Introducción
Hacia mediados del siglo pasado, como es sabido, la Araucanía era una tierra incógnita enclavada en territorio chileno. Sin embargo, por ella se aventuraron numerosos viajeros extranjeros, algunos de los cuales dejaron notables testimonios escritos. Entre ellos consideraremos a tres muy disímiles y cuya vivencia histórica y humana tiene el valor de haberse efectuado antes de la pacificación. Estos viajeros son el venerable sabio polaco Ignacio Domeyko –tan ligado a nuestra Universidad, de la cual fue Rector– que fue hacia la Araucanía guiado por intereses científicos y éticos; otro, el joven norteamericano Edmond Reuel Smith, astrónomo y marinero, que viajó guiado por el interés de conocer personalmente a los descendientes de los héroes de Ercilla; y un tercero, el alemán Paul Treutler, aventurero, trotamundos, iluso y empecinado buscador de vetas de oro y plata y tesoros enterrados en el corazón de la Araucanía [1].
A los tres los unía un grado superior de cultura, un afán de saber, que los hace entregar una imagen del araucano que podríamos llamar "no comprometida" frente a la del chileno, en general deformada por la indigenofilia o la indigenofobia. Así ha resultado que en la mayoría de las historias y aún textos escolares, se presenta la historia de la pacificación de la Araucanía y su incorporación a Chile, como una lucha que seguía el clásico esquema de la civilización reduciendo la barbarie. Sin embargo, a través de los viajeros extranjeros, nos llega el araucano viviendo en paz, con una vida sedentaria, y un grado de civilización, en cuanto se refiere a vida doméstica, utilización de recursos naturales y nivel de vida, muchas veces superior al término medio del campesino de la zona central. Creemos que el problema araucano sigue vigente en nuestros días, aunque con distintos caracteres que en el siglo pasado, por supuesto; y que para su mejor comprensión es preciso acudir al conocimiento de cuáles son su tradición y su herencia de modalidades de vida, así como cuáles fueron sus relaciones con los chilenos. No creemos equivocarnos si decimos que aún en la actualidad, para el chileno medio, y especialmente para el habitante de la Frontera, el indio es un ser mirado como flojo, borracho y ladrón [2]. Claro está que esto tiene su reverso en la consideración del araucano para el “huinca” al que califica como dominante, autoritario, salteador, explotador, ladrón y “bueno para engañar” [3]. Al revés, la generalidad de los testimonios extranjeros coinciden en la alabanza del indígena, en una forma que a veces linda con lo que nos parece desmesura del Dr. Nicolás Palacios en su Raza Chilena. Tal vez esto se debió al ángulo de desinterés con que lo enfocaron los extranjeros, mientras que el chileno no se enfrentaba a un problema, y por otra parte, más allá de las líricas alusiones a los araucanos de Ercilla, el chileno ha contado desde temprano con un complejo de blanqueamiento, que consiste en ocultar el abierto mestizaje y la existencia de prejuicio racial en nuestro país. Esto es más notable en la región de la Frontera, en donde el problema se complica con intereses económicos de apetencia por la tierra del indígena, al que se le desea seguir despojando. Sin embargo, la Frontera, esa zona tan característica de nuestro país, que cuenta con su propio espíritu y mitos y con una gesta en nada inferior a la del Far West, que no fue captada por impermeabilidad mental de nuestros historiadores y literatos de su tiempo (exceptuando algunos poetas), es una creación conjunta del colono y pionero chileno, del inmigrante europeo y del mapuche. Pero volvamos a nuestro tema particular.
Antecedentes sobre gente y territorio
Se sabe que desde 1810 hasta 1883 los araucanos vivieron en virtual independencia con respecto al Gobierno de Chile (al que llamaban "el Señor Gobierno"), así como desde el Parlamento de Negrete (1726) la mantuvieron con respecto a España, existiendo una paz que se alteraba sólo por excursiones de tribus nómades o choques con tropas fronterizas; y más tarde, seriamente por la guerra de la Independencia y la Guerra a Muerte (prolongada hasta 1826, y seguida por las incursiones de los Pincheira hasta 1832), en los cuales participaron los araucanos en su mayoría junto a los realistas. Claro que a esta lucha (como a la masa inmensa del pueblo chileno) no los llevaron mayores consideraciones políticas o filosóficas, sino el inmediato interés por el saqueo y el pillaje. Terminadas estas alteraciones, el Gobierno chileno no siguió una línea oficial de avance hacia la Araucanía, manteniendo para seguridad de la Frontera la política de subvencionar a algunos caciques (los "capitanes de amigos" [4]), e instalar algunos fuertes. En 1845, fecha de la visita de Domeyko, la Frontera se mantenía por el norte a lo largo del Bío-Bío, corriéndose unas treinta leguas por la costa, pasando por el fuerte de Arauco hasta las inmediaciones del de Tucapel, y continuando por los fuertes de Nacimiento y Santa Bárbara hasta los Andes, mientras por el sur la señalaba el río Cruces. En esta extensión se abarcaban parte de las actuales provincias de Arauco y Bío Bío, las de Malleco y Cautín y parte de la de Valdivia, con una superficie de unos 40.000 kms. cuadrados y una población que se puede calcular en alrededor de 60.000 habitantes [5].
El impulso guerrero del pueblo araucano se desvió luego hasta las pampas argentinas, ricas en ganado (recordemos que para el mapuche "cullín", o sea el dinero, significa ganado, así como "pecunia" entre los antiguos latinos), lugares hacia donde ya incursionaban en el siglo XVII, y en donde tradicionalmente comerciaban. El más poderoso jefe de las pampas, llamado "el Emperador de la Pampa", Calfucurá, que derrotó en batallas campales a los argentinos, y asoló la provincia de Buenos Aires, llegando a movilizar hasta 5.000 lanzas, era originario de la Araucanía chilena, así como era de Boroa –también chileno– su antecesor en Salinas Grande, el cacique Rondeau.
En su "Malú Mapu" (Tierra de las Lluvias") los mapuches chilenos llevaban una vida de pastores, agricultores y comerciantes. Dos caminos principales recorrían la Araucanía, vinculando Concepción con Valdivia, y por ellos transitaban los mercaderes chilenos con su comercio de trueque, especialmente de licores por ganado y productos derivados. Ya en el siglo XVIII se había importado a la Araucanía más de 50.000 arrobas de vino (unos 600.000 litros), lo que prueba cómo el mapuche era efectivamente, según el dicho de Paul Treutler, "un gran admirador de Venus y de Baco". El mapuche vivía en un estado de "comunismo moderado" (para usar una expresión de Fray Félix de Amberga [6]) en que existiendo propiedad privada sobre habitación y bienes, la tierra y las aguas pertenecían a la colectividad. Mantenía su condición de guerrero y buen jinete y llevaba su vida hasta la llegada del momento en que en la canoa mortuoria debía viajar hacia el oeste, llevando su caballo y óbolos para el barquero de la muerte. Conservaba muchas de sus costumbres bárbaras (quema de brujas, por ejemplo) pero atemperadas por el gradual contacto con la civilización, de cuyas ventajas tenía conciencia. Así Edmond Reuel Smith habla del cacique Yevulcan, que vestía a la europea junto a los suyos, comía en mesas y dormía entre sábanas, y hasta el fiero Quilapán, último cacique rebelde, mantenía un preceptor chileno para sus dos hijos. La unidad política entre los araucanos no existía, y las divisiones entre ellos eran dictadas por el medio geográfico. Sin embargo, solían reunirse, sobre todo los arribanos (habitantes de las tierras altas desde Renaico a Temuco) en caso de peligro de guerra, en parlamentos tras los cuales se confederaban. Entre ellos mismos solían haber rencillas y luchas, pero en general lo hicieron atizados por las discordias intestinas chilenas, como en las guerras civiles de 1851 y 1859, en las cuales apoyaron a los revolucionarios. Y cuando más tarde se alzaron contra la dominación chilena fue por la exacerbación por los abusos de las autoridades, los colonos y comerciantes inescrupulosos y los tinterillos. Así, el Presidente Santa María al informarse de las causas de la sublevación de 1881, exclamó: "Lo raro es que con todos estos abusos los indios no se hayan sublevado antes" [7].
Cuando el Gobierno se decidió a incorporar la Araucanía fue después de 1860. Como siempre, se suscitó la polémica entre los que pedían la supresión de todo problema por medio del exterminio del indio a la manera norteamericana (predicamento adoptado luego por los argentinos); los que pedían la incorporación pacífica; los que abogaban por la ocupación militar y reducción por la fuerza, seguida de incorporación a la nacionalidad (tesis triunfante) hasta los que preconizaban simplemente desentenderse de tan oneroso problema. Sobre estos planteamientos y su validez, lanzan singular luz los libros de los viajeros que ahora tratamos.
