domingo, 27 de abril de 2008

"La Araucanía y los mapuches según tres viajeros extranjeros del siglo pasado", de Jorge Teillier





Introducción

Hacia mediados del siglo pasado, como es sabido, la Araucanía era una tierra incógnita enclavada en territorio chileno. Sin embargo, por ella se aventuraron numerosos viajeros extranjeros, algunos de los cuales dejaron notables testimonios escritos. Entre ellos consideraremos a tres muy disímiles y cuya vivencia histórica y humana tiene el valor de haberse efectuado antes de la pacificación. Estos viajeros son el venerable sabio polaco Ignacio Domeyko –tan ligado a nuestra Universidad, de la cual fue Rector– que fue hacia la Araucanía guiado por intereses científicos y éticos; otro, el joven norteamericano Edmond Reuel Smith, astrónomo y marinero, que viajó guiado por el interés de conocer personalmente a los descendientes de los héroes de Ercilla; y un tercero, el alemán Paul Treutler, aventurero, trotamundos, iluso y empecinado buscador de vetas de oro y plata y tesoros enterrados en el corazón de la Araucanía [1].

A los tres los unía un grado superior de cultura, un afán de saber, que los hace entregar una imagen del araucano que podríamos llamar "no comprometida" frente a la del chileno, en general deformada por la indigenofilia o la indigenofobia. Así ha resultado que en la mayoría de las historias y aún textos escolares, se presenta la historia de la pacificación de la Araucanía y su incorporación a Chile, como una lucha que seguía el clásico esquema de la civilización reduciendo la barbarie. Sin embargo, a través de los viajeros extranjeros, nos llega el araucano viviendo en paz, con una vida sedentaria, y un grado de civilización, en cuanto se refiere a vida doméstica, utilización de recursos naturales y nivel de vida, muchas veces superior al término medio del campesino de la zona central. Creemos que el problema araucano sigue vigente en nuestros días, aunque con distintos caracteres que en el siglo pasado, por supuesto; y que para su mejor comprensión es preciso acudir al conocimiento de cuáles son su tradición y su herencia de modalidades de vida, así como cuáles fueron sus relaciones con los chilenos. No creemos equivocarnos si decimos que aún en la actualidad, para el chileno medio, y especialmente para el habitante de la Frontera, el indio es un ser mirado como flojo, borracho y ladrón [2]. Claro está que esto tiene su reverso en la consideración del araucano para el “huinca” al que califica como dominante, autoritario, salteador, explotador, ladrón y “bueno para engañar” [3]. Al revés, la generalidad de los testimonios extranjeros coinciden en la alabanza del indígena, en una forma que a veces linda con lo que nos parece desmesura del Dr. Nicolás Palacios en su Raza Chilena. Tal vez esto se debió al ángulo de desinterés con que lo enfocaron los extranjeros, mientras que el chileno no se enfrentaba a un problema, y por otra parte, más allá de las líricas alusiones a los araucanos de Ercilla, el chileno ha contado desde temprano con un complejo de blanqueamiento, que consiste en ocultar el abierto mestizaje y la existencia de prejuicio racial en nuestro país. Esto es más notable en la región de la Frontera, en donde el problema se complica con intereses económicos de apetencia por la tierra del indígena, al que se le desea seguir despojando. Sin embargo, la Frontera, esa zona tan característica de nuestro país, que cuenta con su propio espíritu y mitos y con una gesta en nada inferior a la del Far West, que no fue captada por impermeabilidad mental de nuestros historiadores y literatos de su tiempo (exceptuando algunos poetas), es una creación conjunta del colono y pionero chileno, del inmigrante europeo y del mapuche. Pero volvamos a nuestro tema particular.



Antecedentes sobre gente y territorio

Se sabe que desde 1810 hasta 1883 los araucanos vivieron en virtual independencia con respecto al Gobierno de Chile (al que llamaban "el Señor Gobierno"), así como desde el Parlamento de Negrete (1726) la mantuvieron con respecto a España, existiendo una paz que se alteraba sólo por excursiones de tribus nómades o choques con tropas fronterizas; y más tarde, seriamente por la guerra de la Independencia y la Guerra a Muerte (prolongada hasta 1826, y seguida por las incursiones de los Pincheira hasta 1832), en los cuales participaron los araucanos en su mayoría junto a los realistas. Claro que a esta lucha (como a la masa inmensa del pueblo chileno) no los llevaron mayores consideraciones políticas o filosóficas, sino el inmediato interés por el saqueo y el pillaje. Terminadas estas alteraciones, el Gobierno chileno no siguió una línea oficial de avance hacia la Araucanía, manteniendo para seguridad de la Frontera la política de subvencionar a algunos caciques (los "capitanes de amigos" [4]), e instalar algunos fuertes. En 1845, fecha de la visita de Domeyko, la Frontera se mantenía por el norte a lo largo del Bío-Bío, corriéndose unas treinta leguas por la costa, pasando por el fuerte de Arauco hasta las inmediaciones del de Tucapel, y continuando por los fuertes de Nacimiento y Santa Bárbara hasta los Andes, mientras por el sur la señalaba el río Cruces. En esta extensión se abarcaban parte de las actuales provincias de Arauco y Bío Bío, las de Malleco y Cautín y parte de la de Valdivia, con una superficie de unos 40.000 kms. cuadrados y una población que se puede calcular en alrededor de 60.000 habitantes [5].

El impulso guerrero del pueblo araucano se desvió luego hasta las pampas argentinas, ricas en ganado (recordemos que para el mapuche "cullín", o sea el dinero, significa ganado, así como "pecunia" entre los antiguos latinos), lugares hacia donde ya incursionaban en el siglo XVII, y en donde tradicionalmente comerciaban. El más poderoso jefe de las pampas, llamado "el Emperador de la Pampa", Calfucurá, que derrotó en batallas campales a los argentinos, y asoló la provincia de Buenos Aires, llegando a movilizar hasta 5.000 lanzas, era originario de la Araucanía chilena, así como era de Boroa –también chileno– su antecesor en Salinas Grande, el cacique Rondeau.

En su "Malú Mapu" (Tierra de las Lluvias") los mapuches chilenos llevaban una vida de pastores, agricultores y comerciantes. Dos caminos principales recorrían la Araucanía, vinculando Concepción con Valdivia, y por ellos transitaban los mercaderes chilenos con su comercio de trueque, especialmente de licores por ganado y productos derivados. Ya en el siglo XVIII se había importado a la Araucanía más de 50.000 arrobas de vino (unos 600.000 litros), lo que prueba cómo el mapuche era efectivamente, según el dicho de Paul Treutler, "un gran admirador de Venus y de Baco". El mapuche vivía en un estado de "comunismo moderado" (para usar una expresión de Fray Félix de Amberga [6]) en que existiendo propiedad privada sobre habitación y bienes, la tierra y las aguas pertenecían a la colectividad. Mantenía su condición de guerrero y buen jinete y llevaba su vida hasta la llegada del momento en que en la canoa mortuoria debía viajar hacia el oeste, llevando su caballo y óbolos para el barquero de la muerte. Conservaba muchas de sus costumbres bárbaras (quema de brujas, por ejemplo) pero atemperadas por el gradual contacto con la civilización, de cuyas ventajas tenía conciencia. Así Edmond Reuel Smith habla del cacique Yevulcan, que vestía a la europea junto a los suyos, comía en mesas y dormía entre sábanas, y hasta el fiero Quilapán, último cacique rebelde, mantenía un preceptor chileno para sus dos hijos. La unidad política entre los araucanos no existía, y las divisiones entre ellos eran dictadas por el medio geográfico. Sin embargo, solían reunirse, sobre todo los arribanos (habitantes de las tierras altas desde Renaico a Temuco) en caso de peligro de guerra, en parlamentos tras los cuales se confederaban. Entre ellos mismos solían haber rencillas y luchas, pero en general lo hicieron atizados por las discordias intestinas chilenas, como en las guerras civiles de 1851 y 1859, en las cuales apoyaron a los revolucionarios. Y cuando más tarde se alzaron contra la dominación chilena fue por la exacerbación por los abusos de las autoridades, los colonos y comerciantes inescrupulosos y los tinterillos. Así, el Presidente Santa María al informarse de las causas de la sublevación de 1881, exclamó: "Lo raro es que con todos estos abusos los indios no se hayan sublevado antes" [7].

Cuando el Gobierno se decidió a incorporar la Araucanía fue después de 1860. Como siempre, se suscitó la polémica entre los que pedían la supresión de todo problema por medio del exterminio del indio a la manera norteamericana (predicamento adoptado luego por los argentinos); los que pedían la incorporación pacífica; los que abogaban por la ocupación militar y reducción por la fuerza, seguida de incorporación a la nacionalidad (tesis triunfante) hasta los que preconizaban simplemente desentenderse de tan oneroso problema. Sobre estos planteamientos y su validez, lanzan singular luz los libros de los viajeros que ahora tratamos.



