Estas fotos fueron tomadas durante los recorridos de Jorge Teillier por la librerías libros viejos (usados), alrededor del año 1982. Específicamente, estas fotos fueron tomadas en la que fuera la Librería Rucaray, frente al Teatro Ictus en calle Merced, en el Barrio Lastarria en Santiago Centro. Fueron tomadas con una cámara Zenith análoga, y reveladas muchos años después.
jueves, 23 de abril de 2020
martes, 7 de mayo de 2019
domingo, 24 de junio de 2018
jueves, 16 de febrero de 2017
"Memorias del futuro", de Horacio Castillo
a Jorge Teillier
Todo es cierto, cuando atravesamos el umbral,
incluso este sueño, esta visión en la que entramos y salimos
cuando se escucha el chirrido de una puerta arrancada de cuajo
por el tiempo.
Pero ¿adónde se ha ido el tiempo?
Ahora la casa nos parece más pequeña, esta casa o cualquier otra
y en la entrada acariciamos nuestro perro muerto hace años.
Nos asomamos al patio, con sus muros coronados
por trozos de botellas,
y vemos una niña con trenzas de arena que aplasta orugas con el pie.
El árbol de ciruelas no deja de secarse en este patio
clausurado por la muerte
y todavía hay ropa tendida que nunca nadie ha descolgado.
Algo late dentro de la casa, algo late o alguien canta,
canta y repite siempre la misma canción,
entonces acercamos nuestros oídos a las paredes
y con la boca del miedo preguntamos si hay alguien ahí adentro
y nos sobresaltamos porque un disco que nadie ha puesto nos pregunta
¿Is there anybody out there?
Allí, de pie, sin poder mirar o no mirar,
tapándonos los oídos como los locos
para no escuchar las voces que vienen de adentro de la casa,
esperamos algo, esperamos que algo suceda,
esperamos como ovejas que lamen tiernamente el sol,
hasta que al fin, la voz inaudible de un niño
nos llama desde el fondo de una habitación secreta,
y nosotros, asomados por la ventana, lo vemos allí,
con su sombra igual a la nuestra,
mientras juega con boyas anzuelos y peces fosilizados
justo en el momento en que la tarde helada entra por la ventana
y se pega en sus ojos para siempre.
Pero al fin nos decidimos y entramos,
entramos preguntándonos si alguien se esconde detrás de las cortinas
y entramos tapándonos los ojos con las manos para no ver, no ver
el dibujo de un círculo en la pared donde hubo un espejo
que ya no puede reflejarnos,
huecos de clavos que nada sostienen y sombras de cuadros y crucifijos
como las sombras de cenizas encriptadas en las paredes de Pompeya.
Luego sentimos ruido en la cocina, agua que brota
de una canilla seca y oxidada,
cubiertos que cortan comida muerta sobre platos invisibles,
el sonido de una vieja radio que da noticias del pasado,
pero ¿quién está ahí?
¿quién es esa sombra de nosotros mismos que el tiempo
todavía no ha demolido?
De a poco nos envuelve un dulce acostumbramiento,
y ya sin miedo, vamos hacia aquella habitación
donde hay un trompo que nunca ha dejado de girar
esperando que vayamos a recogerlo.
Sólo estamos nosotros entre hojas de libros esparcidas por el piso
ordenando las ropas de los muertos
y en un rincón, una silla que no existe, cruje,
como si nos hubiera esperado todo este tiempo,
tanto tiempo, esperando.
Pero debemos irnos, debemos irnos para olvidar todo,
para recordar algo
porque sabemos que el tiempo es un niño que juega a los dados.
Y ya en la calle, viendo cómo se fatiga el sol,
tapándonos los ojos como si hubiéramos visto el infierno
tiernamente una nube nos envuelve como una madre,
así, como una nube, como una madre.
Ya no necesitamos nuestros ojos, nos decimos,
hace tiempo los hemos arrojado por los sumideros, a las cloacas,
porque lo que hay que ver, ya ha sido visto,
entonces, con el pie suspendido en el aire,
antes que nuestro cuerpo dude,
antes que la sangre se detenga en las arterias, salimos de la casa
y detrás nuestro una puerta se cierra para siempre.
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Homenajes y poemas dedicados a Teillier
miércoles, 4 de enero de 2017
"Jorge Teillier y su éxito", de Virginia Vidal
Ninguna poesía ha calmado el hambre
o remediado una injusticia social,
o remediado una injusticia social,
pero su belleza puede ayudar
a sobrevivir sobre todas las miserias.
a sobrevivir sobre todas las miserias.
Jorge Teillier
El recuerdo de Jorge Teillier, uno de los poetas más vivos en la imaginación y sensibilidad de la juventud, me impulsa a rememorar mi última entrevista —aparecida en esos días en Punto Final—, añadiendo unas digresiones, en vísperas de su desaparición.
