En varias ocasiones, y aun sabiendo que la opinión incomoda a muchos, he manifestado que la generación de poetas chilenos nacidos alrededor de 1930 es, por su diversidad —y no a pesar de ella—, un fenómeno especial en nuestra tradición y en el contexto de la poesía coetánea del continente. No se trata ya, por cierto —y por suerte—, de esos padres tutelares que marcaron nuevos rumbos para el género en el habla hispánica (la Mistral, Huidobro, de Rokha, Neruda, Parra); tampoco se trata de figuras que se hayan sentido en la obligación de romper con aquellos antepasados (o con otros, como Anguita o Gonzalo Rojas). Se trata de un grupo que, si bien no parece propiamente una generación, constituye un estadio de consolidación de lo que durante la primera mitad del siglo venía articulándose como nuestra tradición poética y que, en buenas cuentas, es una especie de antitradición: un espacio amplio y libertario en que diversos poetas, de concepciones y actitudes a veces contrapuestas, practican una coexistencia más o menos pacífica y, sobre todo, productiva.
En efecto, durante los años sesenta se dio en Chile una indiscutible expansión no sólo de la escritura, sino también de la crítica (en muchos casos ejercida por los escritores mismos), de cuyo maridaje son expresión inequívoca las varias revistas amigas —no competitivas—, los encuentros intergeneracionales y los congresos. Y aunque hubo también escenas de desencuentros y rivalidades, estos poetas contaban —y cuentan todavía— con lectores comunes, atentos más al valor intrínseco de las obras que a las manifestaciones extraliterarias. Junto a Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge Teillier (1935), el espacio poético contaba con la presencia activa y enriquecedora de otros poetas de evidente oficio y no poco admirados: Miguel Arteche (1926), Alberto Rubio (1928), Efraín Barquero (1931) y Armando Uribe (1933). La lista podría ampliarse con Carlos de Rokha (1920-1962), Alfonso Alcalde (1921-1992), Fernando González Urízar (1922), Jorge Cáceres (1923-1949), Eliana Navarro (1923), Cecilia Casanova (1926), Raúl Rivera (1926), David Rosenmann Taub (1926), Luis Vulliamy (1929-1989), Sergio Hernández (1931) y Rolando Cárdenas (1933-1990). Más allá de lo discutible de una mención tan enumerativa, está el hecho concreto de una actividad poética diversa, cultivada en un ambiente de relativa tolerancia mutua y en que casi todos tenían conciencia de pertenecer a un mundo que estaba haciéndose (no deshaciéndose) y que recibía sus publicaciones de manera silenciosa y acaso no muy entusiasta, pero seguramente con mayor profundidad y sinceridad que las apreciables hoy en esas audiencias acríticas que confunden la poesía con el estrellato publicitario.
En ese mismo contexto, los poetas jóvenes (Floridor Pérez, Hahn, Silva Acevedo, Waldo Rojas, Bertoni, Millán) heredan tempranamente e intensifican ese sentido de la fraternidad y esa conciencia del trabajo colectivo; sólo que su desarrollo se vio tronchado dolorosamenle por el golpe militar y varios de ellos sufren la prisión política, el exilio o el autoexilio (cesantía, marginación).
Finalmente, en el caso de mi hornada, aunque ha producido obras que obviamente enriquecen el acervo poético nacional, creo que muestra como promedio un nivel de oficio comparativamente bajo, que resulta dramático si se lo relaciona con los ambiciosos proyectos neofundacionales que animaban a algunos de ellos y que, hace un lustro o menos, se tenían por renovaciones indiscutibles.
Esta visión un tanto sombría de nuestro panorama poético no me parece, sin embargo, atrabiliaria, sino más bien realista, y creo que depende más bien del contexto histórico que de mi subjetividad. Ciertamente, no se me oculta la existencia de ciertos hechos (invitaciones internacionales, traducciones, premios, juicios laudatorios de críticos prestigiados) que parecen contradecir el diagnóstico de involución que he venido trazando y que preferiría que fuera más optimista. El problema es que también la poesía que actualmente se está publicando en nuestra lengua es, como globalidad, inferior a la que surgía en los años sesenta, cuando campeaba una creatividad formidable por todos o casi todos los ámbitos de la cultura latinoamericana.