Un sabio polaco entre los araucanos

Don Ignacio Domeyko, el físico y mineralólogo polaco tan vinculado a nuestro país por sus estudios científicos, y a nuestra Universidad de la cual llegó a ser Rector, visitó la Araucanía en 1845, y el resultado de las observaciones de su visita "eminentemente cristiana y bienhechora" como la califican los editores de su libro, fue publicada en Araucanía y sus habitantes (1846). El sabio polaco deseaba conocer la geografía física y riquezas del territorio, así como informar sobre la manera de vida y posibilidades de incorporación al país de los araucanos, a los que particularmente deseaba conocer tras la lectura del poema de Ercilla (el mismo caso de Reuel Smith), lo que prueba cómo un poema épico puede influir en las consideraciones hacia un pueblo. En este sentido, el araucano tuvo el privilegio de tener su epopeya, que sirvió para invocar su defensa, a veces retórica (recordemos que se les alude como nuestros antepasados en los textos de la independencia y hasta en la Canción Nacional), mientras que los indígenas argentinos sólo contaron con enemigos literarios, empezando por Echeverría, Sarmiento (que llamaba a exterminarlos con la mayor presteza posible)[8] y José Hernández. El relato de Domeyko empieza con la descripción de límites y configuración física de la Araucanía, en la cual se detiene amorosamente. Habla de los tres grandes ríos que la surcan; el Bío-Bío, el Imperial y el Toltén, y curiosamente describe al Bío-Bío "ancho y majestuoso, con lentitud y gravedad chilena, engalanado con una vegetación lujosa y amena". En la parte del Bío-Bío, dice, están "Rere con su campana de oro, Hualqui, Florida y un sinnúmero de pequeñas propiedades, que no por ser pequeñas dejan de agradar como si fueran moradas de ostentosa opulencia". Morosamente habla de la vegetación: "el roble, no menos imponente que en las riberas de Dnieper, con maderas que igualan en calidad a las encinas de Inglaterra y Norteamérica. El pesado y duro raulí, el fragante laurel, el pintoresco lingue con sus hojas correosas, el hermoso peumo con sus encarnadas chaquiras... la luma cuya flor blanca y rosada corteza hace el contraste más lindo con el verde de sus hojas... Al pie y al abrigo de esta vegetación vigorosa y tupida se cría otra más tierna, que parece pedirle el apoyo de sus robustas ramas. Aquí abunda el avellano vistoso y lucido... con él se halla asociado el canelo, tan simétrico en el desarrollo de sus ramas casi horizontales, tan derecho y lustroso en su espesa hoja. En ellos, por lo común sube y entre sus flexibles troncos se entrelaza la más bella de las enredaderas, tan célebre por su flor encarnada, el copigüe, mientras de los más profundo de sus sombras asoman a la luz de las pálidas hojas del helecho y miles de especies de plantas y de yerbas, que no abrigan en su seno a ningún ser ponzoñoso, ninguna víbora o serpiente temible al hombre. Y luego, "Los bosques, los coligües que transforman la selva en un espeso tejido de caña con hojas afiladas para hacer lanzas; la quila, los pastales como si en medio de aquel excesivo lujo de vegetación, aún las yerbas y pastales se convirtiesen en árboles..." Y después, "el esbelto, gigantesco pino de piñones, la araucaria..." ¿No nos parece de pronto leer a la Mistral en sus "recados" sobre el trópico frío y a Neruda en algunos poemas del Canto General? Domeyko habla de los caminos usados para recorrer la Araucanía especialmente el camino de la pampa hacia la Otra Banda en donde observó que: "profundas huellas de caballos quedan impresas en la dura escoria del volcán, que en vano ponía barreras a sus correrías feroces", pues era éste el camino usado por los pehuenches, a los que Domeyko vio arruinados por sus correrías con los Pincheira, reducidos a unas pocas tribus cuyo jefe quería buscar la amistad con los chilenos, contentándose con un pequeño tributo de sal y de frijoles que le solía pagar la gente que iba a buscar sal a su territorio.

Luego, el importante camino de la costa, desde San Pedro, Arauco, Tucapel Viejo, Tirúa ("patria de la incomparable araucaria, en donde pasé una deleitosa noche en pedregoso suelo"). En Tirúa, era fama, se había jugado a la chueca entre dos bandos contrarios, la vida del Obispo Marán, sorprendido en un viaje, ganando los partidarios del Obispo. Tal costumbre no parecía extinguida en absoluto, pues poco antes de la visita de Domeyko, refiere él mismo, para solucionar el diferendo de si se reedificaba o no un templo en Tucapel, se entregó la decisión a la chueca (1835) ganando después de tres días los partidarios del sí. Grandes aficionados al juego del azar parecían ser los araucanos. Edmond Reuel Smith los ve jugando a las habas durante horas, ayudándose de toda clase de conjuros y ensalmos; a la rayuela, contra comerciantes chilenos y también a la chueca. Su espíritu de deportista yanqui lo lleva a afirmar que el juego se parece al hockey y que cree que un equipo cualquiera de colegio norteamericano podría ganarle a los mapuches un partido.

De Tirúa, dice Domeyko, se pasa al Toltén, y luego al estero de Queule, en donde estaban los mayores obstáculos del camino, por los pantanos y coliguales que era preciso abrir a machete, y donde sufrían las mayores pérdidas de animales los comerciantes que de Valdivia y La Unión iban a Concepción. Este sendero lo sufrió Paul Treutler, el que se admiró de la pericia de los araucanos para atravesarlo, y de las mil dificultades que lo ponían en constante peligro de perder por lo menos un ojo en las ramas. En Imperial contempló Domeyko "un país que no tiene nada de bárbaro o salvaje: casas bien hechas y espaciosas, gente trabajadora, campos extensos y bien cultivados, ganado gordo y buenos caballos, testimonios todos ellos de prosperidad y paz" (p. 33). Vio Domeyko a los indios en paz, y afirma que "orden, disciplina y severidad parecen reinar en el interior de las familias, los hijos sumisos a sus padres, las mujeres ocupadas, unas de cuidar los chicos, otras en el servicio de la cocina, otras continuamente hilando y tejiendo ropa".

Al observar y tomar contacto con los indios, Domeyko declara que en general entre la plebe de las provincias del norte de Chile hay caras mucho más indias y más cobrizas que entre la nobleza araucana. Sobre el modo de vida, declara que el indio chileno es agricultor por naturaleza y por la naturaleza física del país; celebra la espaciosa ruca del araucano, "cada una de las cuales es independiente y respetada como un reino", los huertos de repollo, maíz, garbanzos, papas, linazas y las sementeras de trigo y cebada, bien cultivado y cercado todo, así como el hermoso ganado, y las caballadas de las cuales algunos caciques tenían hasta 400 ejemplares. El mapuche había adoptado el arado y no empleaba el riego artificial, por la abundancia de las lluvias. Los de la costa sabían aprovechar el marisco y las algas comestibles, así como la sal. En cuanto al carácter del araucano, Domeyko los pinta en estos términos: "El indio, en tiempos de paz, es cuerdo, hospitalario, fiel en los tratos, reconocido a los beneficios, celoso de su propio honor. Su genio y sus maneras son más suaves, y casi diré más cultas, en cuanto a lo exterior, que las de la plebe en muchas partes de Europa. Grave y muy formal en su trato, algo pensativo, severo, sabe respetar la autoridad, dispensando a cada cual el cariño y acatamiento que le corresponde. Pero, en general, parecen como pesados, perezosos, golosos, propensos a la embriaguez y al juego".

"Los chilenos –apunta Domeyko– los tienen por traicionero, bárbaro y crueles, cuando los han tratado sólo en tiempos de guerra; sin pesar que representan lo que fueron nuestros antepasados antes del cristianismo, y lo que somos nosotros cuando las pasiones, el egoísmo y la malicia se nos atraviesan".

La determinante del carácter moral de Domeyko es su religiosidad que determina que su actitud frente al problema del araucano independiente, sea un tanto ingenua frente a la realidad. Ve a la Araucanía en decadencia, sin un poder político central, con un poder minimizado de ulmenes y parlamentos y sin recuerdos de sus glorias (hecho que también constata Smith: los recuerdos históricos de los araucanos no llegaban sino hasta la guerra de la independencia o cuando mucho, a la destrucción de las siete ciudades cuyas ruinas conocían). Para Domeyko, y la práctica lo demostró, para incorporar la Araucanía, no habría problemas de vías de comunicación, fáciles de desmontar. La naturaleza física del país era continua. Alaba (como Treutler) el suelo feraz y cultivable, la más bella cultivación selvática libre de toda fiera y animal ponzoñoso (en esto linda con la exageración).