Fue tan raro el encuentro aquel ocho de abril de 1993, lunes de esplendoroso otoño.
—Vamos a almorzar a mi casa—, le dije a la venezolana Ana María Del Re.
—Prefiero conocer algún lugar del centro.
—Te voy a llevar entonces a La Unión Chica, a ver si hallamos a Jorge Teillier.
Allí estaba. Me sobrecogió en el primer momento verlo tan estragado, tan auténtica sombra maltrecha de sí mismo, porque de la memoria no se borra la imagen juvenil de Jorge Teillier. Le presenté a la poetisa, quien hacía tiempo deseaba conocerlo.
Se reestableció el vínculo cordial, Jorge se animó, más espirituoso que nunca. Se sintió contento de saber que ella, investigadora de la poesía de Humberto Díaz-Casanueva, quisiera conocer la suya.
—Almuerza con nosotros.
—No quiero comer, pero puedo acompañarlas. Si lo prefieren, elijan otra mesa.
—Por ningún motivo, preferimos estar contigo.
Impresiona tanta cortesía de su parte, esa urbanidad que no lo abandona jamás. Le recordé su molestia con un joven cuando estuvimos en el Congreso de Escritores Chilenos y Mapuche, de 1993, en Temuco:
—Lo regañaste por no tener cultura alcohólica.
—Claro, si me hizo perder el avión—se dirigió a Ana María—: Yo soy enfermo, alcohólico. El médico cree que, como adicto, no tengo vuelta y me recomendó beber vino tinto y tomar muchas vitaminas.
Callé, mientras se me venía a la mente su verso terrible de Paisaje de Clínica:
Es la hora de dormir —oh abandonado—
Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
Velen por nosotros
Nuestra Señora la Apomorfina
Nuestro Señor el Antaius
El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock.
Se ha ido disipando en una posada de Bristol, del siglo XVII, en la Sidrería de Temuco, en la Cervecería del Correo, la Brasserie Lipp, el Deux Magots, en los bares del Hotel de France, del Continental, el Black and White, Il Bosco, Los Pisos Blancos, El Amigo de Todas las Naciones, el Siegmund, Los Cisnes de Macul y, sobre todo, éste de Nueva York 11.
Jorge recordó hasta el número de la casa de Hernán Cortés en cuyo patio nuestros hijos pequeños se perdían, mientras en la tertulia se cruzaban las voces de Enrique Lihn, Samuel Donoso, Guillermo Atías. Eran los tiempos en que, por recomendación suya, leímos por primera vez Farenheit 451 y El Corazón es un Cazador Solitario, de Curson McCullers.
Hablamos de los poetas de la Frontera, también Neruda, pero sobre todo de los hijos de colonos, de esos colonos franceses o suizos que respetaron a los mapuche y tuvieron buenas relaciones con ellos. Se acordó de Luis Vulliamy. Me contó las últimas noticias del poeta León Ocqueteaux, a quien no veo hace más de treinta años, pero que un día me mandó uno de sus poemas.
Pensó en su mujer:
—Me he portado mal con Cristina. La voy a ir a buscar para llevarla al cine, a ver Sensatez y sentimientos. Yo dormiré y ella cuidará mi sueño.
Ana María le hizo una broma y él respondió:
—Cierto, si te cuidan el sueño, te apartan la muerte.
De repente, dijo con sonrisa amable, sin queja:
—No están Rolando Cárdenas ni Rolando Alarcón. Todos mis amigos se han muerto.
Habló del tiempo en que los poetas publicaban revistas y escribían sobre los méritos de otros poetas. Recordó el Boletín de la Universidad de Chile donde trabajó tantos años.
Aproveché de contarle a nuestra amiga de las revistas editadas por los poetas, de los numerosos artículos y ensayos que Jorge también escribió en el diario El Siglo, las revistas Árbol de Letras, Plan, que dirigía Guillermo Atías, aun para la revista venezolana Zona Franca. Y le hablé de su último libro, El molino y la higuera, publicado por Walter Garib en Ediciones del Azafrán. Este libro se sumaba a ese poema único de la nostalgia y la memoria que es toda su poesía, con sus veintiséis poemas, una carta al poeta sureño León Ocqueteaux y dos traducciones de René Char, el surrealista y capitán de maquís que en la resistencia aprendió a «amar ferozmente a sus semejantes».
—Casualmente, acabo de comprar uno. Está agotado, pero conseguí un ejemplar, por eso no te lo regalo—le dijo a Anita (más tarde le regaló Los Dominios Perdidos, antología con prólogo de Eduardo Llanos Melussa, publicada por el Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1992).