Pues bien: la poesía de Teillier era parte relevante de esa nueva ola, de cuya salud expresiva —prodigada en numerosos grupos y revistas por todo el continente— no se ha hecho aún un registro antológico representativo. Pero, aunque en su gran mayoría las antologías hispanoamericanas de la última década omitan a Teillier [1], lo cierto es que debería figurar en ellas por derecho propio. De veras haría bien leer sus mejores poemas junto a los de nuestro querido e indómito Enrique Lihn, Ernesto Cardenal, Roberto Juarroz, Jaime Sabines, Carlos Germán Belli, Francisco Madariaga, los cubanos Eliseo Diego y Fayad Jamís (con los que tiene notorias afinidades), Juan Gelman, Rafael Cadenas, Juan Calzadilla, Roque Dalton, Alejandra Pizarnik, para nombrar a algunos de los poetas hispanoamericanos de su generación.
Cuando la editorial Fondo de Cultura Económica me solicitó un artículo sobre Teillier, pensé que el poeta contaba con plumas más idóneas que la mía para tal tarea (que por cierto es honrosa). Sin embargo, he aceptado de buen grado hacerlo, tras cerciorarme de que lo esperado no es tanto un estudio crítico, cuanto el testimonio de un (no el) poeta de esta generación de treintañeros que yo integro. Generación que, por otra parte, no será tal si no suma a sus obras un vínculo activo con la producción poética anterior. Huelga explicitar que nuestra actitud no tiene por qué ser panegírica ni mitificante: sólo se pide que no sea amnésica ni edípica (sobre todo si se tiene en cuenta la pretensión fundacional del régimen militar y sus ideólogos y disimulados agentes, todos aplicados a la misión de persuadirnos de que con ellos nuestra sociedad renacía desde las cenizas).
Desde esta perspectiva intergeneracional, debo decir en primer lugar que, más que en otros casos, la poesía de Teillier me resulta indiscernible de su persona. Quiero decir que su subjetividad y su mundo impregnan de tal manera su lírica, que ésta ofrece una especial esfericidad, una atmósfera propia que uno reconoce de inmediato teilleriana:
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Aproximándose un poco más a esta obra, uno descubre una coherencia secreta. Como muy bien expresa Jaime Giordano, los lectores que hayan seguido el itinerario de Teillier "tienen dos alternativas: lamentarse de que el poeta siga 'en lo mismo', que no haya cambiado, como si los poetas tuvieran que estar siempre sorprendiendo a un lector viciado por la insaciabilidad consumista actual, o felicitarse por lo mismo, por el hecho de que el poeta no se haya corrompido ni haya renegado de su mundo" (Dióses, Antidioses... Ensayos críticos sobre poesía hispanoamericana. Ediciones LAR, Santiago, 1987, p. 290).
Personalmente, el principal motivo por el cual releo y valoro la poesía de Teillier es precisamente la certeza de reencontrar allí el eslabón perdido de esa larga cadena de esfuerzos por ofrecer una alternativa ética y estética en un área cada vez más asediada por el mercantilismo y el dogmatismo instrumentalizador. Véase, por ejemplo, este fragmento de "El poeta de este mundo", en que Teillier dialoga con el poeta francés René-Guy Cadou —citándolo—, pero al mismo tiempo hilvana una suerte de declaración de principios:
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo
que nos desborda,
que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse.
La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos
del domingo.
Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán
frente a los árboles,
que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender
a los mercados [...]
Esta oscilación entre el mundo propio y el trasmundo (Cadou murió en 1951), entre la realidad propia y la ajena, entre la vivencia y la memoria, entre la circunstancia precaria y la plenitud de un paraíso perdido y a medias recobrable, es lo que mejor caracteriza a su poesía. Pero ello se deja entrever tras unas nieblas que pueden llamar a engaño. En rigor, ese paisaje de la Frontera (con sus bosques y sus aldeas atravesadas melancólicamente por trenes nocturnos) pertenece y no pertenece a Chile; esa niñez perdida (la única patria de la que todos fuimos exiliados, según Rilke) y esa vida provinciana son y no son el objeto de la añoranza. Así, la poesía de Teillier es fronteriza en un sentido más profundo: en ella se asiste a un movimiento que parece efectuarse y anularse simultáneamente, y que en todo caso compatibiliza polaridades aparentemente antinómicas: marginación y participación profundas; retraimiento y cálida proximidad; introspección y diálogo; paisaje e interioridad; conciencia viva del aquí-ahora y eterno retorno al País de Nunca Jamás; resignación y alegría; aceptación del propio sino y evasión nostálgica hacia un pasado o un trasmundo mítico, inalcanzable, que —como el horizonte— retrocede a cada paso con que el hijo pródigo se le aproxima.