La teoría de Domeyko era que la reducción del indio debía consistir en una misma unión con la familia de los chilenos, mediante una civilización moral y religiosa y no una conquista, aduciendo que ni los militares ni los comerciantes llevarían las ventajas de la civilización a los araucanos. Una bella teoría que preconizaban también los misioneros, pero que no se llevó y probablemente era imposible de llevar a la práctica. Treutler, protestante, que sin embargo alaba a los misioneros, señala que las misiones ejercían mínimamente una influencia entre los araucanos, y por lo demás, contaban con escasos recursos del Gobierno. Y al parecer, los araucanos enviaban sólo a sus hijos por interés a ellas. En cuanto a Smith, cree que para los araucanos sólo significaban una avanzada de la población y usurpación consiguiente.



El viaje feliz de E. R. Smith

Pasemos a la simpática figura de E. R. Smith, el "pichi huinca", como lo llamaron los araucanos por su pequeña estatura. "El 4 de enero de 1853, impulsado por el amor de la aventura, salí de Concepción para visitar aquel campo clásico de la historia chilena: la Araucanía", así empieza su relato. Smith había llegado a Chile en la Expedición Naval Astronómica enviada por el Gobierno de Estados Unidos a cargo del teniente James M. Gillis, la cual pasó a ser la base del actual Observatorio de la Universidad de Chile. Una vez terminados los objetivos de esta Expedición, Smith decidió expedicionar hacia el terreno indígena, para lo cual se trasladó a Los Ángeles, en aquellos tiempos una villa de unos 3.000 habitantes. Allá esperaba reunir informaciones sobre los indios, pero las ideas que se tenían sobre ellos eran muy vagas. Casi todo el mundo intentó disuadirlo de su empresa, calificada de riesgosa para sus bienes y su vida. De este predicamento participaba el mismo Intendente de la provincia, el que sin embargo le dio todas las facilidades a su alcance, incluso un guía, gran conocedor del territorio y de su gente, llamado Pantaleón Sánchez, a la vez que le extendió un pasaporte para cruzar el Bío-Bío, pues los caciques, celosos de su independencia, lo exigían, así como el pago de ciertos derechos de pasada. Para conocer a indígenas en su estado más puro, y no civilizados como los que vivían a lo largo de la costa entre Arauco y Valdivia, se aconsejó a Smith seguir el camino del interior de la Araucanía, para lo cual debía cruzar por las posesiones de Mañil, el famoso jefe amigo de los realistas. Como era hostil a los chilenos, debió Smith hacerse pasar por español, hijo de un comerciante amigo de Mañil: Eduardo Vega; y por comerciante él mismo. Así lo vemos aperarse de los implementos de viaje, de los cuales el más indispensable era el almofrej, así como de las mercaderías apetecidas por los mapuches: paño rojo afranelado, pañuelos para la cabeza, dedales, trompas, cascabeles, cuentas de colores, añil, y last but not least, charreteras para Mañil. Al adentrarse en "la tierra", Smith nos dice que su primer contacto con los indios lo sorprende, pues no eran taciturnos ni indiferentes estoicos, sino al contrario, "vivos, habladores y en extremo novedosos", en especial los niños, que por lo demás nunca eran castigados físicamente por sus padres, porque existía la creencia de que el castigo era degradante y los privaba de valentía e iniciativa. Eran muy estimados los oradores, al punto de que según Smith, "cualquier joven que posee cierta facilidad de palabra puede aspirar a una alta posición" (esto parece haberse transmitido a los políticos chilenos de la actualidad). Declara con cierto escepticismo que la belleza de los discursos indígenas puede ser más bien obra de los traductores, pero se sorprende y hace traducir –más tarde– una hermosa invocación de su guía indígena Trauque (llamado así por su inmoderada afición al "trafquin" o sea, al trueque comercial) que éste dirigió a un aguilucho blanco: "Oh Ñancul, gritó ¡Ser Poderoso! ¡Observad a vuestros servidores, no con el ojo siniestro de la calamidad, sino con el diestro de la fortuna, porque sabéis que somos pobres! ¡Proteged a nuestros hijos y hermanos; velad por nuestra felicidad y permitid que volvamos sanos y salvos de esta empresa!".

Desde su primera visita a una ruca indígena, quedó sorprendido del sentido de la hospitalidad y cortesía; "los mapuches –dice– tienen una etiqueta especial y la observan con la mayor escrupulosidad... y en muchos casos demuestran una crianza digna de naciones más civilizadas" (en esto coincide con Domeyko y Treutler, al cual llegaron a fastidiar soberanamente las interminables ceremonias de salutación al llegar a cada ruca). Describe así la primera ruca que visita, la de su anfitrión, Chancay, que vivía allí con dos mujeres y dos hijos: Panta y Elyape ("El roble que crece en la primavera"): "La casa era rectangular, construida de cañas, con techo de paja y tenía más o menos treinta pies de largo por quince de ancho. Se asemejaba mucho a los ranchos comunes entre la clase pobre chilena. En medio del techo había un agujero que servía de chimenea... en los tijerales, negros y festoneados de telas de araña, colgaban mazorcas de maíz, trozos de carne, zapallos, cuelgas de ají y una bolsa tejida llena de papas... En medio de estos signos de prosperidad figuraban dos largas lanzas con sus puntas de hierro dirigidas hacia la puerta, listas para el uso, pero estaban enmohecidas, a pesar de hallarse protegidas contra el orín por pedazos de grasa".

La visita más notable de Smith es a Mañil, el respetado jefe de los arribanos, a donde llega, como dijimos, en calidad de supuesto hijo de un amigo español del Cacique, y en tren de comerciante, "porque el comercio es el único objeto de visita que los indios acogen y miran sin recelo" (en calidad de negociante va asimismo hacia los araucanos Paul Treutler, como ya lo veremos). Así describe a Mañil: "Mañín-Huenu", "el pasto del cielo" o "Mañín Bueno" como le dicen los chilenos, era muy anciano –se calcula su edad en noventa o cien años o aún más– pero su aspecto no indicaba una edad tan avanzada. Derecho, pero sin gran vigor, con ojo vivo y penetrante y el cabello poco canoso, podía tomarse por persona de unos sesenta años...". Sin embargo, Smith no deja de mostrar su sorpresa al saber que el cacique tiene 20 mujeres (de ellas una chilena cautiva que no quiere volver entre los suyos es la menor) y muchos hijos de pocos años. Continúa: "Pero hay que confesar que el traje del Gran Toqui no era lo de esperarse, si se toma en cuenta su elevado rango. Llevaba una camisa que no se había lavado por varios meses, un chaleco militar sucio y un poncho sujeto a la cintura, que le envolvía las piernas a manera de pollera; su cabeza estaba amarrada con un pañuelo rojo y amarillo que complementaba su indumentaria. Sin embargo, me fijé que colgada de la ramada había una brida, con freno, cabezadas y riendas cubiertas de adornos de plata maciza y aunque Mañin se considera pobre, doscientos pesos fuertes no habrían pagado todo el metal que usaba para montar a caballo". A este indumento del Toqui contribuyó nuestro viajero con dos charreteras de regalo que sumieron en grande admiración a Mañín, el cual prometióle darle en cambio uno de sus mejores caballos, a la vez que le confirió la distinción de hacerlo compadre (igual distinción concedió un cacique de Mehuín a Treutler, en lo cual vemos la influencia de los usos cristianos).

Prosiguió luego su viaje Smith hasta llegar a las cercanías de Villarrica, pasando cerca de las ruinas de Imperial (hoy Carahue). En los campos observa la costumbre del roce a fuego (similar a la que usaban los indios norteamericanos), por lo cual lamenta y augura la extinción gradual de los bosques. Observa una gran trilla a yegua, y el extendido cultivo de la papa, cuya calidad le hace sugerir que debe ser llevada a los EE.UU. e Irlanda, para librar allí de plagas a la especie. Observa la excelente calidad de la crianza de ovejas, y que el comercio de lana ya se difundía. Ve las casas construidas a orillas de vertientes o riachuelos, las cuales eran abandonadas si éstos se secan, porque el mapuche no cavaba pozos. En cuanto a las comidas y bebidas, nos cuenta que el mapuche "como los griegos a Baco y Ceres, antes de comer derrama un poco de caldo al suelo, otro tanto hace con la harina tostada y cuando va a beber". Es testigo de la fabricación del muday, para su desgracia, pues este conocimiento le impide disfrutarlo (se hacía masticando y haciendo fermentar con la saliva distintos granos: maíz, maqui, molle, quínoa, frutilla) Declara que el trigo, antes que la carne, es el alimento principal en forma de ulpo, caldo, o de una especie de pan con grasa, el "covque". A este respecto, guarda uno de los más gratos recuerdos de su gira, contándonos un episodio que compara al de la vida cotidiana bíblica:

En la mañana fuimos despertados por el ruido especial de las mujeres de la casa moliendo trigo en morteros, acompañado de un suave y armonioso silbido y cantos improvisados:

Estamos moliendo el grano para el forastero/ Que ha venido desde lejos/ Que le plazca por su blancura/ Que le agrade al paladar/ Porque nos ha traído cuentas/ Cascabeles y dedales/ Para podernos adornar.


