los mismos de la página en blanco. Aquellos se encontrarán en ciertos “trilces”, Pérez, Embry, Quezada, en otros posteriores, Rosabetty Muñoz, Sergio Mansilla, Mario Contreras Vega, Elicura Chihuailaf, Ramón Díaz Eterovic, unos pocos más. No importa. O el mundo es de los mejores o estamos en el mejor de los mundos. Tal vez no sea sino una manzana. En todo caso, salud Jorge. Mañana será otro día.
en Revista Contramuro, 1987.
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