Ha pasado por España Jorge Teillier, primero entre los poetas chilenos de su generación y quizá de Latinoamérica. Sobrio como su poesía misma, dejó pasar ofertas -entre ellas la de una editorial de Barcelona para publicarle una antología-, se calzó su vieja manta de Castilla de color ajedrezado y volvió a Chile para fundar una revista (Cantalao), no sin que antes compartiéramos como dos buenos amigos que hace tiempo no se ven -para decirlo con letra de tango-, un poco de vino y de recuerdos. Nacido en 1935 en el pueblo de Lautaro (provincia de Cautín, al sur), desde 1956 en que publicó Para ángeles y gorriones, hasta 1971 en que la Editorial Universitaria da a conocer su precoz antología titulada Muertes y maravillas, la poética nostalgiosa, metarrealista y angustiada de Jorge Teillier sorprendió en América desde a Pablo Neruda y Mario Benedetti a Alfonso Calderón, Alone y Miller Williams. Neruda opinaba que después de Poemas del País de Nunca Jamás (1963), Teillier podía sentarse a esperar tranquilamente el aplauso de la posteridad. Su poesía, sin embargo, consta ya de ocho títulos de invariable belleza.
Hijo de sus obras y padrastro de las ajenas, como diría Quevedo, Teillier nos enseñó a muchos a jinetear el caballo de la poesía sin caernos demasiado. Nos enseñó, por ejemplo, que inventar un poema no conste en lanzar una catarata de imágenes y ritmos verbales llamativos, sino en empezar por decir toda la verdad, que quien lea esa última apelación deba meterse en una trama poética casi invisible (a lo René-Guy Cadou, a lo Montale) como en una telaraña. Es más: que el lector debe convertirse en cómplice o enemigo del poeta, ya que la aventura creadora es consecuencia y hasta sinónimo de la aventura de vivir, y no un juego para pasar el tiempo, puesto que en todo caso es el tiempo quien juega con nosotros.
«Porque no importa -postula- ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que da alegría para siempre».
Copio estas palabras en un departamento donde la avería de lo cotidiano amenaza averiarme los oídos (hay televisores y diálogos en la vecindad a tal volumen que se deben escuchar en Biarritz) y pienso que el silencioso oficio de la poesía es un resignado sacerdocio que no tiene como recompensa otro cielo que ella misma, mientras -como dice el propio Teillier- el sastre del tiempo cose nuestra mortaja.
Fueron tantos los que con igual vehemencia me hablaron bien y mal de él, que acaso por oposición a estos últimos -los envidiosos son muchos, y están muy bien organizados- nuestra amistad llegó a ser comparable a la de François Capella y Roch Siffredi, los románticos gangsters de la película Borsalino.
Ahora que en Chile es el tiempo de las nieves, me lo imagino bebiendo algo con el poeta Altenor Guerrero en los mostradores de los clubes pobres de Santiago con dúos de piano y batería, mirando los vidrios de colores a cuadros, los borroneados espejos de luna, las ruinosas escaleras de madera y recordando, con palabras de nuestro venerado Cadou, a los amigos ausentes: Venez donc car je vous apelle¨.
en El País, 3 de agosto, 1976