Un sabio polaco entre los araucanos
Don Ignacio Domeyko, el físico y mineralólogo polaco tan vinculado a nuestro país por sus estudios científicos, y a nuestra Universidad de la cual llegó a ser Rector, visitó la Araucanía en 1845, y el resultado de las observaciones de su visita "eminentemente cristiana y bienhechora" como la califican los editores de su libro, fue publicada en Araucanía y sus habitantes (1846). El sabio polaco deseaba conocer la geografía física y riquezas del territorio, así como informar sobre la manera de vida y posibilidades de incorporación al país de los araucanos, a los que particularmente deseaba conocer tras la lectura del poema de Ercilla (el mismo caso de Reuel Smith), lo que prueba cómo un poema épico puede influir en las consideraciones hacia un pueblo. En este sentido, el araucano tuvo el privilegio de tener su epopeya, que sirvió para invocar su defensa, a veces retórica (recordemos que se les alude como nuestros antepasados en los textos de la independencia y hasta en la Canción Nacional), mientras que los indígenas argentinos sólo contaron con enemigos literarios, empezando por Echeverría, Sarmiento (que llamaba a exterminarlos con la mayor presteza posible)[8] y José Hernández. El relato de Domeyko empieza con la descripción de límites y configuración física de la Araucanía, en la cual se detiene amorosamente. Habla de los tres grandes ríos que la surcan; el Bío-Bío, el Imperial y el Toltén, y curiosamente describe al Bío-Bío "ancho y majestuoso, con lentitud y gravedad chilena, engalanado con una vegetación lujosa y amena". En la parte del Bío-Bío, dice, están "Rere con su campana de oro, Hualqui, Florida y un sinnúmero de pequeñas propiedades, que no por ser pequeñas dejan de agradar como si fueran moradas de ostentosa opulencia". Morosamente habla de la vegetación: "el roble, no menos imponente que en las riberas de Dnieper, con maderas que igualan en calidad a las encinas de Inglaterra y Norteamérica. El pesado y duro raulí, el fragante laurel, el pintoresco lingue con sus hojas correosas, el hermoso peumo con sus encarnadas chaquiras... la luma cuya flor blanca y rosada corteza hace el contraste más lindo con el verde de sus hojas... Al pie y al abrigo de esta vegetación vigorosa y tupida se cría otra más tierna, que parece pedirle el apoyo de sus robustas ramas. Aquí abunda el avellano vistoso y lucido... con él se halla asociado el canelo, tan simétrico en el desarrollo de sus ramas casi horizontales, tan derecho y lustroso en su espesa hoja. En ellos, por lo común sube y entre sus flexibles troncos se entrelaza la más bella de las enredaderas, tan célebre por su flor encarnada, el copigüe, mientras de los más profundo de sus sombras asoman a la luz de las pálidas hojas del helecho y miles de especies de plantas y de yerbas, que no abrigan en su seno a ningún ser ponzoñoso, ninguna víbora o serpiente temible al hombre. Y luego, "Los bosques, los coligües que transforman la selva en un espeso tejido de caña con hojas afiladas para hacer lanzas; la quila, los pastales como si en medio de aquel excesivo lujo de vegetación, aún las yerbas y pastales se convirtiesen en árboles..." Y después, "el esbelto, gigantesco pino de piñones, la araucaria..." ¿No nos parece de pronto leer a la Mistral en sus "recados" sobre el trópico frío y a Neruda en algunos poemas del Canto General? Domeyko habla de los caminos usados para recorrer la Araucanía especialmente el camino de la pampa hacia la Otra Banda en donde observó que: "profundas huellas de caballos quedan impresas en la dura escoria del volcán, que en vano ponía barreras a sus correrías feroces", pues era éste el camino usado por los pehuenches, a los que Domeyko vio arruinados por sus correrías con los Pincheira, reducidos a unas pocas tribus cuyo jefe quería buscar la amistad con los chilenos, contentándose con un pequeño tributo de sal y de frijoles que le solía pagar la gente que iba a buscar sal a su territorio.
Luego, el importante camino de la costa, desde San Pedro, Arauco, Tucapel Viejo, Tirúa ("patria de la incomparable araucaria, en donde pasé una deleitosa noche en pedregoso suelo"). En Tirúa, era fama, se había jugado a la chueca entre dos bandos contrarios, la vida del Obispo Marán, sorprendido en un viaje, ganando los partidarios del Obispo. Tal costumbre no parecía extinguida en absoluto, pues poco antes de la visita de Domeyko, refiere él mismo, para solucionar el diferendo de si se reedificaba o no un templo en Tucapel, se entregó la decisión a la chueca (1835) ganando después de tres días los partidarios del sí. Grandes aficionados al juego del azar parecían ser los araucanos. Edmond Reuel Smith los ve jugando a las habas durante horas, ayudándose de toda clase de conjuros y ensalmos; a la rayuela, contra comerciantes chilenos y también a la chueca. Su espíritu de deportista yanqui lo lleva a afirmar que el juego se parece al hockey y que cree que un equipo cualquiera de colegio norteamericano podría ganarle a los mapuches un partido.
De Tirúa, dice Domeyko, se pasa al Toltén, y luego al estero de Queule, en donde estaban los mayores obstáculos del camino, por los pantanos y coliguales que era preciso abrir a machete, y donde sufrían las mayores pérdidas de animales los comerciantes que de Valdivia y La Unión iban a Concepción. Este sendero lo sufrió Paul Treutler, el que se admiró de la pericia de los araucanos para atravesarlo, y de las mil dificultades que lo ponían en constante peligro de perder por lo menos un ojo en las ramas. En Imperial contempló Domeyko "un país que no tiene nada de bárbaro o salvaje: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y paz" (p. 33). Vio Domeyko a los indios en paz, y afirma que "orden, disciplina y severidad parecen reinar en el interior de las familias, los hijos sumisos a sus padres, las mujeres ocupadas, unas de cuidar los chicos, otras en el servicio de la cocina, otras continuamente hilando y tejiendo ropa".
Al observar y tomar contacto con los indios, Domeyko declara que en general entre la plebe de las provincias del norte de Chile hay caras mucho más indias y más cobrizas que entre la nobleza araucana. Sobre el modo de vida, declara que el indio chileno es agricultor por naturaleza y por la naturaleza física del país; celebra la espaciosa ruca del araucano, "cada una de las cuales es independiente y respetada como un reino", los huertos de repollo, maíz, garbanzos, papas, linazas y las sementeras de trigo y cebada, bien cultivado y cercado todo, así como el hermoso ganado, y las caballadas de las cuales algunos caciques tenían hasta 400 ejemplares. El mapuche había adoptado el arado y no empleaba el riego artificial, por la abundancia de las lluvias. Los de la costa sabían aprovechar el marisco y las algas comestibles, así como la sal. En cuanto al carácter del araucano, Domeyko los pinta en estos términos: "El indio, en tiempos de paz, es cuerdo, hospitalario, fiel en los tratos, reconocido a los beneficios, celoso de su propio honor. Su genio y sus maneras son más suaves, y casi diré más cultas, en cuanto a lo exterior, que las de la plebe en muchas partes de Europa. Grave y muy formal en su trato, algo pensativo, severo, sabe respetar la autoridad, dispensando a cada cual el cariño y acatamiento que le corresponde. Pero, en general, parecen como pesados, perezosos, golosos, propensos a la embriaguez y al juego".
"Los chilenos –apunta Domeyko– los tienen por traicionero, bárbaro y crueles, cuando los han tratado sólo en tiempos de guerra; sin pesar que representan lo que fueron nuestros antepasados antes del cristianismo, y lo que somos nosotros cuando las pasiones, el egoísmo y la malicia se nos atraviesan".
La determinante del carácter moral de Domeyko es su religiosidad que determina que su actitud frente al problema del araucano independiente, sea un tanto ingenua frente a la realidad. Ve a la Araucanía en decadencia, sin un poder político central, con un poder minimizado de ulmenes y parlamentos y sin recuerdos de sus glorias (hecho que también constata Smith: los recuerdos históricos de los araucanos no llegaban sino hasta la guerra de la independencia o cuando mucho, a la destrucción de las siete ciudades cuyas ruinas conocían). Para Domeyko, y la práctica lo demostró, para incorporar la Araucanía, no habría problemas de vías de comunicación, fáciles de desmontar. La naturaleza física del país era continua. Alaba (como Treutler) el suelo feraz y cultivable, la más bella cultivación selvática libre de toda fiera y animal ponzoñoso (en esto linda con la exageración).
La teoría de Domeyko era que la reducción del indio debía consistir en una misma unión con la familia de los chilenos, mediante una civilización moral y religiosa y no una conquista, aduciendo que ni los militares ni los comerciantes llevarían las ventajas de la civilización a los araucanos. Una bella teoría que preconizaban también los misioneros, pero que no se llevó y probablemente era imposible de llevar a la práctica. Treutler, protestante, que sin embargo alaba a los misioneros, señala que las misiones ejercían mínimamente una influencia entre los araucanos, y por lo demás, contaban con escasos recursos del Gobierno. Y al parecer, los araucanos enviaban sólo a sus hijos por interés a ellas. En cuanto a Smith, cree que para los araucanos sólo significaban una avanzada de la población y usurpación consiguiente.
El viaje feliz de E. R. Smith
Pasemos a la simpática figura de E. R. Smith, el "pichi huinca", como lo llamaron los araucanos por su pequeña estatura. "El 4 de enero de 1853, impulsado por el amor de la aventura, salí de Concepción para visitar aquel campo clásico de la historia chilena: la Araucanía", así empieza su relato. Smith había llegado a Chile en la Expedición Naval Astronómica enviada por el Gobierno de Estados Unidos a cargo del teniente James M. Gillis, la cual pasó a ser la base del actual Observatorio de la Universidad de Chile. Una vez terminados los objetivos de esta Expedición, Smith decidió expedicionar hacia el terreno indígena, para lo cual se trasladó a Los Ángeles, en aquellos tiempos una villa de unos 3.000 habitantes. Allá esperaba reunir informaciones sobre los indios, pero las ideas que se tenían sobre ellos eran muy vagas. Casi todo el mundo intentó disuadirlo de su empresa, calificada de riesgosa para sus bienes y su vida. De este predicamento participaba el mismo Intendente de la provincia, el que sin embargo le dio todas las facilidades a su alcance, incluso un guía, gran conocedor del territorio y de su gente, llamado Pantaleón Sánchez, a la vez que le extendió un pasaporte para cruzar el Bío-Bío, pues los caciques, celosos de su independencia, lo exigían, así como el pago de ciertos derechos de pasada. Para conocer a indígenas en su estado más puro, y no civilizados como los que vivían a lo largo de la costa entre Arauco y Valdivia, se aconsejó a Smith seguir el camino del interior de la Araucanía, para lo cual debía cruzar por las posesiones de Mañil, el famoso jefe amigo de los realistas. Como era hostil a los chilenos, debió Smith hacerse pasar por español, hijo de un comerciante amigo de Mañil: Eduardo Vega; y por comerciante él mismo. Así lo vemos aperarse de los implementos de viaje, de los cuales el más indispensable era el almofrej, así como de las mercaderías apetecidas por los mapuches: paño rojo afranelado, pañuelos para la cabeza, dedales, trompas, cascabeles, cuentas de colores, añil, y last but not least, charreteras para Mañil. Al adentrarse en "la tierra", Smith nos dice que su primer contacto con los indios lo sorprende, pues no eran taciturnos ni indiferentes estoicos, sino al contrario, "vivos, habladores y en extremo novedosos", en especial los niños, que por lo demás nunca eran castigados físicamente por sus padres, porque existía la creencia de que el castigo era degradante y los privaba de valentía e iniciativa. Eran muy estimados los oradores, al punto de que según Smith, "cualquier joven que posee cierta facilidad de palabra puede aspirar a una alta posición" (esto parece haberse transmitido a los políticos chilenos de la actualidad). Declara con cierto escepticismo que la belleza de los discursos indígenas puede ser más bien obra de los traductores, pero se sorprende y hace traducir –más tarde– una hermosa invocación de su guía indígena Trauque (llamado así por su inmoderada afición al "trafquin" o sea, al trueque comercial) que éste dirigió a un aguilucho blanco: "Oh Ñancul, gritó ¡Ser Poderoso! ¡Observad a vuestros servidores, no con el ojo siniestro de la calamidad, sino con el diestro de la fortuna, porque sabéis que somos pobres! ¡Proteged a nuestros hijos y hermanos; velad por nuestra felicidad y permitid que volvamos sanos y salvos de esta empresa!".