En su viaje toma contacto con los boroanos, y desmiente la tradición de señalarlos como indios rubios, declarando que incluso sabios viajeros habían sido sorprendidos con este aserto. Dice: "Los boreanos son tan bronceados, feos, sucios y poco civilizados como sus vecinos. Como entre las demás tribus, de cuando en cuando se encuentra un indio de pelo castaño, ojos claros y tez más pálida que la generalidad, que indica una mezcla de sangre blanca; mezclas que son por otra parte más numerosas entre los de Boroa, sin que se note un cambio de aspecto o del carácter de la tribu". Sin embargo, algunos años más tarde, Paul Treutler, que conoció asimismo a boroanos, explica que los araucanos hacían malones para robar vacunos y mujeres. Así la raza araucana está mezclada de tal manera con la española que se puede confundir a muchos indígenas con españoles, y hay muchas mujeres y muchachas de gran belleza entre ellos...". "Los de Boroa, de buena configuración de cuerpo y noble fisonomía se parecen mucho a los alemanes". Treutler era más admirador del físico de las araucanas que Smith, el cual declara que conoció sólo a una muchacha verdaderamente hermosa en su viaje de tres meses, pero que desistió de abordarla cuando la vio entregada a la interesante tarea de matar ciertos ácaros entre sus dientes.

La poligamia entre los araucanos es considerada en forma meditativa por Smith, cuando conversa con un cacique que no queda conforme cuando él le explica que los cristianos se casan sólo con una mujer: "no pudo comprender la razón de esto; los de su pueblo, decía, siempre vivían felices con varias mujeres, lo que no sucedería si la costumbre no era del agrado del Ser Supremo. Cuando recordaba la tendencia polígama de los personajes bíblicos, tuve que reconocer que, según sus luces, no dejaba de tener razón el viejo".

Tanto Smith, como antes Domeyko, y después Treutler, reparan en la dependencia de la mujer araucana, sometida totalmente al varón, y que llevaba el peso de la labores domésticas y agrícolas, reprobando esta situación. Sin embargo, Domeyko trata de justificarla, aduciendo que ella es propia de los pueblos a donde no llega el cristianismo. Parte de estas mujeres eran cautivas chilenas, bien bastante apetecido por el mapuche. Por otra parte, muchos mapuches se quejaron a Smith de que los cautivos hechos por los chilenos no se devolvían en forma recíproca. Según los indios, alcanzaban a varios centenares los cautivos sometidos a dura servidumbre entre los chilenos. Reparó además Smith que los mapuches guardaban buen recuerdo de los españoles, debido, piensa, a que éstos les enteraban de las decisiones reales en parlamentos y los agasajaban, en tanto que las autoridades chilenas los miraban con poco disimulado desprecio.

Al final de su viaje, Smith llegó a pensar en la posibilidad de quedarse en la Araucanía, en donde su amistad con Mañin le procuraría grandes beneficios, y seducido por la vida noble e incitante de las pampas sin límites, en donde se sentía rebosante de salud y de buen humor. Sin embargo, esto no fue sino un deseo pasajero, y no se quedó por mucho tiempo entre los indios, como Simón Rodríguez, que llegó a abarraganarse con una mapuche, y el matemático francés Lozier, que contrajo matrimonio con una araucana de la cual tuvo hijos a los cuales llamó Papa y Zapallo. A su regreso recogió los animales comprados en el viaje de ida, los cuales les fueron entregados con absoluta escrupulosidad, rasgo de honradez que enaltece, así como después lo enaltece asimismo Treutler, y tras despedirse de su amigo Mañin y de sus ahijados, traspuso el Bío-Bío, para volver –como dice– otra vez a la gente de su mundo, no sin dejarnos un testimonio sobre "otro mundo" que merece, sin duda, una reedición.



Las andanzas de Treutler

Cuatro veces se aventuró porfiadamente por la Araucanía Paul Treutler, con el objetivo principal de tratar de ubicar vetas y mantos de oro y plata, así como tesoros ocultos por los españoles, en los cuales creía firmemente. Se proponía, además, explorar el territorio comprendido entre el Calle–Calle y el Toltén, obtener compra de tierras para el gobierno, y rescate de cautivas chilenas. Treutler era apadrinado por las autoridades, e incluso se entrevistó con los Presidentes Montt (al cual encuentra con una subida proporción de sangre negra) y Pérez, los que le prometieron ayuda económica, sin concedérsela. Pero Treutler, que había pasado por mil aventuras en Chile, desde la fiebre de la plata en el Norte Chico, no se arredraba y organizó una expedición con la cual entró a territorio araucano en calidad de comerciante, pues señala que los araucanos odiaban todo lo relacionado con el oro, y a eso atribuye el hecho de que usaran sólo plata para sus adornos. Daba como cierta la existencia de grandes riquezas auríferas cerca de Villarrica, e incluso dice que algunos mapuches con los que entró en trato trataron de revendérsela, pero no pudo llegar por la manifiesta hostilidad de algunas tribus. Para Treutler, la zona era la más rica, agradable y fértil de Chile, y sus informes en este sentido influyeron en el avance colonizador. Además, la más apropiada para la crianza de vacunos y caballares. Su viaje proporciona noticias interesantes sobre el género de comercio con los mapuches, siempre ventajoso –a pesar de los malos caminos y los riesgos– para los comerciantes. Así el apetecido aguardiente (el "toro blanco") proporcionaba una ganancia de ciento por ciento, que se mezclaba generosamente con agua, y un caballo cuyo valor era de $22,50 era cambiado por los indios por dos libras de añil (para teñir la lana) cuyo costo era de $5. Otros artículos de trueque de los mapuches eran, además de ganado, los cueros de vaca, de lobo marino, guanaco o avestruz. La naturaleza lo sorprende con su exuberancia: "No me atrajo tanta belleza de lo pintoresco o de la variedad morfológica, sino que se apoderó de mí un sentimiento similar al que uno tiene cuando contempla por primera vez el mar y observa la inmensa e ilimitada lejanía... Quedé un instante profundamente meditabundo ante esa magnífica naturaleza en la que parecía reinar un silencio sepulcral. Desde el sitio en que me encontraba no se descubría ciudad, aldea, choza o ser viviente alguno. El bosque era mudo y muerto, sólo se advertía la acción de las fuerzas subterráneas en el lejano horizonte por la erupción del volcán (el Villarrica) y en la cercanía se deslizaban las grandes masas de agua de los ríos". En el caserío de Imalfudi describe las chozas sombreadas por enormes manzanos y miles de choroyes y torcazas, de color gris azul, más grandes y más sabrosas que las europeas. Su contacto con esta rica naturaleza deja una impresión casi paradisíaca: cazaba a orillas de ríos abundantes en patos, cisnes y flamencos de bello plumaje; era abundantísima la caza en la zona costera de lobos marinos, huillines, guanacos, zorros, becasinas, pudúes; y los ríos estaban poblados de pejerreyes, truchas y anguilas. Unido a la variedad de árboles, a la riqueza de productos marítimos y de frutos silvestres, no podemos dejar de pensar en cómo la civilización ha ido terminando con toda esta riqueza, y terminando con todas las especies vegetales y naturales, en la forma más criminalmente imprevisora. Fuera de esto, la alimentación de los mapuches era abundante en extremo, de acuerdo a las descripciones de Treutler, tanto en la zona de la costa (donde sufre por la abundancia del cochayuyo en el menú) como en el interior, donde disfruta de los guisos de papa y carne cocida. Junto con Smith, describe la ceremonial ofrenda del sacrificio del cordero, efectuado cada vez que aparecía un huésped: "Uno de los hijos del dueño de casa trajo en seguida un carnero vivo, mientras la mujer mezclaba sal y ají en el estómago. La sangre caliente que manaba le fue ofrecida en un cuerno de vacuno al anfitrión y éste, después de asperjar ritualmente unas gotas en dirección al volcán Villarrica como ofrenda al Pillán, bebió del cuerno y lo hizo circular en señal de bienvenida. "El beber la sangre me costó algún esfuerzo y más de una náusea, pero tuve que hacerlo porque Jaramillo (su guía) me dio a entender que tenía que tomarme todo el cuerno, hecho lo cual me abrazó el indio y nos besamos con lo que quedé bajo su protección".