Se lamentó de haber perdido su libreta del Banco del Estado:
—A lo francés, sigo con mi libreta, mi padre me sacó una de la Caja Nacional de Ahorros, cuando nací...
— ¿Diste cuenta? Se va a reunir con tu carnet de identidad y tu pasaporte extraviados.
Nos dio a leer sus tres últimos poemas y nos dijo que estaban recién escritos. Le recordé que también una vez me leyó el poema que acababa de escribir para su cumpleaños número cuarenta, cuando buena parte de su familia y muchos amigos estaban en el exilio.
Nos habló de su madre muerta, quien no se recuperó nunca del sufrimiento del largo exilio y de quien conoció dulces poemas, porque ella escribía en secreto.
—Tú no eres un poeta rural—le dije, a propósito de un comentario suyo—: lo urbano, más que en los bares, está presente en el Wurlitzer (rocola), en el Ford T o en el Dodge 30 de tu padre, en el cine... Desde que dijiste haber recuperado el concepto «lárico», de Rilke, todos te han venido poniendo el marbete.
—Bueno, aún nadie ha estudiado mi poesía. Nunca he estado de acuerdo con las etiquetas.
Sonrió cuando le dije que su obra obedecía más bien a los principios del cuento infantil, según Vladimir Propper:
—Tú te apropias de la poesía universal para tu mundo mágico...
—Fíjate que mi padre sólo antes de morir me contó que mi abuelo trabajó con los Lumière.
—¡No puede ser!
—Y mi otro abuelo participó en el desarrollo de las técnicas del moderno refrigerador. Yo le pregunté a mi padre por qué no me lo dijo nunca antes y él me respondió que no se le había ocurrido...
Estos oficios de sus abuelos franceses lo maravillaban como si ellos hubiesen salido de un cuento mágico leído muy tardíamente.
Nos contó del encuentro con su hija, quien había estado recientemente en Chile, su «Carolina de todas las estrellas»:
—Realmente es hermosa—dijo con una mezcla de asombro y de orgullo.
Para ella escribió el admirable poema «Paseos con Carolina»:
En una tarde de ninguna tarde sales a pasear del brazo
del Loco del Tarot…
También se nos aproximó la imagen de Sebastián, su hijo botánico, quien en una entrevista a propósito del desierto florido, me dijo que el Himno Nacional era un himno ecológico. También me habló de la flora de la poesía paterna, no autóctona, por cierto, pues las especies europeas ya estaban habituadas hacía tiempo en nuestro país y habían desplazado a la primera y, dijo: «Jorge, mi padre habría tenido que internarse en las selvas cordilleranas para hallar árboles y plantas nativas».
Jorge le contó a Ana María que Sybila Arredondo, la madre de sus hijos, estaba presa en el Perú.
Nos conmovía tanta sencillez, un estado de transparencia y renovado columbramiento de lo maravilloso, un hablar de sí mismo sin egolatría, perplejo por cuanto la vida le ha dado, luego de asomarse al fin.
Yo debía partir. Él invitó a Ana María a la Plazuela del Mulato Gil y también quedaron de verse al día siguiente en la sección Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, otra de sus paradas habituales, donde siempre pasaba horas investigando.
No volvió al subsiguiente día. Lo habían llevado a la UTI del Hospital Gustavo Fricke. Llamé a su casa. Me dijeron que un coma hepático...
Se me viene a la memoria la alegría con que me escuchaba contar que había ido tanta gente, sobre todo tanta juventud a oírlo el día de la presentación de su último libro.
Me sentí su cómplice cuando sacó de una bolsa unas hojas:
—Este poema lo escribí anoche...
Después recordaría que no hacía tanto me había regañado por un artículo llamado «La agonía de Teillier»:
—Cualquiera creería que me estoy muriendo.
—Uso la palabra como lucha, combate, como Unamuno. Es la agonía de todos.
—Entonces, está bien.
Otras disgregaciones
Para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo,
y un intento de integrarse a la muerte.
Jorge Teillier, como Pierre Menard, no traduce sino que reinventa, re-crea, reescribe el poema. El poeta, retornando de SU mundo, por él inventado para solaz y refugio, prosigue su agonía que, como lo expresó tan bien Unamuno, es lucha denodada. Incursiona en éste que repudia para atraer al lector no hechizándolo sino haciéndolo su cómplice.
Acaso su principal recurso sea la erudición y profusión de alusiones, referencias culturales que materializan y animan a seres reales e imaginarios para configurar su universo. Aquí el YO no siempre es Teillier: a veces es un cronista; otras, el vate que ve claro y profetiza; el Loco del Tarot o «Personne».