Desde su primera visita a una ruca indígena, quedó sorprendido del sentido de la hospitalidad y cortesía; "los mapuches –dice– tienen una etiqueta especial y la observan con la mayor escrupulosidad... y en muchos casos demuestran una crianza digna de naciones más civilizadas" (en esto coincide con Domeyko y Treutler, al cual llegaron a fastidiar soberanamente las interminables ceremonias de salutación al llegar a cada ruca). Describe así la primera ruca que visita, la de su anfitrión, Chancay, que vivía allí con dos mujeres y dos hijos: Panta y Elyape ("El roble que crece en la primavera"): "La casa era rectangular, construida de cañas, con techo de paja y tenía más o menos treinta pies de largo por quince de ancho. Se asemejaba mucho a los ranchos comunes entre la clase pobre chilena. En medio del techo había un agujero que servía de chimenea... en los tijerales, negros y festoneados de telas de araña, colgaban mazorcas de maíz, trozos de carne, zapallos, cuelgas de ají y una bolsa tejida llena de papas... En medio de estos signos de prosperidad figuraban dos largas lanzas con sus puntas de hierro dirigidas hacia la puerta, listas para el uso, pero estaban enmohecidas, a pesar de hallarse protegidas contra el orín por pedazos de grasa".
La visita más notable de Smith es a Mañil, el respetado jefe de los arribanos, a donde llega, como dijimos, en calidad de supuesto hijo de un amigo español del Cacique, y en tren de comerciante, "porque el comercio es el único objeto de visita que los indios acogen y miran sin recelo" (en calidad de negociante va asimismo hacia los araucanos Paul Treutler, como ya lo veremos). Así describe a Mañil: "Mañín-Huenu", "el pasto del cielo" o "Mañín Bueno" como le dicen los chilenos, era muy anciano –se calcula su edad en noventa o cien años o aún más– pero su aspecto no indicaba una edad tan avanzada. Derecho, pero sin gran vigor, con ojo vivo y penetrante y el cabello poco canoso, podía tomarse por persona de unos sesenta años...". Sin embargo, Smith no deja de mostrar su sorpresa al saber que el cacique tiene 20 mujeres (de ellas una chilena cautiva que no quiere volver entre los suyos es la menor) y muchos hijos de pocos años. Continúa: "Pero hay que confesar que el traje del Gran Toqui no era lo de esperarse, si se toma en cuenta su elevado rango. Llevaba una camisa que no se había lavado por varios meses, un chaleco militar sucio y un poncho sujeto a la cintura, que le envolvía las piernas a manera de pollera; su cabeza estaba amarrada con un pañuelo rojo y amarillo que complementaba su indumentaria. Sin embargo, me fijé que colgada de la ramada había una brida, con freno, cabezadas y riendas cubiertas de adornos de plata maciza y aunque Mañin se considera pobre, doscientos pesos fuertes no habrían pagado todo el metal que usaba para montar a caballo". A este indumento del Toqui contribuyó nuestro viajero con dos charreteras de regalo que sumieron en grande admiración a Mañín, el cual prometióle darle en cambio uno de sus mejores caballos, a la vez que le confirió la distinción de hacerlo compadre (igual distinción concedió un cacique de Mehuín a Treutler, en lo cual vemos la influencia de los usos cristianos).
Prosiguió luego su viaje Smith hasta llegar a las cercanías de Villarrica, pasando cerca de las ruinas de Imperial (hoy Carahue). En los campos observa la costumbre del roce a fuego (similar a la que usaban los indios norteamericanos), por lo cual lamenta y augura la extinción gradual de los bosques. Observa una gran trilla a yegua, y el extendido cultivo de la papa, cuya calidad le hace sugerir que debe ser llevada a los EE.UU. e Irlanda, para librar allí de plagas a la especie. Observa la excelente calidad de la crianza de ovejas, y que el comercio de lana ya se difundía. Ve las casas construidas a orillas de vertientes o riachuelos, las cuales eran abandonadas si éstos se secan, porque el mapuche no cavaba pozos. En cuanto a las comidas y bebidas, nos cuenta que el mapuche "como los griegos a Baco y Ceres, antes de comer derrama un poco de caldo al suelo, otro tanto hace con la harina tostada y cuando va a beber". Es testigo de la fabricación del muday, para su desgracia, pues este conocimiento le impide disfrutarlo (se hacía masticando y haciendo fermentar con la saliva distintos granos: maíz, maqui, molle, quínoa, frutilla) Declara que el trigo, antes que la carne, es el alimento principal en forma de ulpo, caldo, o de una especie de pan con grasa, el "covque". A este respecto, guarda uno de los más gratos recuerdos de su gira, contándonos un episodio que compara al de la vida cotidiana bíblica:
En la mañana fuimos despertados por el ruido especial de las mujeres de la casa moliendo trigo en morteros, acompañado de un suave y armonioso silbido y cantos improvisados:
Estamos moliendo el grano para el forastero/ Que ha venido desde lejos/ Que le plazca por su blancura/ Que le agrade al paladar/ Porque nos ha traído cuentas/ Cascabeles y dedales/ Para podernos adornar.
En su viaje toma contacto con los boroanos, y desmiente la tradición de señalarlos como indios rubios, declarando que incluso sabios viajeros habían sido sorprendidos con este aserto. Dice: "Los boreanos son tan bronceados, feos, sucios y poco civilizados como sus vecinos. Como entre las demás tribus, de cuando en cuando se encuentra un indio de pelo castaño, ojos claros y tez más pálida que la generalidad, que indica una mezcla de sangre blanca; mezclas que son por otra parte más numerosas entre los de Boroa, sin que se note un cambio de aspecto o del carácter de la tribu". Sin embargo, algunos años más tarde, Paul Treutler, que conoció asimismo a boroanos, explica que los araucanos hacían malones para robar vacunos y mujeres. Así la raza araucana está mezclada de tal manera con la española que se puede confundir a muchos indígenas con españoles, y hay muchas mujeres y muchachas de gran belleza entre ellos...". "Los de Boroa, de buena configuración de cuerpo y noble fisonomía se parecen mucho a los alemanes". Treutler era más admirador del físico de las araucanas que Smith, el cual declara que conoció sólo a una muchacha verdaderamente hermosa en su viaje de tres meses, pero que desistió de abordarla cuando la vio entregada a la interesante tarea de matar ciertos ácaros entre sus dientes.
La poligamia entre los araucanos es considerada en forma meditativa por Smith, cuando conversa con un cacique que no queda conforme cuando él le explica que los cristianos se casan sólo con una mujer: "no pudo comprender la razón de esto; los de su pueblo, decía, siempre vivían felices con varias mujeres, lo que no sucedería si la costumbre no era del agrado del Ser Supremo. Cuando recordaba la tendencia polígama de los personajes bíblicos, tuve que reconocer que, según sus luces, no dejaba de tener razón el viejo".
Tanto Smith, como antes Domeyko, y después Treutler, reparan en la dependencia de la mujer araucana, sometida totalmente al varón, y que llevaba el peso de la labores domésticas y agrícolas, reprobando esta situación. Sin embargo, Domeyko trata de justificarla, aduciendo que ella es propia de los pueblos a donde no llega el cristianismo. Parte de estas mujeres eran cautivas chilenas, bien bastante apetecido por el mapuche. Por otra parte, muchos mapuches se quejaron a Smith de que los cautivos hechos por los chilenos no se devolvían en forma recíproca. Según los indios, alcanzaban a varios centenares los cautivos sometidos a dura servidumbre entre los chilenos. Reparó además Smith que los mapuches guardaban buen recuerdo de los españoles, debido, piensa, a que éstos les enteraban de las decisiones reales en parlamentos y los agasajaban, en tanto que las autoridades chilenas los miraban con poco disimulado desprecio.
Al final de su viaje, Smith llegó a pensar en la posibilidad de quedarse en la Araucanía, en donde su amistad con Mañin le procuraría grandes beneficios, y seducido por la vida noble e incitante de las pampas sin límites, en donde se sentía rebosante de salud y de buen humor. Sin embargo, esto no fue sino un deseo pasajero, y no se quedó por mucho tiempo entre los indios, como Simón Rodríguez, que llegó a abarraganarse con una mapuche, y el matemático francés Lozier, que contrajo matrimonio con una araucana de la cual tuvo hijos a los cuales llamó Papa y Zapallo. A su regreso recogió los animales comprados en el viaje de ida, los cuales les fueron entregados con absoluta escrupulosidad, rasgo de honradez que enaltece, así como después lo enaltece asimismo Treutler, y tras despedirse de su amigo Mañin y de sus ahijados, traspuso el Bío-Bío, para volver –como dice– otra vez a la gente de su mundo, no sin dejarnos un testimonio sobre "otro mundo" que merece, sin duda, una reedición.
