En la hermosa poesía de Jorge Teillier hay rasgos estructurales que incitan, con más propiedad que ninguna otra en Chile, a una reflexión crítica sobre el sentido que en ella adquiere el libro como unidad de escritura. Los libros de poemas de Teillier, una docena, mantienen entre sí unas relaciones tan inusuales, y tan sistemáticas al mismo tiempo, que hacen de ellos una clase singular de libros, distinta a la dominante en la poesía chilena moderna. Esta última, la dominante, es la clase de aquellos libros que testimonian un proceso creador dentro del cual ocupan lugares insustituibles, marcando etapas o faces diferenciadas, a veces incluso de ruptura, que nos obligan cada vez a reajustar los supuestos de lectura para dar cuenta de las variaciones introducidas.
Los de Teillier no pertenecen a la clase de libros que remiten a un proceso creador de esta naturaleza, sometido a la linealidad. Pertenece en cambio a la clase de libros que se adscriben a un proceso creador que podríamos llamar, por oposición a esa linealidad, circular. En efecto, todos sus libros instalan al lector en la lógica de los retornos. Cada uno de ellos cita al anterior, su mundo, sus tensiones, sus temas esenciales, sus códigos de producción del sentido. No son en realidad sino las reescrituras de un libro único, borgiano, diríamos, en la imaginación que lo concibe: infinito, sin riberas ni bordes. Y por lo mismo, libros perfectamente intercambiables entre sí. El último El molino y la higuera (1993) pudo haber ocupado el lugar del primero, Para ángeles y gorriones (1956). La cronología de la obra de Teillier, que pones los libros en orden de una sucesión, no es más que una ficción del hábito bibliográfico, porque su orden, en definitiva, es el de la superposición, y en él, uno es el espejo del otro, unidos por la semejanza.
¿Cuáles son los hilos de unión que la semejanza en todos estos libros, en cada una de estas reescrituras de un libro único, y que en su tramado, le dan a la poesía de Teillier una identidad inconfundible en la poesía chilena contemporánea? Uno de los hilos pasa por el verso. A Eduardo Llanos, en el prólogo a la antología de Teillier Los dominios perdidos (1992), no le parecía "muy marcado" el "rigor verbal" del autor. Un juicio erróneo, creo, que podría explicarse tal vez por la interferencia, en su lectura, de modelos de rigor provenientes de otros poetas. Pero en poesía moderna, no existen los modelos previos como pautas de evaluación. Desde los románticos alemanes de fines del siglo XVIII, cada poesía establece el suyo, y las condiciones para juzgarlo. Las condiciones internas de la poesía de Teillier nos llevan, al revés de lo que piensa Llanos, a ver en su lenguaje, estructurado por su verso, un rigor impecable, el rigor de lo necesario, de lo que no puede ser sino de esa manera.
Es un verso de palabras comunes, sacadas del "lenguaje de la tribu" y dispuestas en la sintaxis de la conversación, del hablar relajado, la sintaxis que N. Parra ha hecho posible en la poesía chilena. Pero el verso de Teillier tiene un movimiento propio: avanza por la página como si llevara consigo un peso invisible que lo lastra. Su tono parece fundarse en la evidencia de un desastre inacabable, asumido no obstante con esa aceptación silenciosa que impone el saber de lo irremediable, de las fatalidades. El ritmo del fluir del verso es pues lento, casi declinante, con inflexiones demoradas y apenas perceptibles. Es el ritmo de una memoria, el hilo mayor, esta memoria, de los que tejen la semejanza entre los libros de Teillier. Una memoria que le dicta al verso su palabra, su andadura, su tono, su ritmo, y la que determina su rigor, o sea, la necesariedad del modelo interno a que responde en su despliegue.
La memoria
El árbol de la memoria (1961), se llama otro de los libros de Teillier, pero podría ser también el título común de todos sus libros, incluso una bella metáfora del proceso creador, cuya circularidad no es más que la circularidad de la memoria que lo gobierna. Como el árbol de la memoria genética igualmente cerrada sobre sí misma que genera sin poder evitarlo, ramas y hojas de la misma factura, el proceso creador en Teiller produce libros semejantes entre sí, porque la memoria que lo rige insiste en regresar siempre, fascinada, a un mismo punto originario. Desde el presente que habita, el sujeto de la memoria evoca un pasado, el suyo, el de una infancia con bosques huertos, casas de madera, ámbitos domésticos, lluvias, líneas de ferrocarril. Lo que evoca es una pequeña comunidad familiar, pueblerina, de voces, sonidos, brillos, gestos, de la que no ha sido expulsada todavía la leyenda, el rumor del misterio que alienta en el bosque. Una comunidad de cosas que parecen venir de otro tiempo, remoto, que hablan el lenguaje de lo lejano y distante, y que por eso mismo son portadoras de lo que otro gran evocador de la infancia, Walter Benjamin, llamaba "aura"
Pero esta comunidad a la que la memoria retorna, una y otra vez, está perdida. Y es desde su pérdida que el sujeto la evoca, incapaz de renunciar al vínculo luminoso que deposita ella en su destino. Al tiempo integrador del pasado no se le ha permitido continuar siendo una actualidad. Su lugar en el presente ha sido usurpado por un tiempo enemigo, erosivo, disgregador, que disuelve el "aura" de las cosas, las degrada y pervierte. Es el tiempo urbano de la modernidad el que condena al pasado de esta manera. El trajín de la memoria se vuelve entonces una actividad elegíaca, que la abre, secretamente sobrecogida, al espectáculo ruinoso de lo que fue y ya no es, y que nunca debió dejar de ser.
El recordar repetido de la memoria acaba siendo así el ritual funerario de un nombrar y honrar interminablemente a las víctimas. Las manzanas del huerto se pudren. Las muchachas olvidan sus promesas. Las líneas del ferrocarril se cubren de moho. Y nadie está ya para oír de nuevo al hombre que "silba en el bosque". Sin embargo la memoria no ha recordado en vano: el resplandor de las cosas evocadas está ahí, el "aura" de su dignidad, de su nobleza, está ahí, inscritos y perfectamente legibles en cada uno de los libros de Teillier. Es cierto que la comunidad donde se hallan estas cosas lleva en el interior el gusano histórico de su muerte, pero el lector que ha sido tocado por la "maravilla" y el duelo de la poesía de Teillier (Muertes y maravillas, 1971, dice el título de otro de los libros), se queda con su verdad, la verdad de su belleza, arrebatado por la utopía de una nueva comunidad, una donde esa verdad sea acogida y produzca los bienes, éticos y estéticos, que le son inmanentes.
Desde la generación de N. Parra y Gonzalo Rojas, la poesía chilena no nos ha dado un poeta como Jorge Teillier. Tan lúcido, tan intenso, tan coherente, de una coherencia que absorbe incluso la misma biografía y las circunstancias de su muerte.
En el diario La Época, domingo 12 de 1996.
No hay comentarios:
Publicar un comentario