Treutler visitó especialmente la zona del norte de Valdivia, aún cuando logró internarse hasta Pitrufquén y luego a las cercanías del volcán Villarrica, pero no cumplió con sus objetivos, pues fue acusado de espionaje y estuvo a punto de ser ajusticiado por una tribu boroana que lo sorprendió. A los indígenas más vecinos a la civilización los describe como pacíficos y tranquilos agricultores (alaba la producción de papas y habas) y honrados comerciantes. Además, vendían su tierra al Gobierno paulatinamente, sin oponerse a la civilización, ni a las misiones religiosas -aún éstas daban poco resultado, sobre todo cuando se trataba de combatir la poligamia. Al respecto, Treutler cita al cacique Cariman, de Mailef, aliado de los chilenos, que a los 75 contaba con ocho mujeres y se negaba a convertirse para no renunciar a ellas y poder seguir casándose. Describe a los araucanos como de mucha fortaleza física y como eximios jinetes, muy longevos, y nos dice que no se desfiguraban el cuerpo como la gente de otras tribus, pero se pintaban la cara y el cuerpo en ocasiones de fiestas o de guerra. Deplora el estado de servidumbre de las mujeres, y alaba su limpieza, hacendosidad y atractivo físico, ante el cual no sucumbió, pese a que fue sometido a la dura prueba de dormir con una de las hijas del cacique Railef: "Pero ruego al lector –advierte– que no vea algo inmoral en ello, pues es conocida la absoluta inocencia de esta raza, que castiga con la pena capital el adulterio y la seducción". Terrible prueba debió haber sido para este germano aficionado al bello sexo, que en otra parte de su libro declara haber volado "de flor en flor" entre las damas santiaguinas.

Ve a los indígenas divididos entre los que se iban incorporando a la civilización e incluso se aliaban con los chilenos, y los que mantenían su independencia y costumbres más bárbaras y guerreras. Entre los primeros destacaba el cacique Paillalef, de Pitrufquén, el cual se había construido una casa a la europea y tenía a su servicio a dos carpinteros y un herrero chilenos, así como a un corneta desertor del ejército. Fue testigo de un "machitún", de consejos de índole judicial y le llamó la atención que en el túmulo de los caciques estuvieran los pellejos rellenos con paja de sus caballos, los que movidos por el viento parecía hacer fantasmales cabalgatas nocturnas. En fin, sorprendido en sus intenciones, y ya que los tiempos estaban alborotados, debido a las consecuencias de la revolución del 59, debió regresar a Valdivia, contentándose –como dice– sólo con haber salvado su vida y la de sus compañeros. Así terminan las andanzas araucanas de Paul Treutler, el que debía continuar, sin poder hacer mayor fortuna, por un buen tiempo en nuestro país, lo cual siempre lo recomendó calurosamente a sus compatriotas. Y así termina también este artículo, en el cual procuramos, como ya lo dijimos, entregar a través de estos testimonios, una sucinta visión de lo que fueron en el siglo pasado los últimos araucanos independientes.









En Boletín de la Universidad de Chile,
Santiago, Nº58 (07.1965), pp. 4-12.








Notas

[1] Los libros que tratamos son: Araucanía y sus habitantes, por Ignacio Domeyko, Stgo., 1846; Los araucanos, por E. R. Smith, Stgo., 1914, traducción de R. A. Latcham de la 1a. edición norteamericana de 1855; y Andanzas de un alemás en Chile, 1851-1863, por Paul Treutler, traducción de Carlos Keller, de la edición alemana de 1882, Edición del Pacífico, 1958.

[2] Véase Frases estigmatizante y lapidarias (capítulo de la vida del hombre americano), por Domingo Tripailaf Huaiquemilla, en Cauce, Valdivia, N° 10-11, enero-febrero, 1965.

[3] En "Una experiencia de antropología aplicada entre los araucanos", Anales de la Universidad de Chile, N° 130, julio, 1964, por Ximena Bunster.

[4] Entre los más famosos caciques amigos estuvieron Colipí, uno de cuyos hijos fue héroe de la Guerra del 39 contre la Confederación, y Venancio Coñuepán -aliado también de Rozas- cuyos descendientes incluso lucharon contra los de su raza junto a las tropas chilenas.

[5] A fines del siglo XVIII, en una evaluación de Ambrosio O'Higgins, la población independiente araucana era de 95.000 oersonas. En 1812, el censo del curato de Concepción lo estimaba en 70.000. En 1869, según Chili, tel qu'il est, de Edmond Séve, 70.000, y según las comisiones radicadoras. su número alcanzaba a unos 75.000 en 1895. Sin embargo, su primer censo, en 1907, indicaba más de 100.000 indígenas situados como dueños de tierras dentre de Cautín y Malleco, y en la actualidad, por lo menos, más de 200.000.

[6] Fray Félix de Amberga, Revista Chilena de Historia y Geografía, N°6, 1911.

[7] "Vos no sabes coronel, lo que han hecho con nosotros tus paisanos, no tienen razón para reprenderme. Mira lo que han hecho sólo conmigo: violaron y mataron a mis mujeres y también asesinaron a mis hijos; además, dejaron también ensartadas a mis mujeres. ¿Y cómo quieres, coronel, que no me subleve cuando se me trata así? Mira coronel: preferimos morir todos con la lanza en la mano y no asesinados en nuestra casa y por todos tus paisano..." (en Crónica militar de la Araucanía, por Leandro Navarro, 1909; declaraciones del cacique Quilaqueo a Gregorio Urrutia, junio 1882).

[8] En 1851, Domingo Faustino Sarmiento escribía: "Sobre todo, quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia... y para nosotros los indios son asquerosos, a quienes habría que hacerlos colgar, y mandaríamos colgar ahora si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla..."










viernes, 25 de abril de 2008

"Cuartetos imperfectos a Heidi Schmidlin", de Jorge Teillier





Heidi generosa poda ramas de ciruelos
en casa de Enrique quien dice creer en Dios.
Heidi quisiera tener un abuelo pastor de cabras,
pero es raro hallar a Dios y murió el pastor de cabras

Con Heidi no temo atravesar las calles
y en “El Huerto” me invita a tomar una cerveza.
Yo que un día quise ser pastor de nubes
gracias a ella tengo un brindis de espuma.

¿A quién hallará Heidi vestida de blue jeans
preocupada de la salud marítima de los buzos?
Tal vez a un antepasado que soñaba en los Alpes
o a un amigo que despierta cantando a la Piaf.

Heidi, a quien un día retrató Durero,
cuyo rostro es un poema de Dylan o Chuck Berry,
recibe este saludo de quien no espera nada,
sino el milagro azul de estrellas de otro siglo.





















jueves, 24 de abril de 2008

"Nostalgias del Far West", de Jorge Teillier





a Mary Crow

No soy un General activo ni en retiro
y sólo he sentido silbar balas en mis oídos
en las matinés de los miércoles y domingos
en el Teatro Real del Pueblo.

Allí aprendí que la justicia se hacía al margen de la Ley,
que estaba a cargo de Tom Mix, o Shane el Desconocido.
Al final los pillos, los malos y los delatores
serían castigados
y el jovencito se casaría con la niña.

Añoro los grandes espacios—trigales de las llanuras,
en estos valles estrechos y áridos
“donde el silencio se amortaja como si estuviera muerto”
y me llama la sirena de un bar de Tucson o Fort Collins.

No me gusta Búfalo Bill, torpe cazador de bisontes,
que vendió a Calamity Jane como artista de circo.
Estoy al lado de Sitting Bull y Crazy Horse
que decía que todos los blancos estaban locos
tan locos como Custer que murió con las botas puestas
junto a su Regimiento de asesinos de niños y mujeres
no sin antes pedirle un día de tregua a los Sioux para escapar.

Nostalgias del Far West. Nostalgia de Globe—Trotters
            y de los pioneros.
Saludo a los Hermanos Clayton y Doc Holiday
el mejor pistolero y dentista del O.K. Corral.
Estoy donde Don Rocha frente a un vaso de whisky.
Sí, nostalgias del Far West, nostalgia de rebaños
y trigales infinitos, de lunas azules y de un tiempo sin tiempo.

















miércoles, 23 de abril de 2008

"Armando Rubio Huidobro (1955-1980)", de Jorge Teillier




a Raquel y Alberto

Encendido por una llama de aire puro
Ariel de las calles santiaguinas
De la Gran Avenida a Vitacura a la Estación Mapocho
Fugaz torbellino
Pájaro huyendo de la jaula de los años
O tranquilo ángel
En manos de los barberos de las Fuentes de Soda
O de los bares a punto de cerrar
Donde garzones de chaquetas manchadas
Nos sirven los aperitivos de Nuestra Señora de la Muerte.