Las andanzas de Treutler
Cuatro veces se aventuró porfiadamente por la Araucanía Paul Treutler, con el objetivo principal de tratar de ubicar vetas y mantos de oro y plata, así como tesoros ocultos por los españoles, en los cuales creía firmemente. Se proponía, además, explorar el territorio comprendido entre el Calle–Calle y el Toltén, obtener compra de tierras para el gobierno, y rescate de cautivas chilenas. Treutler era apadrinado por las autoridades, e incluso se entrevistó con los Presidentes Montt (al cual encuentra con una subida proporción de sangre negra) y Pérez, los que le prometieron ayuda económica, sin concedérsela. Pero Treutler, que había pasado por mil aventuras en Chile, desde la fiebre de la plata en el Norte Chico, no se arredraba y organizó una expedición con la cual entró a territorio araucano en calidad de comerciante, pues señala que los araucanos odiaban todo lo relacionado con el oro, y a eso atribuye el hecho de que usaran sólo plata para sus adornos. Daba como cierta la existencia de grandes riquezas auríferas cerca de Villarrica, e incluso dice que algunos mapuches con los que entró en trato trataron de revendérsela, pero no pudo llegar por la manifiesta hostilidad de algunas tribus. Para Treutler, la zona era la más rica, agradable y fértil de Chile, y sus informes en este sentido influyeron en el avance colonizador. Además, la más apropiada para la crianza de vacunos y caballares. Su viaje proporciona noticias interesantes sobre el género de comercio con los mapuches, siempre ventajoso –a pesar de los malos caminos y los riesgos– para los comerciantes. Así el apetecido aguardiente (el "toro blanco") proporcionaba una ganancia de ciento por ciento, que se mezclaba generosamente con agua, y un caballo cuyo valor era de $22,50 era cambiado por los indios por dos libras de añil (para teñir la lana) cuyo costo era de $5. Otros artículos de trueque de los mapuches eran, además de ganado, los cueros de vaca, de lobo marino, guanaco o avestruz. La naturaleza lo sorprende con su exuberancia: "No me atrajo tanta belleza de lo pintoresco o de la variedad morfológica, sino que se apoderó de mí un sentimiento similar al que uno tiene cuando contempla por primera vez el mar y observa la inmensa e ilimitada lejanía... Quedé un instante profundamente meditabundo ante esa magnífica naturaleza en la que parecía reinar un silencio sepulcral. Desde el sitio en que me encontraba no se descubría ciudad, aldea, choza o ser viviente alguno. El bosque era mudo y muerto, sólo se advertía la acción de las fuerzas subterráneas en el lejano horizonte por la erupción del volcán (el Villarrica) y en la cercanía se deslizaban las grandes masas de agua de los ríos". En el caserío de Imalfudi describe las chozas sombreadas por enormes manzanos y miles de choroyes y torcazas, de color gris azul, más grandes y más sabrosas que las europeas. Su contacto con esta rica naturaleza deja una impresión casi paradisíaca: cazaba a orillas de ríos abundantes en patos, cisnes y flamencos de bello plumaje; era abundantísima la caza en la zona costera de lobos marinos, huillines, guanacos, zorros, becasinas, pudúes; y los ríos estaban poblados de pejerreyes, truchas y anguilas. Unido a la variedad de árboles, a la riqueza de productos marítimos y de frutos silvestres, no podemos dejar de pensar en cómo la civilización ha ido terminando con toda esta riqueza, y terminando con todas las especies vegetales y naturales, en la forma más criminalmente imprevisora. Fuera de esto, la alimentación de los mapuches era abundante en extremo, de acuerdo a las descripciones de Treutler, tanto en la zona de la costa (donde sufre por la abundancia del cochayuyo en el menú) como en el interior, donde disfruta de los guisos de papa y carne cocida. Junto con Smith, describe la ceremonial ofrenda del sacrificio del cordero, efectuado cada vez que aparecía un huésped: "Uno de los hijos del dueño de casa trajo en seguida un carnero vivo, mientras la mujer mezclaba sal y ají en el estómago. La sangre caliente que manaba le fue ofrecida en un cuerno de vacuno al anfitrión y éste, después de asperjar ritualmente unas gotas en dirección al volcán Villarrica como ofrenda al Pillán, bebió del cuerno y lo hizo circular en señal de bienvenida. "El beber la sangre me costó algún esfuerzo y más de una náusea, pero tuve que hacerlo porque Jaramillo (su guía) me dio a entender que tenía que tomarme todo el cuerno, hecho lo cual me abrazó el indio y nos besamos con lo que quedé bajo su protección".
Treutler visitó especialmente la zona del norte de Valdivia, aún cuando logró internarse hasta Pitrufquén y luego a las cercanías del volcán Villarrica, pero no cumplió con sus objetivos, pues fue acusado de espionaje y estuvo a punto de ser ajusticiado por una tribu boroana que lo sorprendió. A los indígenas más vecinos a la civilización los describe como pacíficos y tranquilos agricultores (alaba la producción de papas y habas) y honrados comerciantes. Además, vendían su tierra al Gobierno paulatinamente, sin oponerse a la civilización, ni a las misiones religiosas -aún éstas daban poco resultado, sobre todo cuando se trataba de combatir la poligamia. Al respecto, Treutler cita al cacique Cariman, de Mailef, aliado de los chilenos, que a los 75 contaba con ocho mujeres y se negaba a convertirse para no renunciar a ellas y poder seguir casándose. Describe a los araucanos como de mucha fortaleza física y como eximios jinetes, muy longevos, y nos dice que no se desfiguraban el cuerpo como la gente de otras tribus, pero se pintaban la cara y el cuerpo en ocasiones de fiestas o de guerra. Deplora el estado de servidumbre de las mujeres, y alaba su limpieza, hacendosidad y atractivo físico, ante el cual no sucumbió, pese a que fue sometido a la dura prueba de dormir con una de las hijas del cacique Railef: "Pero ruego al lector –advierte– que no vea algo inmoral en ello, pues es conocida la absoluta inocencia de esta raza, que castiga con la pena capital el adulterio y la seducción". Terrible prueba debió haber sido para este germano aficionado al bello sexo, que en otra parte de su libro declara haber volado "de flor en flor" entre las damas santiaguinas.
Ve a los indígenas divididos entre los que se iban incorporando a la civilización e incluso se aliaban con los chilenos, y los que mantenían su independencia y costumbres más bárbaras y guerreras. Entre los primeros destacaba el cacique Paillalef, de Pitrufquén, el cual se había construido una casa a la europea y tenía a su servicio a dos carpinteros y un herrero chilenos, así como a un corneta desertor del ejército. Fue testigo de un "machitún", de consejos de índole judicial y le llamó la atención que en el túmulo de los caciques estuvieran los pellejos rellenos con paja de sus caballos, los que movidos por el viento parecía hacer fantasmales cabalgatas nocturnas. En fin, sorprendido en sus intenciones, y ya que los tiempos estaban alborotados, debido a las consecuencias de la revolución del 59, debió regresar a Valdivia, contentándose –como dice– sólo con haber salvado su vida y la de sus compañeros. Así terminan las andanzas araucanas de Paul Treutler, el que debía continuar, sin poder hacer mayor fortuna, por un buen tiempo en nuestro país, lo cual siempre lo recomendó calurosamente a sus compatriotas. Y así termina también este artículo, en el cual procuramos, como ya lo dijimos, entregar a través de estos testimonios, una sucinta visión de lo que fueron en el siglo pasado los últimos araucanos independientes.
Hacia mediados del siglo pasado, como es sabido, la Araucanía era una tierra incógnita enclavada en territorio chileno. Sin embargo, por ella se aventuraron numerosos viajeros extranjeros, algunos de los cuales dejaron notables testimonios escritos. Entre ellos consideraremos a tres muy disímiles y cuya vivencia histórica y humana tiene el valor de haberse efectuado antes de la pacificación. Estos viajeros son el venerable sabio polaco Ignacio Domeyko –tan ligado a nuestra Universidad, de la cual fue Rector– que fue hacia la Araucanía guiado por intereses científicos y éticos; otro, el joven norteamericano Edmond Reuel Smith, astrónomo y marinero, que viajó guiado por el interés de conocer personalmente a los descendientes de los héroes de Ercilla; y un tercero, el alemán Paul Treutler, aventurero, trotamundos, iluso y empecinado buscador de vetas de oro y plata y tesoros enterrados en el corazón de la Araucanía [1].
A los tres los unía un grado superior de cultura, un afán de saber, que los hace entregar una imagen del araucano que podríamos llamar "no comprometida" frente a la del chileno, en general deformada por la indigenofilia o la indigenofobia. Así ha resultado que en la mayoría de las historias y aún textos escolares, se presenta la historia de la pacificación de la Araucanía y su incorporación a Chile, como una lucha que seguía el clásico esquema de la civilización reduciendo la barbarie. Sin embargo, a través de los viajeros extranjeros, nos llega el araucano viviendo en paz, con una vida sedentaria, y un grado de civilización, en cuanto se refiere a vida doméstica, utilización de recursos naturales y nivel de vida, muchas veces superior al término medio del campesino de la zona central. Creemos que el problema araucano sigue vigente en nuestros días, aunque con distintos caracteres que en el siglo pasado, por supuesto; y que para su mejor comprensión es preciso acudir al conocimiento de cuáles son su tradición y su herencia de modalidades de vida, así como cuáles fueron sus relaciones con los chilenos. No creemos equivocarnos si decimos que aún en la actualidad, para el chileno medio, y especialmente para el habitante de la Frontera, el indio es un ser mirado como flojo, borracho y ladrón [2]. Claro está que esto tiene su reverso en la consideración del araucano para el “huinca” al que califica como dominante, autoritario, salteador, explotador, ladrón y “bueno para engañar” [3]. Al revés, la generalidad de los testimonios extranjeros coinciden en la alabanza del indígena, en una forma que a veces linda con lo que nos parece desmesura del Dr. Nicolás Palacios en su Raza Chilena. Tal vez esto se debió al ángulo de desinterés con que lo enfocaron los extranjeros, mientras que el chileno no se enfrentaba a un problema, y por otra parte, más allá de las líricas alusiones a los araucanos de Ercilla, el chileno ha contado desde temprano con un complejo de blanqueamiento, que consiste en ocultar el abierto mestizaje y la existencia de prejuicio racial en nuestro país. Esto es más notable en la región de la Frontera, en donde el problema se complica con intereses económicos de apetencia por la tierra del indígena, al que se le desea seguir despojando. Sin embargo, la Frontera, esa zona tan característica de nuestro país, que cuenta con su propio espíritu y mitos y con una gesta en nada inferior a la del Far West, que no fue captada por impermeabilidad mental de nuestros historiadores y literatos de su tiempo (exceptuando algunos poetas), es una creación conjunta del colono y pionero chileno, del inmigrante europeo y del mapuche. Pero volvamos a nuestro tema particular.
