miércoles, 12 de agosto de 2009

"Aproximaciones a la poesía de Jorge Teillier", de Alfonso Calderón







Al publicar Herman Melville, en 1851, su Moby Dick, trata de configurar, a partir de las vidas y ocupaciones de los arponeros, el mundo. El bien y el mal, el capitán y la ballena blanca, permiten a Melville sugerir una ordenación del universo, mediante el cruce de la novela de aventuras y la alegoría.

Veo en la poesía de Jorge Teillier idéntica ambición. La aldea es, también, una imagen del universo. La superposición de un paisaje visible y del paisaje de ensueños, la confrontación de una infancia paradisíaca y de una infancia con zonas negras son rasgos esenciales de su lírica. El poeta tiene plena conciencia de ello, como se comprueba en este texto en prosa, muy poco conocido:

“El paisaje visible de la región de Sologne se convirtió en un paisaje de ensueños. De esto tenía conciencia Alain-Fournier, el que, en una carta a su cuñado Jacques Rivière, decía: ‘Jammes ha mostrado el paisaje como extendiendo una tela. Gide ha expresado la sensualidad del paisaje... Yo no quiero encontrar, como Gide en el paisaje actual, palabras que sugieran el misterio; yo describiré el otro paisaje, el paisaje misterioso’. Este paisaje misterioso es el de un dominio perdido, cuya presencia invisible plantea sobre todo el Gran Meaulnes, confiriéndole perennidad, y dándole el carácter de testimonio de la búsqueda de una edad de oro que alguna vez estuvo en la tierra. El país sin nombre buscado por el colegial Agustín Meaulnes –que estuvo una vez en él, sin poder hallarlo después- es ese paraíso perdido que confusamente el hombre sabe que estuvo alguna vez en la tierra, y cuya última muestra sería la infancia”[1].

Hay en la obra del poeta –que comienza con Para ángeles y gorriones (195ó) y sigue con El cielo cae con las hojas (1958), El árbol de la memoria (1961), para cerrarse con Poemas del país de nunca jamás (19ó3) y Los trenes de la noche (19ó4)- una fundamental unidad (como la que existe en Cántico y clamor, de Jorge Guillén). Esta consiste en la reiteración de un mundo poético que se va condensando, reiterando, amplificando, como un corro, pero, al mismo tiempo, formulando sus propias leyes, su mítica particular, a través de un asedio a memorias reales y ficticias.

El cine mudo, los viejos discos, los libros, las personas, los lugares sirven para recrear el pasado. El rollo que se pone en movimiento, el viejo disco de 78 revoluciones, un autopiano anacrónico o un organillo, la historia de piratas, son medios de contacto con ese orden secreto, mágico perdido. Las revistas de antaño con las hazañas de los primeros deportistas, las películas primeras, las noticias de las primeras guerras del siglo, la era del jazz, la época de la prohibición, la historia de la Frontera (nuestro humilde Far West), sirven para que Teillier afirme su visión literaria y la acerque a cierto tipo de manifestaciones musicales de los últimos treinta años (pienso en las imitaciones de una orquesta completa del conjunto de los Mills Brothers, en El paso del tigre, o en la creación de los Beatles, buscando un cantar fuera de la melodía).

Me atrevo a sugerir algunos aportes fundamentales de Teillier a la lírica nacional, esbozándolos:

a) Creación y asentamiento de una nueva mítica poética;
b) Búsqueda de un lenguaje en el que existe un núcleo emotivo capaz de dejar que muchas imágenes eficaces puedan perpetuarse independientemente del poema, sin perder la voluntad de vínculo;
c) Hallazgo de un metarrealismo, o realismo secreto, que no aspira al regocijo estático del bodegón, sino a existir dentro de una temporalidad subjetiva, y
d) Aprovechamiento de una tradición literaria dispersa (Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan y Wendy, Pickwick Paper's, Stevenson, Salgari, Alain Fournier, Un huracán en Jamaica, el desorden sobrerrealista de los hermanos Marx, etc.) para reaparecer desde el otro lado del espejo con la palabra propia.

La conciencia de hallarse en un mundo probable, cuya temporalidad efectiva es accidental, produce en los lectores de Teillier un falso efecto de juego que conviene desterrar. No es una poesía alegre, porque la nostalgia de la edad dorada tiene su propia historia, sus propias leyes, sus puertas cerradas, como lo advirtió, frenética y delirantemente, Thomas Wolfe.

Si alguna vez, inicialmente, Teillier se distrajo en los decorados, embriagándose –como Valéry decía a propósito de Flaubert- “con lo accesorio a expensas de lo principal”, habría que cargarlo a la cuenta de su juventud (Para ángeles y gorriones es obra escrita antes de los veinte años). Ahora Poemas Secretos y otros textos inéditos anticipan los rasgos inherentes de un cambio. La madurez, eso sí, proviene, antes que del enriquecimiento del mundo circundante, de una lección de las palabras (muchos de los fracasos de la lírica chilena se deben a la inadecuación entre los materiales de la experiencia y los materiales verbales). Asigno a esta reabsorción del mundo poético anterior mediante la búsqueda del campo interior de las palabras (ese otro lado del espejo) un estado muy valioso dentro de la obra de Jorge Teillier. Me remito a observar este fragmento de “La portadora”.

            Y nuestros días son palabras pronunciadas por otros,
            palabras que esconden palabras más grandes.
            Por eso te digo tras las pálidas máscaras de estas palabras
            y antes de callar para mostrar mi rostro verdadero:
             “Toma mi mano. Piensa que estamos entre la multitud
            aturdida y satisfecha ante las puertas infernales,
            y que ante esas puertas
            por un momento, llenos de compasión, aprisionamos amor
                        en nuestras manos
            y tal vez nos será dispensado
            conservar el recuerdo de una sola palabra amada
            y el recuerdo de ese gesto,
            lo único nuestro.


De la individualidad romántica, que se cierra en Los trenes de la noche, se llega ahora a una conciencia estricta de los deberes del poeta como portador de verdades poéticas para los otros, para los demás. Del imperio gozoso de las libres sensaciones –visible en los dos primeros libros- y del regocijo de la memoria fiel, se pasa al descubrimiento de otra tonalidad de las palabras, más firmes, más seguras y propias. El poeta conoce ahora el otro lado de la luna.








en Muertes y maravillas, de Jorge Teillier, 1971.








[1] Jorge Teillier: “El Gran Meaulnes cumple cincuenta años”, El Mercurio, 3-XI-1963. Conviene también tener presentes estas palabras: “... la infancia no es sólo el dominio de la pureza, sino que también allí los ángeles de las tinieblas extienden sus alas”. (‘La terrible infancia’), Las Últimas Noticias, 13-II-1965.