Sus habitantes se mueven en una geografía donde sus puntos de referencia son bases para reunirse y conectarse, instaladas en bares diversos, en hoteles y restaurantes. Dichos habitantes son: poetas de La Frontera; poetas quebrados por la Primera Guerra Mundial; personajes de la revista El Peneca con Coré a la cabeza, y de la literatura clásica infantil: Herne el Cazador, Sandokan, la Bella Durmiente; boxeadores: el Tani, Fernandito, Vicentini, «Mano de Piedra»; protagonistas de películas de matinée: Laurel y Hardy, Tom Mix, Shane; músicos e intérpretes populares: Rubén Blades, Bola de Nieve, Elvis Presley, Gardel.
Aquí, las mujeres son amables sombras anónimas para revitalizar los recuerdos o pretextos para darle vigor a la evocación del mundo perdido; personajes femeninos concretos: las escritoras Carson Mac Cullers y Susana Sánchez de León, también restauradora de muñecas de porcelana.
En este mundo, apenas se come, pero abundan las bebidas, algunas de las cuales no se nombran sino por la musicalidad o sugerencia de su marca o de su procedencia: Twinnings (té), Herrerano Blanco (ron), chicha de Chincolco.
En la portada de El Molino y la Higuera (edición del Azafrán: la aventura editorial de Walter Garib) se reproduce El molino de agua de Kollen, de Van Gogh, empero, imágenes de las artes visuales están ausentes en la poesía de Teillier, como si no fueran funcionales dentro del universo donde el paisaje está al servicio de seres míticos.
Hace años, Jorge Teillier afirmaba:
«Nunca hubo distinción para mí entre poetas chilenos y poetas extranjeros. Más aún, creo que es un signo de madurez no preguntarse ya “qué es lo chileno”. Las personas adultas no se preguntan quiénes son sino cómo van a actuar» («Sobre el mundo donde verdaderamente habito», 1968, en Muertes y Maravillas).
En efecto, tan amigos suyos son Francis Jammes como Teófilo Cid, Samuel Donoso y Rolando Cárdenas. Congrega a Fourier y a Fournier, a Vallejo y a César Moro; a López Velarde, a Henry Treece, a Joseph Conrad y a Pierre Mac Orlan. En un libro anterior, le mandó una postal a César Young en Panamá y ahora, una carta completa con postscriptum y todo. Evoca sus veintitrés años, la avenida Macul, la terraza del bar Los Cisnes y, en su soledad de miembro del Club de los Corazones Solitarios—«Yo no sabía que iba a cumplir cincuenta años sin nadie»—, mientras extrae de la baraja de su memoria una dulce sombra juvenil.
La palabra casa es declinada en todas sus posibilidades y se constituye en su clave. En otro tiempo decía: «Mi casa es la respiración del tiempo y la noche»; ahora constata:
Un hombre solo en una casa sola
No tiene deseos de encender el fuego
No tiene deseos de dormir o estar despierto
Un hombre solo en una casa enferma.
Esa casa fue sede del hogar perdido hasta con la madre exiliada.
La profusión de gatos es inherente al ambiente hogareño.
La ventana sirve de faro, como servía a los niños perdidos en el bosque; en cambio, la ventanilla de un tren le permite dar una respuesta escrita.
Esta especie de objetividad de cronista o de niño que habla como pensando en voz alta con que Teillier interroga o hace algunas aseveraciones confieren una singular resonancia a sus versos:
«Los Hombres de Fuerza son nuestra pesadilla Pero no me gustaría tener las pesadillas de los Hombres de Fuerza».
Poderosa es su evocación del mayor icono de la música popular de los años cincuenta:
Pero
¿por qué dejaste de ser el camionero que
cantaba por gusto cerca de Memphis
y no por un mortal millón de dólares?
Con trágica mesura evoca a Iván Teillier, poeta y narrador:
Llueve por primera vez sobre la tumba del hermano muerto
Mañana será el mismo día que mañana.
Graciosamente renueva y aproxima el más cantado de los satélites:
La boina blanca de la luna llena
se inclina sobre la muralla de magnolios
y me sonríe como una actriz del Cine Mudo.
Y de nuevo la obsesión, pesadilla, colectiva:
No soy un General activo ni en retiro
y solo he sentido silbar balas en mis oídos
en las matinées de los miércoles y domingos
en el Teatro Real del pueblo.
Vuelve a invocar a su viejo amigo Li-Tai Po, cuya figura de anciano ebrio abrazado a un cántaro se conoce más por las jarritas de porcelana para el vino que por su poema «Carta de un exiliado» o por su drama de desterrado ilustre, fundador del grupo «Los Ocho Inmortales del Alcohol».
Teillier ha creado otro universo «que se opone a esta civilización cuyo sentido rechazo», y su «instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, que debo expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar»: la palabra y los amigos por él elegidos.