Nadie podía saber
Tras oír tu alegre silbido
Que más que nadie escuchabas a Ottis Reading
Llamándote desde el otro mundo
Con su oscuro cantar
Todo no es sino un accidente
Como lo fue para Ottis.

All the jazz
Todo debe continuar
Toda bulla debe continuar
Toda confusión debe continuar
Ciudadano de Orihuela y de Isla de Maipo.

Deben continuar tu aguda sonrisa
            y tus versos a la Maratón y tu perro Fulgencio
Como tu vida
Esa danza que barría toda arena de las playas de la rutina
Y tu mejor herencia
Es escuchar decir a muchos
Que al lado de tu muerte no merecen estar vivos
            y tampoco nosotros.















martes, 22 de abril de 2008

"El libro único de Jorge Teillier", de Leonidas Morales




En la hermosa poesía de Jorge Teillier hay rasgos estructurales que incitan, con más propiedad que ninguna otra en Chile, a una reflexión crítica sobre el sentido que en ella adquiere el libro como unidad de escritura. Los libros de poemas de Teillier, una docena, mantienen entre sí unas relaciones tan inusuales, y tan sistemáticas al mismo tiempo, que hacen de ellos una clase singular de libros, distinta a la dominante en la poesía chilena moderna. Esta última, la dominante, es la clase de aquellos libros que testimonian un proceso creador dentro del cual ocupan lugares insustituibles, marcando etapas o faces diferenciadas, a veces incluso de ruptura, que nos obligan cada vez a reajustar los supuestos de lectura para dar cuenta de las variaciones introducidas.

Los de Teillier no pertenecen a la clase de libros que remiten a un proceso creador de esta naturaleza, sometido a la linealidad. Pertenece en cambio a la clase de libros que se adscriben a un proceso creador que podríamos llamar, por oposición a esa linealidad, circular. En efecto, todos sus libros instalan al lector en la lógica de los retornos. Cada uno de ellos cita al anterior, su mundo, sus tensiones, sus temas esenciales, sus códigos de producción del sentido. No son en realidad sino las reescrituras de un libro único, borgiano, diríamos, en la imaginación que lo concibe: infinito, sin riberas ni bordes. Y por lo mismo, libros perfectamente intercambiables entre sí. El último El molino y la higuera (1993) pudo haber ocupado el lugar del primero, Para ángeles y gorriones (1956). La cronología de la obra de Teillier, que pones los libros en orden de una sucesión, no es más que una ficción del hábito bibliográfico, porque su orden, en definitiva, es el de la superposición, y en él, uno es el espejo del otro, unidos por la semejanza.

¿Cuáles son los hilos de unión que la semejanza en todos estos libros, en cada una de estas reescrituras de un libro único, y que en su tramado, le dan a la poesía de Teillier una identidad inconfundible en la poesía chilena contemporánea? Uno de los hilos pasa por el verso. A Eduardo Llanos, en el prólogo a la antología de Teillier Los dominios perdidos (1992), no le parecía "muy marcado" el "rigor verbal" del autor. Un juicio erróneo, creo, que podría explicarse tal vez por la interferencia, en su lectura, de modelos de rigor provenientes de otros poetas. Pero en poesía moderna, no existen los modelos previos como pautas de evaluación. Desde los románticos alemanes de fines del siglo XVIII, cada poesía establece el suyo, y las condiciones para juzgarlo. Las condiciones internas de la poesía de Teillier nos llevan, al revés de lo que piensa Llanos, a ver en su lenguaje, estructurado por su verso, un rigor impecable, el rigor de lo necesario, de lo que no puede ser sino de esa manera.

Es un verso de palabras comunes, sacadas del "lenguaje de la tribu" y dispuestas en la sintaxis de la conversación, del hablar relajado, la sintaxis que N. Parra ha hecho posible en la poesía chilena. Pero el verso de Teillier tiene un movimiento propio: avanza por la página como si llevara consigo un peso invisible que lo lastra. Su tono parece fundarse en la evidencia de un desastre inacabable, asumido no obstante con esa aceptación silenciosa que impone el saber de lo irremediable, de las fatalidades. El ritmo del fluir del verso es pues lento, casi declinante, con inflexiones demoradas y apenas perceptibles. Es el ritmo de una memoria, el hilo mayor, esta memoria, de los que tejen la semejanza entre los libros de Teillier. Una memoria que le dicta al verso su palabra, su andadura, su tono, su ritmo, y la que determina su rigor, o sea, la necesariedad del modelo interno a que responde en su despliegue.



La memoria

El árbol de la memoria (1961), se llama otro de los libros de Teillier, pero podría ser también el título común de todos sus libros, incluso una bella metáfora del proceso creador, cuya circularidad no es más que la circularidad de la memoria que lo gobierna. Como el árbol de la memoria genética igualmente cerrada sobre sí misma que genera sin poder evitarlo, ramas y hojas de la misma factura, el proceso creador en Teiller produce libros semejantes entre sí, porque la memoria que lo rige insiste en regresar siempre, fascinada, a un mismo punto originario. Desde el presente que habita, el sujeto de la memoria evoca un pasado, el suyo, el de una infancia con bosques huertos, casas de madera, ámbitos domésticos, lluvias, líneas de ferrocarril. Lo que evoca es una pequeña comunidad familiar, pueblerina, de voces, sonidos, brillos, gestos, de la que no ha sido expulsada todavía la leyenda, el rumor del misterio que alienta en el bosque. Una comunidad de cosas que parecen venir de otro tiempo, remoto, que hablan el lenguaje de lo lejano y distante, y que por eso mismo son portadoras de lo que otro gran evocador de la infancia, Walter Benjamin, llamaba "aura"

Pero esta comunidad a la que la memoria retorna, una y otra vez, está perdida. Y es desde su pérdida que el sujeto la evoca, incapaz de renunciar al vínculo luminoso que deposita ella en su destino. Al tiempo integrador del pasado no se le ha permitido continuar siendo una actualidad. Su lugar en el presente ha sido usurpado por un tiempo enemigo, erosivo, disgregador, que disuelve el "aura" de las cosas, las degrada y pervierte. Es el tiempo urbano de la modernidad el que condena al pasado de esta manera. El trajín de la memoria se vuelve entonces una actividad elegíaca, que la abre, secretamente sobrecogida, al espectáculo ruinoso de lo que fue y ya no es, y que nunca debió dejar de ser.

El recordar repetido de la memoria acaba siendo así el ritual funerario de un nombrar y honrar interminablemente a las víctimas. Las manzanas del huerto se pudren. Las muchachas olvidan sus promesas. Las líneas del ferrocarril se cubren de moho. Y nadie está ya para oír de nuevo al hombre que "silba en el bosque". Sin embargo la memoria no ha recordado en vano: el resplandor de las cosas evocadas está ahí, el "aura" de su dignidad, de su nobleza, está ahí, inscritos y perfectamente legibles en cada uno de los libros de Teillier. Es cierto que la comunidad donde se hallan estas cosas lleva en el interior el gusano histórico de su muerte, pero el lector que ha sido tocado por la "maravilla" y el duelo de la poesía de Teillier (Muertes y maravillas, 1971, dice el título de otro de los libros), se queda con su verdad, la verdad de su belleza, arrebatado por la utopía de una nueva comunidad, una donde esa verdad sea acogida y produzca los bienes, éticos y estéticos, que le son inmanentes.

Desde la generación de N. Parra y Gonzalo Rojas, la poesía chilena no nos ha dado un poeta como Jorge Teillier. Tan lúcido, tan intenso, tan coherente, de una coherencia que absorbe incluso la misma biografía y las circunstancias de su muerte.









En el diario La Época, domingo 12 de 1996.










lunes, 21 de abril de 2008

Carta de Jorge Teillier a su amiga Nora





Irlanda de América, Febrero 3/73

Nora:

            Creo que alguna vez en tu casa o en la casa de la Luna (¿pero es que tu casa no puede ser habitada por la Luna?) me hablaste algo sobre Lautaro. Esta tarde te escribo desde Lautaro, desde el patio de la casa de mis padres, veo a un sobrino (de dos años) que trata de descifrar el lenguaje de los caracoles y yo me preocupo de investigar el lenguaje de las volutas de humo dejadas por el paso de la locomotora de un tren de carga por la mitad del pueblo.