La autenticidad del esfuerzo por superar la escisión poesía-vida, cada vez más dolorosa e inevitable, es lo que permite, en mi opinión, comparar a Teillier con Lihn. Más allá de sus obvias diferencias, ambos representan los últimos y más denodados agonismos poético-existenciales de nuestro país. La lealtad hacia sí mismo no es en ellos mera tozudez u orgullo narcisista; es una vigilia que en medio del tráfago del progreso postmoderno puede, paradojalmente, parecer ensueño o somnolencia, pero que en realidad constituye el cumplimiento de una misión irrenunciable. De ahí ese continuo giro meta-poético (propio, según Heidegger, de quien oficia como poeta en tiempos de penuria): "Porque no importa ser buen o mal poeta, escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta, superar la avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar los valores que no sean poéticos [...]".
En la poesía de Teillier, los diálogos son silenciosos y los silencios son dialogantes. Y no estoy haciendo un juego de palabras ni denunciando una ambigüedad, sino indicando los signos de una integridad, de una coherencia que se tiende y reposa sobre la realidad tan vastamente, que se deja sentir con un peso centrípeto: un arraigo inefable que hasta se resiste a la verbalización, como un felino capaz de movimientos rápidos y elegantes, pero que se siente mejor en el sosiego. Paradojalmente, desde la profundidad vivencial de ese arraigo surge la contemplación activa: "El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada". ¿De dónde proviene la fuerza poética de esa imagen? Precisamente, de ese carácter fronterizo, de ese oscilar en la colindancia de lo visto y lo imaginado, en que tanto el invierno como los caballos blancos resbalando en la helada son elementos reales y al mismo tiempo signos de otra realidad: el trasunto lírico de un estado de alma individual y arquetípicamente colectivo.
Más que un rigor verbal (que no me parece en él muy marcado), más que una artesanía del ritmo y la sintaxis (en que otros poetas destacan con más evidencia), en Teillier se admira su atmósfera, su capacidad evocadora y comunicante, su congruencia, su lealtad hacia sí mismo y hacia el oficio. "El poeta —expresa— es el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores".
En verdad, cualquier tiempo es propicio para leer a un poeta genuino, y una ocasión como ésta, en que se tiene ante la vista una recopilación antológica, es mejor que otras. Quisiera finalmente expresar que, pese a la redondez de todas sus obras El árbol de la memoria (1961) me sigue pareciendo precozmente maduro y representativo. ¿Cuántos poetas de las generaciones posteriores han llegado a los veinticinco años a la pareja calidad de ese, libro? Citemos, entonces, de ese texto —ligeramente modificado en dos versiones posteriores— el último poema, el más teillierano —si cabe— de ese libro juvenil:
Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de esas en que las calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias.
Me despido de una muchacha
cuyo rostro suelo ver en sueños
iluminado por la triste mirada
de trenes que parten bajo la lluvia.
Me despido de la memoria
y me despido de la nostalgia
—la sal y el agua
de mis días sin objeto—
y me despido de estos poemas:
palabras, palabras —un poco de aire
movido por los labios— palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar.
Compartamos, pues, esa actitud, y dejemos al lector respirando a su vez esta poesía, que "es un respirar en paz/ para que los demás respiren".
Santiago de Chile, 1992.
NOTAS
[1] Ver las antologías de Rodríguez Padrón (Espasa Calpe, 1984), Cobo Borda ( Fondo de Cultura Económica, 1985), Eyzaguirre y Lastra (INTI, 1984), Escalona (Ayacucho, 1985), Ortega (Siglo XXI, 1987), Francesco Tentori (Tascabili Bompiani, Milán, 1987).