Esta constancia también lo lleva a entregar una nueva versión de un poema que en Nueva York 11 («Bar de los Caballeros de Fortuna que como todo el mundo sabe está en la calle Nueva York, frente a la Bolsa, en el corazón de la City», según informa en Cartas para Reinas de otras Primaveras) había dedicado a Georg Trakl, poeta austríaco que se suicidó a los veintisiete años, cuya lírica de la soledad asumió la belleza y la muerte desde la perspectiva de la crisis de conciencia europea a finales del siglo XIX.
El poeta Eduardo Llanos en su prólogo a Los Dominios Perdidos, ha sabido ubicar a Teillier junto a Juan Gelman, Rafael Cadenas, Roque Dalton, Alejandra Pizarnik, Carlos Germán Belli, Enrique Lihn, Juarroz, Sabines, Eliseo Diego, por nombrar a algunos y, sobre todo, valorar su poesía por «la certeza de reencontrar allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador». Un claro ejemplo de ello es «El poeta de este mundo», donde Teillier dialoga con el poeta francés René-Guy Cadou:
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda,
que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.
La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.
Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán frente a los árboles,
que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender a los mercados (...)
También Eduardo Llanos coincide en ver a Jorge Teillier –junto a Enrique Lihn— como representante de «los últimos y más denodados agonismos poético-existenciales de nuestro país».
Considera esa lealtad consigo mismo y con su oficio como consecuencia y «cumplimiento de una misión irrenunciable", siempre fiel a su postulado»:
«El poeta es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores».
Acaso, el mayor aporte de Teillier a la poesía es su capacidad para dar saltos en el tiempo y el espacio e incorporar en un todo único, valores diversos de la poesía de todo el mundo al servicio de su universo mítico.
Este universo fija sus lindes dentro de la infancia y adolescencia del poeta, fiel a la fórmula de Antonio Machado, «se canta lo que se pierde».
en Anaquel Austral, 17 de Marzo de 2005
miércoles, 24 de junio de 2015
"Carta para Jorge Teillier", de Alejandra Basualto
No es fácil contar sólo con una sonrisa rota y tu letra diminuta
dibujando un poema que aún no logro descifrar,
y tus nueve gatos ¿o eran trece?,
tampoco decirte adiós.
No vayas a creer que puedes huirte ahora
de la efímera gloria entre comillas
aunque te repugnen los fuegos de artificio
y resoplen con furia los remedos
del último verano en la frontera.
Pasajero de este tren desvelado,
acaso regreses en la estación que se aproxima
para recolectar todas las manzanas
expulsadas del paraíso.
Te mando un beso esta mañana de abril,
la última de tu encierro, la primera
del molinero amable que serás.
El sur te espera con sus frías monedas de plata,
para cubrirte los ojos como al angelito del velorio,
aunque hayamos perdido las alas de nuestras infancias.
Ahora, un poco de viento
otro poco de árboles cargados de lluvia
y ya nos vemos.
23 de junio 2015
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Homenajes y poemas dedicados a Teillier
martes, 12 de mayo de 2015
"Bouteille à la mer", de Jorge Teillier. Traducción de Stéphane Chaumet
Et toi tu veux écouter, tu veux comprendre. Et moi
je te dis : oublie ce que tu écoutes, lis ou écris.
Ce que j’écris n’est pas pour toi, ni pour moi, ni
pour les initiés. C’est pour la fille que personne
n’invite à danser, les frères qui affrontent
l’ivresse, et ceux qui méprisent les gens qui se prennent
pour des saints, des prophètes ou des puissants.
miércoles, 11 de junio de 2014
"Ezezagun bat txistuka ari da basoan", de Jorge Teillier. Traducción de Aitor Antuñano
Ezezagun bat txistuka ari da basoan.
Patioak belainoz betetzen dira.
Aitak maitagarrien ipuin bat irakurtzen du
eta neba hilak ate ostetik aditzen du.
Leihoan itzaltzen da
bidea adierazten zigun argizaria.
Irrikaz geunden etxera itzultzeko,
bainan pausatzen gara nora joan jakin gabe
ezezagun bat basoan txistuka ari denean.
Gure betazalen atzetik negua ageri da
ekarriz elur bat mundu honetakoa ez dena
eta ezabatzen dituena gure hatzak eta eguzkiaren hatzak
ezezagun bat basoan txistuka ari denean.