            Aquí los trenes son muy importantes y todas las tardes acompaño a unas muchachas amigas a ver la llegada del Rápido Puerto Montt-Santiago, como un personaje de Francis Jammes.

            Tambièn las ayudo a sacar los puzzles, porque sus conocimientos histórico-geográficos son más bien precarios. Ya ves que no corro peligro de contraer meningitis.

            Estoy tratando de leer Oscuro como la tumba donde yace mi amigo, pero en este ambiente bucólico (o "lugar horrible donde las vacas se pasean crudas" -como se prefiera- ) el libro me resulta ajeno, escrito por alguien separado-de-sí-mismo, como aquí uno está integrado no sólo fisicamente sino anímicamente a un paisaje y a un estado del alma que me hacen ser yo mismo, ese yo que se pierde -helás!- en la Capital, como la virtud de una provincianita cualquiera.

            Durante el viaje las ruedas del tren me dieron el ritmo de una letra de canción que no es sino eso, un simple "Blue":


            Vendrán nuevos rostros
            Vendrán nuevos días
            Seré olvidado
            Tendré recuerdos
            Veré salir el sol cuando sale el sol
            Veré caer la lluvia cuando llueve
            Me pasearé sin asunto
            De un lado a otro
            Me sentaré a escribir una carta
            Que no me importa enviar
            O a mirar a los niños
            En un parque de juegos
            Siempre llegaré al mismo puente
            A mirar el mismo río
            Iré a ver películas tontas
            Abriré los brazos para estrechar el vacío
            Tomaré vino si me ofrecen vino
            Tomaré agua si me ofrecen agua
            Y me engañarè repitiendo:
            "Vendrán nuevos rostros
            Vendrán nuevos días".


            Como ves, los viajes no son siempre propicios al canto. Va atardeciendo como lo anuncian los pájaros y es la hora de salir a caminar hasta llegar a la última casa, para después estar un rato en el Club de Sub-Oficiales en retiro, lugar donde se refugian los sobrevivientes que en esta época no se preocupan mayormente de política y siguen pasando por la República a bordo de una nube sin reloj ni palabra de honor. Y en la noche trataré de escribir un cuento, aun cuando tengo pocos deseos de contar nada. Pero hay que trabajar, como dirían mis antepasados. Me gustaría que conversáramos como en el siglo XVIII, escribiéndonos largas cartas. Es bueno en este lugar recibir noticias de los amigos de otro mundo. Las espero en el Correo que está en la plaza, por supuesto.

Te saluda, y saluda a Enrique, Paula y Emiliano Zapata Jr. tu amigo

Jorge Teillier





* Oscuro como la tumba donde yace mi amigo es una novela póstuma escrita por Malcolm Lowry, quien nació en Cheshire el 28 de julio de 1909 y murió el 26 de junio de 1957 en Sussex del Este, ambos lugares en Inglaterra ubicados.

© Nota de Juan Carlos Villavicencio






domingo, 20 de abril de 2008

"Blue", de Jorge Teillier




Veré nuevos rostros
Veré nuevos días
Seré olvidado
Tendré recuerdos
Veré salir el sol cuando sale el sol
Veré caer la lluvia cuando llueve
Me pasearé sin asunto
De un lado a otro
Aburriré a medio mundo
Contando la misma historia
Me sentaré a escribir una carta
Que no me interesa enviar
O a mirar a los niños
En los parques de juego.

Siempre llegaré al mismo puente
A mirar el mismo río
Iré a ver películas tontas
Abriré los brazos para abrazar el vacío
Tomaré vino sí me ofrecen vino
Tomaré agua si me ofrecen agua
Y me engañaré diciendo:
“Vendrán nuevos rostros
Vendrán nuevos días”.

























sábado, 19 de abril de 2008

"Tantos milagros", de Jorge Teillier





Tantos milagros para nada
Cuando al oír un solo nombre
Cae nieve legendaria
Haciendo inclinarse las ramas

Tantos rostros justos y bellos
Como las naranjas en el mediodía de la mesa
Tanta lluvia que siempre llega a tiempo
Tantas calles
Donde las mismas niñas saltan a la cuerda

Tantos milagros para nada
Para apagarse como mi memoria
Un guijarro abandonado por el sol
Que se remonta tras un horizonte
Que ni las aves de la más alta esperanza
Pueden jamás soñar alcanzar







* Poema perteneciente a la primera parte de MUERTES Y MARAVILLAS (de un total de ocho), publicado en 1971, sección que fue llamada "I. A los habitantes del País de Nunca Jamás".







viernes, 18 de abril de 2008

"Señales", de Jorge Teillier





Atardece. Se disuelven
las lejanas humaredas de los cerros.
Los gorriones picotean cerezas pasadas.
El tren de carga pasa
dejando una estela de carbón y mugidos.

“Si llueve con creciente va a llover siete días”.
Los rieles se alargan sin esperanza
mientras el tiempo se despoja de su máscara
y muestra su rostro secreto en la lluvia.

En la trastienda del almacén
alzan sus vasos de pipeño los amigos. En la plazuela
el forastero oye contar estrellas a los hijos del carpintero.
Y luego una ronda: “Alicia va en el coche, carolín...”

El pueblo se refugia en los ojos de ovejas que dormitan.
Antes de irse, el sol ilumina brutalmente
nuestro rostro condenado al fracaso.
Nuestro rostro
y los de quienes nunca conocerán la realidad,
dispersándose como el polvillo de los duraznos en los dedos
            del viento. Jinetes perdidos, novias
que aún esperan en la capilla ruinosa, vagabundos
con la cabeza destrozada por las locomotoras.

El sueño hace señas con su linterna oxidada.
El Ángel de la Guarda ya no espera nuestro ruego.
Y vemos sin temor que se abre para nosotros
el país de la noche sin frontera.


















miércoles, 16 de abril de 2008

"Despedida", de Jorge Teillier





...el caso no ofrece
ningún adorno para la diadema de las Musas.
 

Ezra Pound

Me despido de mi mano
que pudo mostrar el rayo
o la quietud de las piedras
bajo las nieves de antaño.

Para que vuelvan a ser bosques y arenas
me despido del papel blanco y de la tinta azul
de donde surgían los ríos perezosos,
cerdos en las calles, molinos vacíos.

Me despido de los amigos
en quienes más he confiado:
los conejos y las polillas,
las nubes harapientas del verano,
mi sombra que solía hablarme en voz baja.

Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta:
los fracasados, las cajas de música,
los murciélagos que al atardecer se deshojan
de los bosques de casas de madera.

Me despido de los amigos silenciosos
a los que sólo les importa saber
dónde se puede beber algo de vino
y para los cuales todos los días
no son sino un pretexto
para entonar canciones pasadas de moda.

Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias.

Me despido de una muchacha
cuyo rostro suelo ver en sueños
iluminado por la triste mirada
de trenes que parten bajo la lluvia.

Me despido de la memoria
y me despido de la nostalgia
–la sal y el agua
de mis días sin objeto—

y me despido de estos poemas:
palabras, palabras –un poco de aire
movido por los labios— palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar.
















domingo, 13 de abril de 2008

"Domingo en San Lorenzo de El Escorial", de Jorge Teillier





Día domingo en San Lorenzo de El Escorial. Las palomas duermen en el aire, como diría Rosamel del Valle, pero las campanadas del mediodía las despiertan, e irreverentes como siempre, van a posarse desde la Plaza del Centro a la cabeza de la estatua de Felipe II que no se cansa de contemplar el Monasterio que ha hecho perpetrar un innumerable número de sonetos a los poetas españoles, el Monasterio que el Rey se demoró treinta años en construir para lo que podríamos llamar eternidad.

Como buen chileno típico compro un diario y luego entro a tomar un aperitivo a un restaurante con nombre de bucaneros, que le sería grato a Robert Louis Stevenson; “El Doblón de Oro”. Uno de los barmen es enemigo de Caszely. “El gerente –así lo llaman en España- es un fanfarrón”, me dice. Pero otro lo defiende: “Dijo que haría más goles que Cruift y lo ha cumplido. Y con Solsona y él la selección española tendría la mejor ala izquierda de Europa”.

Salir de Chile para hablar asuntos de chilenos: “Para que no me olvides” encabeza el ranking de los discos más vendidos en España, pero no aparece el nombre de Óscar Castro, autor de la letra. Como ocurrió hace años cuando se omitió el nombre de Alejandro Flores, como autor de “Sapo Cancionero”.