Antecedentes sobre gente y territorio
Se sabe que desde 1810 hasta 1883 los araucanos vivieron en virtual independencia con respecto al Gobierno de Chile (al que llamaban "el Señor Gobierno"), así como desde el Parlamento de Negrete (1726) la mantuvieron con respecto a España, existiendo una paz que se alteraba sólo por excursiones de tribus nómades o choques con tropas fronterizas; y más tarde, seriamente por la guerra de la Independencia y la Guerra a Muerte (prolongada hasta 1826, y seguida por las incursiones de los Pincheira hasta 1832), en los cuales participaron los araucanos en su mayoría junto a los realistas. Claro que a esta lucha (como a la masa inmensa del pueblo chileno) no los llevaron mayores consideraciones políticas o filosóficas, sino el inmediato interés por el saqueo y el pillaje. Terminadas estas alteraciones, el Gobierno chileno no siguió una línea oficial de avance hacia la Araucanía, manteniendo para seguridad de la Frontera la política de subvencionar a algunos caciques (los "capitanes de amigos" [4]), e instalar algunos fuertes. En 1845, fecha de la visita de Domeyko, la Frontera se mantenía por el norte a lo largo del Bío-Bío, corriéndose unas treinta leguas por la costa, pasando por el fuerte de Arauco hasta las inmediaciones del de Tucapel, y continuando por los fuertes de Nacimiento y Santa Bárbara hasta los Andes, mientras por el sur la señalaba el río Cruces. En esta extensión se abarcaban parte de las actuales provincias de Arauco y Bío Bío, las de Malleco y Cautín y parte de la de Valdivia, con una superficie de unos 40.000 kms. cuadrados y una población que se puede calcular en alrededor de 60.000 habitantes [5].
El impulso guerrero del pueblo araucano se desvió luego hasta las pampas argentinas, ricas en ganado (recordemos que para el mapuche "cullín", o sea el dinero, significa ganado, así como "pecunia" entre los antiguos latinos), lugares hacia donde ya incursionaban en el siglo XVII, y en donde tradicionalmente comerciaban. El más poderoso jefe de las pampas, llamado "el Emperador de la Pampa", Calfucurá, que derrotó en batallas campales a los argentinos, y asoló la provincia de Buenos Aires, llegando a movilizar hasta 5.000 lanzas, era originario de la Araucanía chilena, así como era de Boroa –también chileno– su antecesor en Salinas Grande, el cacique Rondeau.
En su "Malú Mapu" (Tierra de las Lluvias") los mapuches chilenos llevaban una vida de pastores, agricultores y comerciantes. Dos caminos principales recorrían la Araucanía, vinculando Concepción con Valdivia, y por ellos transitaban los mercaderes chilenos con su comercio de trueque, especialmente de licores por ganado y productos derivados. Ya en el siglo XVIII se había importado a la Araucanía más de 50.000 arrobas de vino (unos 600.000 litros), lo que prueba cómo el mapuche era efectivamente, según el dicho de Paul Treutler, "un gran admirador de Venus y de Baco". El mapuche vivía en un estado de "comunismo moderado" (para usar una expresión de Fray Félix de Amberga [6]) en que existiendo propiedad privada sobre habitación y bienes, la tierra y las aguas pertenecían a la colectividad. Mantenía su condición de guerrero y buen jinete y llevaba su vida hasta la llegada del momento en que en la canoa mortuoria debía viajar hacia el oeste, llevando su caballo y óbolos para el barquero de la muerte. Conservaba muchas de sus costumbres bárbaras (quema de brujas, por ejemplo) pero atemperadas por el gradual contacto con la civilización, de cuyas ventajas tenía conciencia. Así Edmond Reuel Smith habla del cacique Yevulcan, que vestía a la europea junto a los suyos, comía en mesas y dormía entre sábanas, y hasta el fiero Quilapán, último cacique rebelde, mantenía un preceptor chileno para sus dos hijos. La unidad política entre los araucanos no existía, y las divisiones entre ellos eran dictadas por el medio geográfico. Sin embargo, solían reunirse, sobre todo los arribanos (habitantes de las tierras altas desde Renaico a Temuco) en caso de peligro de guerra, en parlamentos tras los cuales se confederaban. Entre ellos mismos solían haber rencillas y luchas, pero en general lo hicieron atizados por las discordias intestinas chilenas, como en las guerras civiles de 1851 y 1859, en las cuales apoyaron a los revolucionarios. Y cuando más tarde se alzaron contra la dominación chilena fue por la exacerbación por los abusos de las autoridades, los colonos y comerciantes inescrupulosos y los tinterillos. Así, el Presidente Santa María al informarse de las causas de la sublevación de 1881, exclamó: "Lo raro es que con todos estos abusos los indios no se hayan sublevado antes" [7].
Cuando el Gobierno se decidió a incorporar la Araucanía fue después de 1860. Como siempre, se suscitó la polémica entre los que pedían la supresión de todo problema por medio del exterminio del indio a la manera norteamericana (predicamento adoptado luego por los argentinos); los que pedían la incorporación pacífica; los que abogaban por la ocupación militar y reducción por la fuerza, seguida de incorporación a la nacionalidad (tesis triunfante) hasta los que preconizaban simplemente desentenderse de tan oneroso problema. Sobre estos planteamientos y su validez, lanzan singular luz los libros de los viajeros que ahora tratamos.
Un sabio polaco entre los araucanos
Don Ignacio Domeyko, el físico y mineralólogo polaco tan vinculado a nuestro país por sus estudios científicos, y a nuestra Universidad de la cual llegó a ser Rector, visitó la Araucanía en 1845, y el resultado de las observaciones de su visita "eminentemente cristiana y bienhechora" como la califican los editores de su libro, fue publicada en Araucanía y sus habitantes (1846). El sabio polaco deseaba conocer la geografía física y riquezas del territorio, así como informar sobre la manera de vida y posibilidades de incorporación al país de los araucanos, a los que particularmente deseaba conocer tras la lectura del poema de Ercilla (el mismo caso de Reuel Smith), lo que prueba cómo un poema épico puede influir en las consideraciones hacia un pueblo. En este sentido, el araucano tuvo el privilegio de tener su epopeya, que sirvió para invocar su defensa, a veces retórica (recordemos que se les alude como nuestros antepasados en los textos de la independencia y hasta en la Canción Nacional), mientras que los indígenas argentinos sólo contaron con enemigos literarios, empezando por Echeverría, Sarmiento (que llamaba a exterminarlos con la mayor presteza posible)[8] y José Hernández. El relato de Domeyko empieza con la descripción de límites y configuración física de la Araucanía, en la cual se detiene amorosamente. Habla de los tres grandes ríos que la surcan; el Bío-Bío, el Imperial y el Toltén, y curiosamente describe al Bío-Bío "ancho y majestuoso, con lentitud y gravedad chilena, engalanado con una vegetación lujosa y amena". En la parte del Bío-Bío, dice, están "Rere con su campana de oro, Hualqui, Florida y un sinnúmero de pequeñas propiedades, que no por ser pequeñas dejan de agradar como si fueran moradas de ostentosa opulencia". Morosamente habla de la vegetación: "el roble, no menos imponente que en las riberas de Dnieper, con maderas que igualan en calidad a las encinas de Inglaterra y Norteamérica. El pesado y duro raulí, el fragante laurel, el pintoresco lingue con sus hojas correosas, el hermoso peumo con sus encarnadas chaquiras... la luma cuya flor blanca y rosada corteza hace el contraste más lindo con el verde de sus hojas... Al pie y al abrigo de esta vegetación vigorosa y tupida se cría otra más tierna, que parece pedirle el apoyo de sus robustas ramas. Aquí abunda el avellano vistoso y lucido... con él se halla asociado el canelo, tan simétrico en el desarrollo de sus ramas casi horizontales, tan derecho y lustroso en su espesa hoja. En ellos, por lo común sube y entre sus flexibles troncos se entrelaza la más bella de las enredaderas, tan célebre por su flor encarnada, el copigüe, mientras de los más profundo de sus sombras asoman a la luz de las pálidas hojas del helecho y miles de especies de plantas y de yerbas, que no abrigan en su seno a ningún ser ponzoñoso, ninguna víbora o serpiente temible al hombre. Y luego, "Los bosques, los coligües que transforman la selva en un espeso tejido de caña con hojas afiladas para hacer lanzas; la quila, los pastales como si en medio de aquel excesivo lujo de vegetación, aún las yerbas y pastales se convirtiesen en árboles..." Y después, "el esbelto, gigantesco pino de piñones, la araucaria..." ¿No nos parece de pronto leer a la Mistral en sus "recados" sobre el trópico frío y a Neruda en algunos poemas del Canto General? Domeyko habla de los caminos usados para recorrer la Araucanía especialmente el camino de la pampa hacia la Otra Banda en donde observó que: "profundas huellas de caballos quedan impresas en la dura escoria del volcán, que en vano ponía barreras a sus correrías feroces", pues era éste el camino usado por los pehuenches, a los que Domeyko vio arruinados por sus correrías con los Pincheira, reducidos a unas pocas tribus cuyo jefe quería buscar la amistad con los chilenos, contentándose con un pequeño tributo de sal y de frijoles que le solía pagar la gente que iba a buscar sal a su territorio.