Erran behar genuen ez gaitzaten jada itxaron,
bainan lengoaiaz aldatu gara
eta inork ezingo gaitu ulertu entzuten dugunok
basoan ezezagun bat txistuka.
martes, 22 de abril de 2014
lunes, 7 de octubre de 2013
miércoles, 24 de julio de 2013
"Esto ocurre en un Bar Restaurant...". Poema inédito de Jorge Teillier enviado al poeta Juan Cristóbal en 1995
Hace algunos días atrás estuve revisando una carpeta que tengo sobre Jorge Teillier (críticas diversas, cartas, postales, etc.), cuando de pronto reparé en un poema que no tenía nombre y que estaba fechado, al final del poema, con el nombre del autor, añadiendo Primavera, 1995, o sea, unos meses antes de su fallecimiento. A pesar que siempre había revisado esa carpeta, esta vez me llamó poderosamente la atención ese poema, especialmente por la fecha. Entonces revisé un poemario póstumo, Hotel Nube, y tampoco estaba. Sospeché que podía estar en otro poemario póstumo, En el mudo corazón del bosque, que no lo tengo. Por lo que recurrí a preguntarle y enviarle el poema (escaneado) a Álvaro Ruiz. Lamentablemente no me respondió y habían pasado unos buenos días. Entonces recurrí a otra persona, Juan Carlos Villavicencio, a quien no conozco personalmente, pero que nos hemos estando carteando desde hace algún tiempo. Finalmente, después de varios días, me dijo que tampoco estaba en el poemario En el mudo corazón del bosque, por lo que tenía una versión de un poema inédito, en manuscrito, por un amigo y poeta entrañable como Teillier, con el cual me unió una amistad de más de 30 años. Dejo en manos de Juan Carlos Villavicencio el poema y este pequeño testimonio para que lo edite en el blog que tiene sobre Teillier, lo cual no significa que también podría hacerlo en otro lugar, como quedamos con el poeta Villavicencio.
Juan Cristóbal
Lima, 21 de julio, 20013
Nota Villavicencio: Este poema es inédito en cuanto a que no se había conocido una versión en verso, pero sí una leída por el poeta Teillier, como queda consignado en el texto de Lorenzo Peirano llamado "No vi su rostro muerto", recopilado anteriormente en el Teillier Aleph.
Esto ocurre en un Bar Restaurant
Del Barrio Oriente
La garzona me pregunta si soy de verdad
Jorge Teillier
Mientras me abre una botella de Blanco 120.
Le digo que sí
Y le regalo en una servilleta
Un cuarteto de Apollinaire.
Ella dice: “Estudié Literatura y ahora tengo
que trabajar en otras cosas
Pero me gustaría más tener un poema suyo que de Apollinaire”.
Perdón Guillaume
No puedo en modo alguno compararme contigo
Eso pasó en Santiago de Chile
Donde tu amigo Blaise Cendrars
Escribió sobre el Sacristán Milagroso.
Fui a tomar el Metro
Ruido de carros y cantos de mendigos ciegos
Me di cuenta de que la poesía existe
Y repetí:
“Acuérdate, el Otoño ha muerto”.
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Inédito,
Manuscritos,
Poesía
lunes, 22 de julio de 2013
martes, 25 de junio de 2013
sábado, 9 de febrero de 2013
viernes, 26 de octubre de 2012
"El bar 'Unión'. Poesía, vino y nostalgia", de Ronnie Muñoz Martineaux
Ya restan pocos lugares en nuestra capital en que escritores, periodistas y otros bohemios puedan encontrar refugio para sus tertulias, nostalgias y sueños. Eso que se denomina el “progreso” y las desordenadas planificaciones urbanísticas se han encargado de sepultar restándole sus espacios a la encendida vida de bar. Con cuánta razón el poeta Rolando Cárdenas decía: “Amemos a nuestro bar que es nuestro segundo hogar”.
Un sitio que aún se mantiene incólume es el Bar “Unión” o donde “Wenche” en calle Nueva York 11, flanqueado por Ahumada y Bandera. Allí llegaban y lo siguen haciendo destacadas personalidades literarias, políticas y bohemios de pura cepa. Recuerdo haber compartido desde los años sesenta con amigos y escritores entrañables como Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, el notable magallánico; Mardoqueo Cáceres, Ramón Díaz Etérovic; Emilio Oviedo y los maestros Enrique Carvallo y Homero Julio, entre otros. Eran días de vino, poesía y nostalgia.
Un poco de historia
El dueño del lugar es Wenceslao Álvarez, cuyo padre también llamado “Don Wenche” tuvo otro bar en pleno centro y luego se trasladó a la calle Nueva York, muy cerca de la Bolsa y en un sitio de gran intensidad peatonal y comercial. Ahí, desde hace más de medio siglo “Don Wenche”, su primo Senén y un grupo de ágiles garzones que lo secundan, siembran las mesas de vinos crepitantes y tragos que rápidamente llevan a los parroquianos a la alegría e interminables conversaciones sobre arte, deporte, hípica y mitos donjuanescos.