Veo a la plaza llenarse paulatinamente de japoneses, turistas, esquiadores. Es Semana Santa y Madrid se ha vaciado. Dos millones de madrileños han salido fuera de la capital a pasar el “puente” del feriado del fin de semana. Pero yo no iré a la nieve, ni visitaré el Monasterio. Snob al revés, tampoco en París he visitado Notre Dame ni la Torre Eifel (“La Tour Eiffel ya no sonríe al Sol/ ¿Quién la hará reír? ¡El General De Gaulle!” como escribía Andrés Sabella).

Si hiciera una peregrinación sería a la tumba del poeta peruano Oquendo de Amat, que murió en este lugar en 1937, como recuerda Vargas Llosa, dejando como única posesión terrena una camisa roja. En medio del aliento frío del otoño castellano, puro como un doblón de oro, caminaré para regresar a Madrid hasta el lejano recinto de la estación, donde he hecho amistad con los ancianos vagabundos que no quieren ir al asilo porque odian a las monjas, y que disponen en medio de esta España que “mira a Europa” y se americaniza, de ese único tiempo que no es oro, el tiempo de la libertad que hace mirar sin prisa los trenes llenos de la gente con prisa. Adiós, entonces, día domingo en San Lorenzo de El Escorial.







'Especial para Las Últimas Noticias', 8 mayo 1976.









sábado, 12 de abril de 2008

"Recuerdo de Lautaro", de Javier Campos





A Jorge Teillier lo conocí hace mucho tiempo, cuando yo era casi adolescente y aprendiz de poeta, y también frecuentaba la amistad de escritores como Gonzalo Millán, Enrique Valdés, Omar Lara. Fue en Lautaro.

Habíamos llegado allí un grupo de poetas por invitación del propio Jorge, después de un recital o encuentro en Temuco. Fuimos a parar a una casa que parecía estar sumida entre ramas de frambuesas. De repente apareció el padre de Jorge con una bandeja de empanadas de horno que el nos ponía generoso en su mesa, y antes de preguntarnos siquiera quiénes éramos y cómo nos llamábamos.

El poeta Oliver Welden -entre los del grupo de invitados- debía tomar esa noche el tren que lo llevaría de regreso a Santiago. Todos los poetas que allí andábamos, que ya a las ocho de la noche estábamos contentos, con una sublime mirada de placer dulce por tan hermosa tarde, fuimos en grupo a dejarlo a la estación, que a mí me pareció construida en un tiempo remoto. Recuerdo que Jorge Teillier llevaba dos libros del poeta Welden bajo su brazo: "uno para ti, Jorge y el otro para la biblioteca de Lautaro"dijo muy seriamente.

Luego de irse el poeta, llevándose entre el sonido de una locomotora a vapor y la oscuridad olorosa de Lautaro, los cinco que quedábamos nos fuimos a visitar unos lugares al que suelen ir -por lo menos en ese entonces- sólo los hombres. Al entrar, fue no más ver al "poeta Teillier"para que todas las muchachas se le fueran encima a saludarlo como si fuera su hermano o tío.

Quizás estuviéramos una hora allí, tomándonos dos botellas de chicha de manzana. Antes de irnos, Jorge, en un gesto que nunca he olvidado, y mirando dulcemente a una muchacha hermosa, joven y de rostro asiático -a la que le decían "la vietnamita"le dio como regalo... el libro del poeta Welden, destinado originalmente a la biblioteca pública de Lautaro. Es por eso que ahora la biblioteca del pueblo quizás no cuente, entre sus libros, con la primera edición de ese hermoso poemario llamado Perro del amor, porque debe ser parte de la biblioteca privada de la "vietnamita"








5 de mayo de 1996.







jueves, 10 de abril de 2008

"No sé tocar ni una sola nota", de Jorge Teillier




The Owl looked up to the stars above
And song to small guitar

Edward Lear

No sé tocar ni una sola nota
En la más pequeña guitarra
“Pero el día en que tú naciste
No nacieron todas las flores”
Eres “una flor irrepetible”
Como escribía el “guitarrero borrachín
de Riazan”
Que hubiese amado el Hotel Continental de Temuco
Donde el Malo suele hundir sus pezuñas
Pero no me impidió escribirte
Canciones breves y sin sentido como ésta,
Piropos de colegial de Humanidades.




























jueves, 3 de abril de 2008

"Adiós al Führer", de Jorge Teillier





Adiós al Führer, adiós a todo Führer
               habido o por haber.
Adiós a todo Führer verdadero o falso,
buenas noches, le digo, buenas noches
con una íntima tristeza reaccionaria.

Adiós al Führer que engullía tortas de Selva Negra
mientras sus tanques se alimentaban de caminos de Europa.
Adiós a todo Führer que ame a Wagner o la Giovinezza
ya sea lampiño, barbudo o bigotudo.

Adiós al Führer que en submarino huyó a Buenos Aires
tras matar a Eva y a Blondi, su fiel perro.
Desde los hielos lo oye llamar Miguel Serrano
mas ni por mar ni por tierra podrían encontrarlo.

Adiós a todo Führer que nos ordene sepultarnos con él
tras contemplar cómo arden las ruinas de su Imperio,
y entretanto no deja a nadie dormir tranquilo
aunque no hayamos violado, ni robado, ni asesinado.

Adiós a todo Führer que obligue a los poetas
a censurar sus manuscritos o mantenerlos secretos
bajo pena de mandarlos a su Isla o Archipiélago
o a cortar caña bajo el sol de la Utopía.

Adiós al Führer de la Antipoesía
aunque a veces predique mejor que el Cristo de Elqui.
Es mejor no enseñar dogma alguno, aunque sea ecológico,
cuando ya no se puede partir a Chillán en bicicleta.

Adiós al chico Molina, cruel Führer de Lo Gallardo
donde escribió El Lobo Estepario antes que Hermann Hesse,
aunque N.S. Jesucristo murió por él según lo dice Anguita,
y adiós por quienes desean que demos el sí cuando amamos el no.

Adiós a todo Führer a quien no le importa perder cuarenta o
               cuarenta mil hombres
con tal de invadir islas pobladas por ovejas,
y tras la derrota se acoge a general jubilación
a oír Silencio en la noche ya todo está en calma.

Adiós a quien un tiempo fuera nuestro secreto Führer
y nos recomendaba abstinencia botella de whiski en mano,
y con desprecio abandonó su Bunker frente al cerro
para conquistar Venezuela como sus antepasados.

Adiós al pícaro que pretendía ser Martín Bormann:
Enrique Lafourcade, conde de la Fourchette.
Lo verán pasear un ridículo perrito
sin poder alcanzar ni al Parque Forestal.

Lo verán alimentarse, fantasma rubicundo,
de pálidas y frágiles palomitas nocturnas.
Lo verán recorrer los más perdidos pueblos
buscando firmar autógrafos a Alcaldes y parvularias.

Lo verán sollozar pensando en sus Días sin Dieta
con patitas de chancho en Los Buenos Muchachos.
Lo verán derramar una furtiva y valetudinaria lágrima
mientras canta Yo soy el Rey creyéndose Pedro Vargas.

Y ya no habrá nadie de la Generación del 50
para entonar a coro Yo tenía un camarada.
Adiós a todo Führer que nos dé duro con un palo
y también con una soga
creyendo que como él somos apenas sensitivos.
Y buenas noches, amigos, buenas noches,
hasta que un día nos volvamos a encontrar
en la hora soberbia y enloquecida de los esqueletos.





Escrito en la Plaza del Mulato Gil de Castro,
en Santiago, la noche del 2 de diciembre de
1981, fecha del lanzamiento de la novela de
título homónimo de Enrique Lafourcade.


















martes, 1 de abril de 2008

"El viento de los locos", de Jorge Teillier




Sopla el viento por las calles.
El viento de los locos.
El viento de los locos.
Las brujas
hacen que enciendas fuego en la chimenea
al mediodía del pleno verano,
los niños descalzos abandonan en el atajo sus morrales de piel
            de conejo
y no volverán más a la escuela.
Tú ya no distingues una garza de un halcón.

Esta noche
sopla el viento norte, el viento de los locos
y tú recuerdas a las bellas de otros días
que ahora se pasean insomnes
por los corredores de tristes pensiones
sin siquiera pensar en hacer el amor:
María, Ana María, Mariana, María Antonia.

Nadie te va a mostrar cómo florece la higuera.
Ninguna niña te llevará de la mano
para que despiertes junto a las pimpinelas.
Nadie puede ayudarte:
ni el canto de los escarabajos ni la brújula de los girasoles.
El viento te lleva a una isla desierta
donde nunca llegará un arca ni construirás una canoa.

Sopla el viento de los locos
y hace que tu cerebro se llene de agujeros
por donde entra el vino
que te hace soñar en trenes de los cuales eres el único pasajero
que parte hacia lugares
donde cuchillos y tijeras trabajan todo el día en tu corazón.