Luego, el importante camino de la costa, desde San Pedro, Arauco, Tucapel Viejo, Tirúa ("patria de la incomparable araucaria, en donde pasé una deleitosa noche en pedregoso suelo"). En Tirúa, era fama, se había jugado a la chueca entre dos bandos contrarios, la vida del Obispo Marán, sorprendido en un viaje, ganando los partidarios del Obispo. Tal costumbre no parecía extinguida en absoluto, pues poco antes de la visita de Domeyko, refiere él mismo, para solucionar el diferendo de si se reedificaba o no un templo en Tucapel, se entregó la decisión a la chueca (1835) ganando después de tres días los partidarios del sí. Grandes aficionados al juego del azar parecían ser los araucanos. Edmond Reuel Smith los ve jugando a las habas durante horas, ayudándose de toda clase de conjuros y ensalmos; a la rayuela, contra comerciantes chilenos y también a la chueca. Su espíritu de deportista yanqui lo lleva a afirmar que el juego se parece al hockey y que cree que un equipo cualquiera de colegio norteamericano podría ganarle a los mapuches un partido.
De Tirúa, dice Domeyko, se pasa al Toltén, y luego al estero de Queule, en donde estaban los mayores obstáculos del camino, por los pantanos y coliguales que era preciso abrir a machete, y donde sufrían las mayores pérdidas de animales los comerciantes que de Valdivia y La Unión iban a Concepción. Este sendero lo sufrió Paul Treutler, el que se admiró de la pericia de los araucanos para atravesarlo, y de las mil dificultades que lo ponían en constante peligro de perder por lo menos un ojo en las ramas. En Imperial contempló Domeyko "un país que no tiene nada de bárbaro o salvaje: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y paz" (p. 33). Vio Domeyko a los indios en paz, y afirma que "orden, disciplina y severidad parecen reinar en el interior de las familias, los hijos sumisos a sus padres, las mujeres ocupadas, unas de cuidar los chicos, otras en el servicio de la cocina, otras continuamente hilando y tejiendo ropa".
Al observar y tomar contacto con los indios, Domeyko declara que en general entre la plebe de las provincias del norte de Chile hay caras mucho más indias y más cobrizas que entre la nobleza araucana. Sobre el modo de vida, declara que el indio chileno es agricultor por naturaleza y por la naturaleza física del país; celebra la espaciosa ruca del araucano, "cada una de las cuales es independiente y respetada como un reino", los huertos de repollo, maíz, garbanzos, papas, linazas y las sementeras de trigo y cebada, bien cultivado y cercado todo, así como el hermoso ganado, y las caballadas de las cuales algunos caciques tenían hasta 400 ejemplares. El mapuche había adoptado el arado y no empleaba el riego artificial, por la abundancia de las lluvias. Los de la costa sabían aprovechar el marisco y las algas comestibles, así como la sal. En cuanto al carácter del araucano, Domeyko los pinta en estos términos: "El indio, en tiempos de paz, es cuerdo, hospitalario, fiel en los tratos, reconocido a los beneficios, celoso de su propio honor. Su genio y sus maneras son más suaves, y casi diré más cultas, en cuanto a lo exterior, que las de la plebe en muchas partes de Europa. Grave y muy formal en su trato, algo pensativo, severo, sabe respetar la autoridad, dispensando a cada cual el cariño y acatamiento que le corresponde. Pero, en general, parecen como pesados, perezosos, golosos, propensos a la embriaguez y al juego".
"Los chilenos –apunta Domeyko– los tienen por traicionero, bárbaro y crueles, cuando los han tratado sólo en tiempos de guerra; sin pesar que representan lo que fueron nuestros antepasados antes del cristianismo, y lo que somos nosotros cuando las pasiones, el egoísmo y la malicia se nos atraviesan".
La determinante del carácter moral de Domeyko es su religiosidad que determina que su actitud frente al problema del araucano independiente, sea un tanto ingenua frente a la realidad. Ve a la Araucanía en decadencia, sin un poder político central, con un poder minimizado de ulmenes y parlamentos y sin recuerdos de sus glorias (hecho que también constata Smith: los recuerdos históricos de los araucanos no llegaban sino hasta la guerra de la independencia o cuando mucho, a la destrucción de las siete ciudades cuyas ruinas conocían). Para Domeyko, y la práctica lo demostró, para incorporar la Araucanía, no habría problemas de vías de comunicación, fáciles de desmontar. La naturaleza física del país era continua. Alaba (como Treutler) el suelo feraz y cultivable, la más bella cultivación selvática libre de toda fiera y animal ponzoñoso (en esto linda con la exageración).
La teoría de Domeyko era que la reducción del indio debía consistir en una misma unión con la familia de los chilenos, mediante una civilización moral y religiosa y no una conquista, aduciendo que ni los militares ni los comerciantes llevarían las ventajas de la civilización a los araucanos. Una bella teoría que preconizaban también los misioneros, pero que no se llevó y probablemente era imposible de llevar a la práctica. Treutler, protestante, que sin embargo alaba a los misioneros, señala que las misiones ejercían mínimamente una influencia entre los araucanos, y por lo demás, contaban con escasos recursos del Gobierno. Y al parecer, los araucanos enviaban sólo a sus hijos por interés a ellas. En cuanto a Smith, cree que para los araucanos sólo significaban una avanzada de la población y usurpación consiguiente.
El viaje feliz de E. R. Smith
Pasemos a la simpática figura de E. R. Smith, el "pichi huinca", como lo llamaron los araucanos por su pequeña estatura. "El 4 de enero de 1853, impulsado por el amor de la aventura, salí de Concepción para visitar aquel campo clásico de la historia chilena: la Araucanía", así empieza su relato. Smith había llegado a Chile en la Expedición Naval Astronómica enviada por el Gobierno de Estados Unidos a cargo del teniente James M. Gillis, la cual pasó a ser la base del actual Observatorio de la Universidad de Chile. Una vez terminados los objetivos de esta Expedición, Smith decidió expedicionar hacia el terreno indígena, para lo cual se trasladó a Los Ángeles, en aquellos tiempos una villa de unos 3.000 habitantes. Allá esperaba reunir informaciones sobre los indios, pero las ideas que se tenían sobre ellos eran muy vagas. Casi todo el mundo intentó disuadirlo de su empresa, calificada de riesgosa para sus bienes y su vida. De este predicamento participaba el mismo Intendente de la provincia, el que sin embargo le dio todas las facilidades a su alcance, incluso un guía, gran conocedor del territorio y de su gente, llamado Pantaleón Sánchez, a la vez que le extendió un pasaporte para cruzar el Bío-Bío, pues los caciques, celosos de su independencia, lo exigían, así como el pago de ciertos derechos de pasada. Para conocer a indígenas en su estado más puro, y no civilizados como los que vivían a lo largo de la costa entre Arauco y Valdivia, se aconsejó a Smith seguir el camino del interior de la Araucanía, para lo cual debía cruzar por las posesiones de Mañil, el famoso jefe amigo de los realistas. Como era hostil a los chilenos, debió Smith hacerse pasar por español, hijo de un comerciante amigo de Mañil: Eduardo Vega; y por comerciante él mismo. Así lo vemos aperarse de los implementos de viaje, de los cuales el más indispensable era el almofrej, así como de las mercaderías apetecidas por los mapuches: paño rojo afranelado, pañuelos para la cabeza, dedales, trompas, cascabeles, cuentas de colores, añil, y last but not least, charreteras para Mañil. Al adentrarse en "la tierra", Smith nos dice que su primer contacto con los indios lo sorprende, pues no eran taciturnos ni indiferentes estoicos, sino al contrario, "vivos, habladores y en extremo novedosos", en especial los niños, que por lo demás nunca eran castigados físicamente por sus padres, porque existía la creencia de que el castigo era degradante y los privaba de valentía e iniciativa. Eran muy estimados los oradores, al punto de que según Smith, "cualquier joven que posee cierta facilidad de palabra puede aspirar a una alta posición" (esto parece haberse transmitido a los políticos chilenos de la actualidad). Declara con cierto escepticismo que la belleza de los discursos indígenas puede ser más bien obra de los traductores, pero se sorprende y hace traducir –más tarde– una hermosa invocación de su guía indígena Trauque (llamado así por su inmoderada afición al "trafquin" o sea, al trueque comercial) que éste dirigió a un aguilucho blanco: "Oh Ñancul, gritó ¡Ser Poderoso! ¡Observad a vuestros servidores, no con el ojo siniestro de la calamidad, sino con el diestro de la fortuna, porque sabéis que somos pobres! ¡Proteged a nuestros hijos y hermanos; velad por nuestra felicidad y permitid que volvamos sanos y salvos de esta empresa!".
Desde su primera visita a una ruca indígena, quedó sorprendido del sentido de la hospitalidad y cortesía; "los mapuches –dice– tienen una etiqueta especial y la observan con la mayor escrupulosidad... y en muchos casos demuestran una crianza digna de naciones más civilizadas" (en esto coincide con Domeyko y Treutler, al cual llegaron a fastidiar soberanamente las interminables ceremonias de salutación al llegar a cada ruca). Describe así la primera ruca que visita, la de su anfitrión, Chancay, que vivía allí con dos mujeres y dos hijos: Panta y Elyape ("El roble que crece en la primavera"): "La casa era rectangular, construida de cañas, con techo de paja y tenía más o menos treinta pies de largo por quince de ancho. Se asemejaba mucho a los ranchos comunes entre la clase pobre chilena. En medio del techo había un agujero que servía de chimenea... en los tijerales, negros y festoneados de telas de araña, colgaban mazorcas de maíz, trozos de carne, zapallos, cuelgas de ají y una bolsa tejida llena de papas... En medio de estos signos de prosperidad figuraban dos largas lanzas con sus puntas de hierro dirigidas hacia la puerta, listas para el uso, pero estaban enmohecidas, a pesar de hallarse protegidas contra el orín por pedazos de grasa".