Las chispeantes tertulias
Actualmente pasan por este legendario sitio destacados políticos, periodistas, “tangueros”, poetisas como Yolanda Lagos, viuda del magistral Juan Godoy; Stella Díaz Varín, “la terrible colorina”, y los poetas Mauricio Barrientos, José Ortiz Suárez, Jaime Quezada, Aristóteles España entre otros.
Otros habitúes infaltables son: doña Quenita y don Carlos Valdés, quien, siempre vestido de gris, fuma un eterno cigarro en el mostrador. La tarde y el vino pasan como las nubes y el mesón del Wenche parece una gran barca a la que se aferran marineros, soñadores, piratas y grumetes.
La poesía siempre
Es del caso recordar que aunados por una selección del periodista Carlos Olivares se publicó el libro Nueva York 11 en la década de los setenta; ahora apareció otra antología poética preparada por Ramón Díaz Etérovic, que reúne a más de una decena que han pasado por el emblemático bar.
Nunca falta un bohemio que evoca los versos consagrados al vino por el gran poeta persa Omar Khayan: “Nuestro tesoro, el vino/ nuestro templo, la taberna,/ nuestras mejores amigas, la sed y la embriaguez”. También al atardecer más de algún parroquiano canta un tango; los ojos se humedecen y las botellas iluminan el crepúsculo. Al final, don Wenche, avisa a los parroquianos y timoneles que el bar se cierra. Ante la voz del almirante se pide la última botella y vienen los abrazos y despedidas de esa gran cofradía de amigos y soñadores que deben regresar a los cotidiano, a morirse un poco entre las calles santiaguinas.
en Revista Literaria Rayentru Nº 24, 2005
lunes, 24 de septiembre de 2012
"Intertexto del poema 'Cuando yo no era poeta', de Jorge Teillier", de Leonardo Sanhueza
Texto originalmente llamado "Cuando yo no era poeta"
Cuando yo no era poeta
Cuando yo no era poeta
por broma dije era poeta
aunque no había escrito un solo verso
pero admiraba el sombrero alón del poeta del pueblo.
Una mañana me encontré en la calle con mi vecina.
Me preguntó si yo era poeta.
Ella tenía catorce años.
La primera vez que hablé con ella
llevaba un ramo de ilusiones.
La segunda vez una anémona en el pelo.
La tercera vez un gladiolo entre los labios.
La cuarta vez no llevaba ninguna flor
y le pregunté el significado de eso a las flores de la plaza
que no supieron responderme
ni tampoco mi profesora de botánica.
Ella había traducido para mí poemas de Christian Morgenstern.
A mí no se me ocurrió darle nada a cambio.
La vida era para mí muy dura.
No quería desprenderme ni de una hoja de cuaderno.
Sus ojos disparaban balas de amor calibre 44.
Eso me daba insomnio.
Me encerré mucho tiempo en mi pieza.
Cuando salí la encontré en la plaza y no me saludó.
Yo volví a mi casa y escribí mi primer poema.
El arte de ser visible
1
Quince años después de encontrármela, me convertí en cantante de la Ópera Cómica.
Acabo de mentir: nunca la conocí.
Pero una mañana ella vino a verme y me dijo que sí.
Ella tenía quince años.
2
La primera vez que se lo dije, ella andaba con una amapola en la mano.
La segunda vez, una rosa en el pelo.
La tercera vez, una violeta entre los labios.
La cuarta vez, se lo dije a una amapola, a una rosa, a una violeta, y desde entonces ya no se lo dije a nadie.
Ella tenía el arte de ser visible, a pesar de la realidad y la realidad, a pesar de nuestras categorías.
3
Ella había traducido a Gérard de Nerval en su lengua.
Yo le di lingotes de tinta, ella me dio barriles de relámpagos.
Era un primor.
Medias de mil quinientos francos.
La vida era dura en ese tiempo.
Nada le di — me lo devolvió cuando se fue.
4
Los ojos como revólveres de encanto.
Mi corazón estaba excesivamente conmovido.
Una dama de quince años que bajaba en patines por la calle Tiquetonne.
Se acabó: ya no la conozco.
Pero ella es perversa y ayer me la encontré. Le dije buenos días.
Desde ayer la memoria me huele a frutillas.
El poema “Cuando yo no era poeta” pertenece al libro El molino y la higuera (1993), el último publicado en vida por Jorge Teillier. En él aparecen varios tópicos de su poética y ha llegado a ser uno de sus textos más conocidos y representativos: uno de sus “grandes hits”.
Sin embargo, me parece interesante mostrar un aspecto esencial pero ignorado: que no se trata de un poema original en el sentido habitual del término, sino que es una versión muy libre de un texto del poeta belga Christian Dotremont. El hallazgo se lo debo a Nadine Dejong, quien me enseñó, hace unos diez años, el poema del fundador del grupo Cobra.