La visita más notable de Smith es a Mañil, el respetado jefe de los arribanos, a donde llega, como dijimos, en calidad de supuesto hijo de un amigo español del Cacique, y en tren de comerciante, "porque el comercio es el único objeto de visita que los indios acogen y miran sin recelo" (en calidad de negociante va asimismo hacia los araucanos Paul Treutler, como ya lo veremos). Así describe a Mañil: "Mañín-Huenu", "el pasto del cielo" o "Mañín Bueno" como le dicen los chilenos, era muy anciano –se calcula su edad en noventa o cien años o aún más– pero su aspecto no indicaba una edad tan avanzada. Derecho, pero sin gran vigor, con ojo vivo y penetrante y el cabello poco canoso, podía tomarse por persona de unos sesenta años...". Sin embargo, Smith no deja de mostrar su sorpresa al saber que el cacique tiene 20 mujeres (de ellas una chilena cautiva que no quiere volver entre los suyos es la menor) y muchos hijos de pocos años. Continúa: "Pero hay que confesar que el traje del Gran Toqui no era lo de esperarse, si se toma en cuenta su elevado rango. Llevaba una camisa que no se había lavado por varios meses, un chaleco militar sucio y un poncho sujeto a la cintura, que le envolvía las piernas a manera de pollera; su cabeza estaba amarrada con un pañuelo rojo y amarillo que complementaba su indumentaria. Sin embargo, me fijé que colgada de la ramada había una brida, con freno, cabezadas y riendas cubiertas de adornos de plata maciza y aunque Mañin se considera pobre, doscientos pesos fuertes no habrían pagado todo el metal que usaba para montar a caballo". A este indumento del Toqui contribuyó nuestro viajero con dos charreteras de regalo que sumieron en grande admiración a Mañín, el cual prometióle darle en cambio uno de sus mejores caballos, a la vez que le confirió la distinción de hacerlo compadre (igual distinción concedió un cacique de Mehuín a Treutler, en lo cual vemos la influencia de los usos cristianos).
Prosiguió luego su viaje Smith hasta llegar a las cercanías de Villarrica, pasando cerca de las ruinas de Imperial (hoy Carahue). En los campos observa la costumbre del roce a fuego (similar a la que usaban los indios norteamericanos), por lo cual lamenta y augura la extinción gradual de los bosques. Observa una gran trilla a yegua, y el extendido cultivo de la papa, cuya calidad le hace sugerir que debe ser llevada a los EE.UU. e Irlanda, para librar allí de plagas a la especie. Observa la excelente calidad de la crianza de ovejas, y que el comercio de lana ya se difundía. Ve las casas construidas a orillas de vertientes o riachuelos, las cuales eran abandonadas si éstos se secan, porque el mapuche no cavaba pozos. En cuanto a las comidas y bebidas, nos cuenta que el mapuche "como los griegos a Baco y Ceres, antes de comer derrama un poco de caldo al suelo, otro tanto hace con la harina tostada y cuando va a beber". Es testigo de la fabricación del muday, para su desgracia, pues este conocimiento le impide disfrutarlo (se hacía masticando y haciendo fermentar con la saliva distintos granos: maíz, maqui, molle, quínoa, frutilla) Declara que el trigo, antes que la carne, es el alimento principal en forma de ulpo, caldo, o de una especie de pan con grasa, el "covque". A este respecto, guarda uno de los más gratos recuerdos de su gira, contándonos un episodio que compara al de la vida cotidiana bíblica:
En la mañana fuimos despertados por el ruido especial de las mujeres de la casa moliendo trigo en morteros, acompañado de un suave y armonioso silbido y cantos improvisados:
Estamos moliendo el grano para el forastero/ Que ha venido desde lejos/ Que le plazca por su blancura/ Que le agrade al paladar/ Porque nos ha traído cuentas/ Cascabeles y dedales/ Para podernos adornar.
En su viaje toma contacto con los boroanos, y desmiente la tradición de señalarlos como indios rubios, declarando que incluso sabios viajeros habían sido sorprendidos con este aserto. Dice: "Los boreanos son tan bronceados, feos, sucios y poco civilizados como sus vecinos. Como entre las demás tribus, de cuando en cuando se encuentra un indio de pelo castaño, ojos claros y tez más pálida que la generalidad, que indica una mezcla de sangre blanca; mezclas que son por otra parte más numerosas entre los de Boroa, sin que se note un cambio de aspecto o del carácter de la tribu". Sin embargo, algunos años más tarde, Paul Treutler, que conoció asimismo a boroanos, explica que los araucanos hacían malones para robar vacunos y mujeres. Así la raza araucana está mezclada de tal manera con la española que se puede confundir a muchos indígenas con españoles, y hay muchas mujeres y muchachas de gran belleza entre ellos...". "Los de Boroa, de buena configuración de cuerpo y noble fisonomía se parecen mucho a los alemanes". Treutler era más admirador del físico de las araucanas que Smith, el cual declara que conoció sólo a una muchacha verdaderamente hermosa en su viaje de tres meses, pero que desistió de abordarla cuando la vio entregada a la interesante tarea de matar ciertos ácaros entre sus dientes.
La poligamia entre los araucanos es considerada en forma meditativa por Smith, cuando conversa con un cacique que no queda conforme cuando él le explica que los cristianos se casan sólo con una mujer: "no pudo comprender la razón de esto; los de su pueblo, decía, siempre vivían felices con varias mujeres, lo que no sucedería si la costumbre no era del agrado del Ser Supremo. Cuando recordaba la tendencia polígama de los personajes bíblicos, tuve que reconocer que, según sus luces, no dejaba de tener razón el viejo".
Tanto Smith, como antes Domeyko, y después Treutler, reparan en la dependencia de la mujer araucana, sometida totalmente al varón, y que llevaba el peso de la labores domésticas y agrícolas, reprobando esta situación. Sin embargo, Domeyko trata de justificarla, aduciendo que ella es propia de los pueblos a donde no llega el cristianismo. Parte de estas mujeres eran cautivas chilenas, bien bastante apetecido por el mapuche. Por otra parte, muchos mapuches se quejaron a Smith de que los cautivos hechos por los chilenos no se devolvían en forma recíproca. Según los indios, alcanzaban a varios centenares los cautivos sometidos a dura servidumbre entre los chilenos. Reparó además Smith que los mapuches guardaban buen recuerdo de los españoles, debido, piensa, a que éstos les enteraban de las decisiones reales en parlamentos y los agasajaban, en tanto que las autoridades chilenas los miraban con poco disimulado desprecio.
Al final de su viaje, Smith llegó a pensar en la posibilidad de quedarse en la Araucanía, en donde su amistad con Mañin le procuraría grandes beneficios, y seducido por la vida noble e incitante de las pampas sin límites, en donde se sentía rebosante de salud y de buen humor. Sin embargo, esto no fue sino un deseo pasajero, y no se quedó por mucho tiempo entre los indios, como Simón Rodríguez, que llegó a abarraganarse con una mapuche, y el matemático francés Lozier, que contrajo matrimonio con una araucana de la cual tuvo hijos a los cuales llamó Papa y Zapallo. A su regreso recogió los animales comprados en el viaje de ida, los cuales les fueron entregados con absoluta escrupulosidad, rasgo de honradez que enaltece, así como después lo enaltece asimismo Treutler, y tras despedirse de su amigo Mañin y de sus ahijados, traspuso el Bío-Bío, para volver –como dice– otra vez a la gente de su mundo, no sin dejarnos un testimonio sobre "otro mundo" que merece, sin duda, una reedición.
Las andanzas de Treutler
Cuatro veces se aventuró porfiadamente por la Araucanía Paul Treutler, con el objetivo principal de tratar de ubicar vetas y mantos de oro y plata, así como tesoros ocultos por los españoles, en los cuales creía firmemente. Se proponía, además, explorar el territorio comprendido entre el Calle–Calle y el Toltén, obtener compra de tierras para el gobierno, y rescate de cautivas chilenas. Treutler era apadrinado por las autoridades, e incluso se entrevistó con los Presidentes Montt (al cual encuentra con una subida proporción de sangre negra) y Pérez, los que le prometieron ayuda económica, sin concedérsela. Pero Treutler, que había pasado por mil aventuras en Chile, desde la fiebre de la plata en el Norte Chico, no se arredraba y organizó una expedición con la cual entró a territorio araucano en calidad de comerciante, pues señala que los araucanos odiaban todo lo relacionado con el oro, y a eso atribuye el hecho de que usaran sólo plata para sus adornos. Daba como cierta la existencia de grandes riquezas auríferas cerca de Villarrica, e incluso dice que algunos mapuches con los que entró en trato trataron de revendérsela, pero no pudo llegar por la manifiesta hostilidad de algunas tribus. Para Treutler, la zona era la más rica, agradable y fértil de Chile, y sus informes en este sentido influyeron en el avance colonizador. Además, la más apropiada para la crianza de vacunos y caballares. Su viaje proporciona noticias interesantes sobre el género de comercio con los mapuches, siempre ventajoso –a pesar de los malos caminos y los riesgos– para los comerciantes. Así el apetecido aguardiente (el "toro blanco") proporcionaba una ganancia de ciento por ciento, que se mezclaba generosamente con agua, y un caballo cuyo valor era de $22,50 era cambiado por los indios por dos libras de añil (para teñir la lana) cuyo costo era de $5. Otros artículos de trueque de los mapuches eran, además de ganado, los cueros de vaca, de lobo marino, guanaco o avestruz. La naturaleza lo sorprende con su exuberancia: "No me atrajo tanta belleza de lo pintoresco o de la variedad morfológica, sino que se apoderó de mí un sentimiento similar al que uno tiene cuando contempla por primera vez el mar y observa la inmensa e ilimitada lejanía... Quedé un instante profundamente meditabundo ante esa magnífica naturaleza en la que parecía reinar un silencio sepulcral. Desde el sitio en que me encontraba no se descubría ciudad, aldea, choza o ser viviente alguno. El bosque era mudo y muerto, sólo se advertía la acción de las fuerzas subterráneas en el lejano horizonte por la erupción del volcán (el Villarrica) y en la cercanía se deslizaban las grandes masas de agua de los ríos". En el caserío de Imalfudi describe las chozas sombreadas por enormes manzanos y miles de choroyes y torcazas, de color gris azul, más grandes y más sabrosas que las europeas. Su contacto con esta rica naturaleza deja una impresión casi paradisíaca: cazaba a orillas de ríos abundantes en patos, cisnes y flamencos de bello plumaje; era abundantísima la caza en la zona costera de lobos marinos, huillines, guanacos, zorros, becasinas, pudúes; y los ríos estaban poblados de pejerreyes, truchas y anguilas. Unido a la variedad de árboles, a la riqueza de productos marítimos y de frutos silvestres, no podemos dejar de pensar en cómo la civilización ha ido terminando con toda esta riqueza, y terminando con todas las especies vegetales y naturales, en la forma más criminalmente imprevisora. Fuera de esto, la alimentación de los mapuches era abundante en extremo, de acuerdo a las descripciones de Treutler, tanto en la zona de la costa (donde sufre por la abundancia del cochayuyo en el menú) como en el interior, donde disfruta de los guisos de papa y carne cocida. Junto con Smith, describe la ceremonial ofrenda del sacrificio del cordero, efectuado cada vez que aparecía un huésped: "Uno de los hijos del dueño de casa trajo en seguida un carnero vivo, mientras la mujer mezclaba sal y ají en el estómago. La sangre caliente que manaba le fue ofrecida en un cuerno de vacuno al anfitrión y éste, después de asperjar ritualmente unas gotas en dirección al volcán Villarrica como ofrenda al Pillán, bebió del cuerno y lo hizo circular en señal de bienvenida. "El beber la sangre me costó algún esfuerzo y más de una náusea, pero tuve que hacerlo porque Jaramillo (su guía) me dio a entender que tenía que tomarme todo el cuerno, hecho lo cual me abrazó el indio y nos besamos con lo que quedé bajo su protección".