A partir del paralelo entre ambos poemas no sólo es posible ver la “cocina” literaria de Teillier, sino reparar en ciertos reemplazos y equivalencias claves: la relación entre el deslumbramiento ante una quinceañera y la poesía, la memoria como fuente poética, el asombro como seducción.
Recordemos el poema de Teillier:
Cuando yo no era poeta
Cuando yo no era poeta
por broma dije era poeta
aunque no había escrito un solo verso
pero admiraba el sombrero alón del poeta del pueblo.
Una mañana me encontré en la calle con mi vecina.
Me preguntó si yo era poeta.
Ella tenía catorce años.
La primera vez que hablé con ella
llevaba un ramo de ilusiones.
La segunda vez una anémona en el pelo.
La tercera vez un gladiolo entre los labios.
La cuarta vez no llevaba ninguna flor
y le pregunté el significado de eso a las flores de la plaza
que no supieron responderme
ni tampoco mi profesora de botánica.
Ella había traducido para mí poemas de Christian Morgenstern.
A mí no se me ocurrió darle nada a cambio.
La vida era para mí muy dura.
No quería desprenderme ni de una hoja de cuaderno.
Sus ojos disparaban balas de amor calibre 44.
Eso me daba insomnio.
Me encerré mucho tiempo en mi pieza.
Cuando salí la encontré en la plaza y no me saludó.
Yo volví a mi casa y escribí mi primer poema.
El poema de Dotremont se titula “L’art d’être visible” y fue publicado junto a “Les Grottes du Tendre” en la revista Les Quatre Vents, nº 8, Paris, 1947. Ese número de la revista está dedicado a “Le langage surréaliste” e incluye textos de Duchamp, Breton, Artaud, Arp, Péret y Leiris, entre otros. También aparece en la edición de las Œuvres poétiques complètes de Dotremont (Mercure de France, 1998, pp. 167-168), que es la fuente que usé para traducirlo. Mi traducción es la siguiente:
El arte de ser visible
1
Quince años después de encontrármela, me convertí en cantante de la Ópera Cómica.
Acabo de mentir: nunca la conocí.
Pero una mañana ella vino a verme y me dijo que sí.
Ella tenía quince años.
2
La primera vez que se lo dije, ella andaba con una amapola en la mano.
La segunda vez, una rosa en el pelo.
La tercera vez, una violeta entre los labios.
La cuarta vez, se lo dije a una amapola, a una rosa, a una violeta, y desde entonces ya no se lo dije a nadie.
Ella tenía el arte de ser visible, a pesar de la realidad y la realidad, a pesar de nuestras categorías.
3
Ella había traducido a Gérard de Nerval en su lengua.
Yo le di lingotes de tinta, ella me dio barriles de relámpagos.
Era un primor.
Medias de mil quinientos francos.
La vida era dura en ese tiempo.
Nada le di — me lo devolvió cuando se fue.
4
Los ojos como revólveres de encanto.
Mi corazón estaba excesivamente conmovido.
Una dama de quince años que bajaba en patines por la calle Tiquetonne.
Se acabó: ya no la conozco.
Pero ella es perversa y ayer me la encontré. Le dije buenos días.
Desde ayer la memoria me huele a frutillas.
(L’art d’être invisible // 1 // C’est quinze ans après l’avoir rencontrée que je suis devenu chanteur à l’Opera-Comique. / Je viens de mentir : je ne l’ai jamais connue. / Mais voilà, un matin elle est venue chez moi et elle m’a dit que si. / Elle avait quinze ans. // 2 // La première fois que je le lui ai dit, elle portait un coquelicot dans la main. / La seconde fois, une rose dans les cheveux. / La troisième fois, une violette entre les lèvres. / La quatrième fois, je l’ai dit à un coquelicot, à une rose, à une violette, et depuis je ne l’ai plus dit à personne. / Elle avait l’art d’être visible, en dépit du réel et du réel, en dépit de nos catégories à nous. // 3 // Elle avait traduit Gérard de Nerval dans sa langue. / Je lui ai donné des lingots d’encre, elle m’a donné des barils de foudre. / Elle était chouette. / Des bas à quinze cents francs. / En ce temps-là, la vie était dure. / Je ne lui ai rien donné — elle me l’a rendu quand elle s’en est allée. // 4 // Les yeux comme revolvers de charme. / J’avais le cœur excessivement touché. / Une grande dame de quinze ans qui descendait la rue Tiquettone en patins à roulettes. / C’en est fait: je ne la connais plus. / Mais elle est perverse et hier je l’ai rencontrée. Je lui ai dit bonjour. / Depuis hier, j’ai la mémoire qui sent la fraise.)
en Onda corta, septiembre 2012
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