Treutler visitó especialmente la zona del norte de Valdivia, aún cuando logró internarse hasta Pitrufquén y luego a las cercanías del volcán Villarrica, pero no cumplió con sus objetivos, pues fue acusado de espionaje y estuvo a punto de ser ajusticiado por una tribu boroana que lo sorprendió. A los indígenas más vecinos a la civilización los describe como pacíficos y tranquilos agricultores (alaba la producción de papas y habas) y honrados comerciantes. Además, vendían su tierra al Gobierno paulatinamente, sin oponerse a la civilización, ni a las misiones religiosas -aún éstas daban poco resultado, sobre todo cuando se trataba de combatir la poligamia. Al respecto, Treutler cita al cacique Cariman, de Mailef, aliado de los chilenos, que a los 75 contaba con ocho mujeres y se negaba a convertirse para no renunciar a ellas y poder seguir casándose. Describe a los araucanos como de mucha fortaleza física y como eximios jinetes, muy longevos, y nos dice que no se desfiguraban el cuerpo como la gente de otras tribus, pero se pintaban la cara y el cuerpo en ocasiones de fiestas o de guerra. Deplora el estado de servidumbre de las mujeres, y alaba su limpieza, hacendosidad y atractivo físico, ante el cual no sucumbió, pese a que fue sometido a la dura prueba de dormir con una de las hijas del cacique Railef: "Pero ruego al lector –advierte– que no vea algo inmoral en ello, pues es conocida la absoluta inocencia de esta raza, que castiga con la pena capital el adulterio y la seducción". Terrible prueba debió haber sido para este germano aficionado al bello sexo, que en otra parte de su libro declara haber volado "de flor en flor" entre las damas santiaguinas.
Ve a los indígenas divididos entre los que se iban incorporando a la civilización e incluso se aliaban con los chilenos, y los que mantenían su independencia y costumbres más bárbaras y guerreras. Entre los primeros destacaba el cacique Paillalef, de Pitrufquén, el cual se había construido una casa a la europea y tenía a su servicio a dos carpinteros y un herrero chilenos, así como a un corneta desertor del ejército. Fue testigo de un "machitún", de consejos de índole judicial y le llamó la atención que en el túmulo de los caciques estuvieran los pellejos rellenos con paja de sus caballos, los que movidos por el viento parecía hacer fantasmales cabalgatas nocturnas. En fin, sorprendido en sus intenciones, y ya que los tiempos estaban alborotados, debido a las consecuencias de la revolución del 59, debió regresar a Valdivia, contentándose –como dice– sólo con haber salvado su vida y la de sus compañeros. Así terminan las andanzas araucanas de Paul Treutler, el que debía continuar, sin poder hacer mayor fortuna, por un buen tiempo en nuestro país, lo cual siempre lo recomendó calurosamente a sus compatriotas. Y así termina también este artículo, en el cual procuramos, como ya lo dijimos, entregar a través de estos testimonios, una sucinta visión de lo que fueron en el siglo pasado los últimos araucanos independientes.
En Boletín de la Universidad de Chile,
Santiago, Nº58 (07.1965), pp. 4-12.
Santiago, Nº58 (07.1965), pp. 4-12.
Notas
[1] Los libros que tratamos son: Araucanía y sus habitantes, por Ignacio Domeyko, Stgo., 1846; Los araucanos, por E. R. Smith, Stgo., 1914, traducción de R. A. Latcham de la 1a. edición norteamericana de 1855; y Andanzas de un alemás en Chile, 1851-1863, por Paul Treutler, traducción de Carlos Keller, de la edición alemana de 1882, Edición del Pacífico, 1958.
[2] Véase Frases estigmatizante y lapidarias (capítulo de la vida del hombre americano), por Domingo Tripailaf Huaiquemilla, en Cauce, Valdivia, N° 10-11, enero-febrero, 1965.
[3] En "Una experiencia de antropología aplicada entre los araucanos", Anales de la Universidad de Chile, N° 130, julio, 1964, por Ximena Bunster.
[4] Entre los más famosos caciques amigos estuvieron Colipí, uno de cuyos hijos fue héroe de la Guerra del 39 contre la Confederación, y Venancio Coñuepán -aliado también de Rozas- cuyos descendientes incluso lucharon contra los de su raza junto a las tropas chilenas.
[5] A fines del siglo XVIII, en una evaluación de Ambrosio O'Higgins, la población independiente araucana era de 95.000 oersonas. En 1812, el censo del curato de Concepción lo estimaba en 70.000. En 1869, según Chili, tel qu'il est, de Edmond Séve, 70.000, y según las comisiones radicadoras. su número alcanzaba a unos 75.000 en 1895. Sin embargo, su primer censo, en 1907, indicaba más de 100.000 indígenas situados como dueños de tierras dentre de Cautín y Malleco, y en la actualidad, por lo menos, más de 200.000.
[6] Fray Félix de Amberga, Revista Chilena de Historia y Geografía, N°6, 1911.
[7] "Vos no sabes coronel, lo que han hecho con nosotros tus paisanos, no tienen razón para reprenderme. Mira lo que han hecho sólo conmigo: violaron y mataron a mis mujeres y también asesinaron a mis hijos; además, dejaron también ensartadas a mis mujeres. ¿Y cómo quieres, coronel, que no me subleve cuando se me trata así? Mira coronel: preferimos morir todos con la lanza en la mano y no asesinados en nuestra casa y por todos tus paisano..." (en Crónica militar de la Araucanía, por Leandro Navarro, 1909; declaraciones del cacique Quilaqueo a Gregorio Urrutia, junio 1882).
[8] En 1851, Domingo Faustino Sarmiento escribía: "Sobre todo, quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia... y para nosotros los indios son asquerosos, a quienes habría que hacerlos colgar, y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla..."
[1] Los libros que tratamos son: Araucanía y sus habitantes, por Ignacio Domeyko, Stgo., 1846; Los araucanos, por E. R. Smith, Stgo., 1914, traducción de R. A. Latcham de la 1a. edición norteamericana de 1855; y Andanzas de un alemás en Chile, 1851-1863, por Paul Treutler, traducción de Carlos Keller, de la edición alemana de 1882, Edición del Pacífico, 1958.
[2] Véase Frases estigmatizante y lapidarias (capítulo de la vida del hombre americano), por Domingo Tripailaf Huaiquemilla, en Cauce, Valdivia, N° 10-11, enero-febrero, 1965.
[3] En "Una experiencia de antropología aplicada entre los araucanos", Anales de la Universidad de Chile, N° 130, julio, 1964, por Ximena Bunster.
[4] Entre los más famosos caciques amigos estuvieron Colipí, uno de cuyos hijos fue héroe de la Guerra del 39 contre la Confederación, y Venancio Coñuepán -aliado también de Rozas- cuyos descendientes incluso lucharon contra los de su raza junto a las tropas chilenas.
[5] A fines del siglo XVIII, en una evaluación de Ambrosio O'Higgins, la población independiente araucana era de 95.000 oersonas. En 1812, el censo del curato de Concepción lo estimaba en 70.000. En 1869, según Chili, tel qu'il est, de Edmond Séve, 70.000, y según las comisiones radicadoras. su número alcanzaba a unos 75.000 en 1895. Sin embargo, su primer censo, en 1907, indicaba más de 100.000 indígenas situados como dueños de tierras dentre de Cautín y Malleco, y en la actualidad, por lo menos, más de 200.000.
[6] Fray Félix de Amberga, Revista Chilena de Historia y Geografía, N°6, 1911.
[7] "Vos no sabes coronel, lo que han hecho con nosotros tus paisanos, no tienen razón para reprenderme. Mira lo que han hecho sólo conmigo: violaron y mataron a mis mujeres y también asesinaron a mis hijos; además, dejaron también ensartadas a mis mujeres. ¿Y cómo quieres, coronel, que no me subleve cuando se me trata así? Mira coronel: preferimos morir todos con la lanza en la mano y no asesinados en nuestra casa y por todos tus paisano..." (en Crónica militar de la Araucanía, por Leandro Navarro, 1909; declaraciones del cacique Quilaqueo a Gregorio Urrutia, junio 1882).
[8] En 1851, Domingo Faustino Sarmiento escribía: "Sobre todo, quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia... y para nosotros los indios son asquerosos, a quienes habría que hacerlos colgar, y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla..."