Y puesto que marchar necesito
y del regreso no estoy seguro
(no soy hombre sin defectos
ni como otros, de acero ni de estaño,
y después de la muerte no hay relevo,
me voy a un país lejano)
dispongo los presentes legados...
François Villon (“Los legados”)
Ha muerto uno de los ángeles de la poesía chilena, al menos se nos ha caído un ala a todos los que le conocimos, quienes practicamos el antiguo oficio de la palabra en su amasijo diario, en el “viejo rincón” de la memoria, y ahora, sobre la pantalla de una PC, rectángulo de luz que sólo brilla con nuestro pobre ingenio.
Jorge Teillier, 40 años después de haber publicado su primer poemario, Para ángeles y gorriones, y advertido de que “nuestras sombras movidas por las llamas / viven más que nosotros”, partió como esas luciérnagas que se adentran en la penumbra, cuando “un desconocido silba en el bosque”.
Nació en Lautaro, en la Araucanía, tierra mapuche, Chile, y su poesía fue un viaje permanente, un retorno continuo, entre el mítico pueblo natal y la urbe capitalina, adonde viajó a los 18 años de edad para estudiar Historia y Geografía.
Ejerció un año la docencia, cuando ya había escrito Para ángeles y gorriones (1956) y El cielo cae con las hojas (1958) y se aprestaba a publicar El árbol de la memoria (1961).
A los 12 años se inició como poeta, pero fue cuatro años más tarde, según nos relata en su ensayo “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, cuando “escribí mi primer poema verdadero, a eso de los dieciséis años, o sea, el primero que vi, con incomparable sorpresa, como escrito por otro”.
Julio Verne, Knut Hasum y Pannait Istrati, y el primer Poeta, Paul Verlaine, “cuyos versos rimaban con la campana y los pájaros” y posteriormente, Rubén Darío, López Velarde y Luis Carlos López, “provincianos cursis y universales”, y también los chilenos “Vicente Huidobro, Omar Cáceres, Carlos Pezoa Véliz, Alberto Rojas Jiménez y Romeo Murga”, fueron sus primarias influencias.
Jorge Teillier —que leía “como si le hubiesen dado cuerda”—, escribió 14 libros, y a pesar de la aparente transparencia de su poesía, de su lírica lárica (lar = lugar de origen), raizal, fragmentada en la unidad, despojada de la grandilocuencia, habitada por sus propias y refulgentes imágenes, trabajaba diaria y sistemáticamente, tal y como lo conocimos.
Todo comenzaba a través de una imagen, una idea, un destello —un centro emotivo y verbal, como diría el propio poeta— para ir articulando el texto con el fino tejido de lo invisible, la telaraña del poema. En sus últimos días, confesó que había perdido el centro. “Está todo disperso, son (los poemas) como una bengala lanzada al mar o al cielo”, reveló en 1990, al periódico Noreste.
Se es o no se es poeta, porque “allí no caben nacionalidades”, sostenía quien a pesar de que obtuvo varias e importantes premiaciones —algunos de sus poemas fueron traducidos al inglés, francés, italiano, sueco, eslovaco, rumano— y es una voz poética sólida e indiscutida en el parnaso chileno, no obtuvo el máximo galardón, el Premio Nacional de Literatura.
Estuvo en Panamá, a principio de los 80, como jurado del Premio Ricardo Miró. Nos dejó unos versos sobre su presencia en el istmo bajo el título “Ancon Inn”: “Ancon Inn el paraíso de los hombres solteros / donde las noches son verdes y las cervezas azules / hasta ser el paraíso de todos los hombres. (...) Este es el Istmo donde solía desembarcar / John Silver con su papagayo al hombro. / Ahora los papagayos se desmayan a la hora del cóctel / viendo pasar los más bellos traseros del mundo. // La nostalgia parece asomarse en esta jungla de peces. / Cristina se ha embarcado en su yate de óleos”.
En su poema “Viaje de Invierno”, del libro Cartas para reinas de otra primavera, le recomienda al poeta panameño, César Young: “Poeta, no dejes de brindar por mí con Herrerano Blanco”.
Palabra, tormento, hielo y sangre
Fue un marginado de los círculos oficiales, de la cultura del té, de los salones y la imagen. Transitó los áridos linderos del esfuerzo solitario del corredor de fondo sostenido por sus propias piernas, muy parecido a otros grandes de la poesía chilena, como Enrique Lihn, para no irnos tan lejos y la propia Gabriela Mistral, símbolo del “pago de Chile”.
Vivió en un pulso constante con la cotidianidad de las cosas, y sobre todo, de la vida, en un encantamiento que le permitió sólo sobrevivir en el desencantado universo de la ciudad. Fue un errante, aunque predicó el “mundo del orden inmemorial de las aldeas y de los campos, en donde siempre se produce la misma segura rotación de siembras y cosechas, de sepultación y resurrección, tan similares a la gestación de los dioses (recordemos a Dyonisos) y de los poemas”.
Su prédica, en vida, fue contra el establecimiento, el cliché, la mecanización absurda y deshumanizadora de la técnica, denuncia que hizo el lúcido, iluminado y desesperado poeta francés, Jean Arthur Rimbaud, en el temprano 1873.
Quizás uno de los últimos “Poetas Malditos” de estirpe de la poesía chilena, Jorge Teillier, hizo de su vida un acto poético sin límites, desafiando siempre el tedio y la monotonía de las cosas “(donde dialogan, para no morir de tedio / las alcuzas con el mantel de hule)”.
A su debido tiempo, sostenía Teillier, fijando posiciones, “me parece que todo poeta en esta sociedad se suele considerar un sobreviviente de una perdida edad, un ente arcaico”. La poesía, agregaba a inicios de los setenta, es una enferma grave, a la que se le toleran algunos caprichos en espera de su futura muerte y también la Cenicienta para editores de los géneros literarios aun cuando la novela sea “la poesía de los tontos”, según decía el poeta Eduardo Molina Ventura. El “Chico” Molina, a quien conocimos en la Sociedad de Escritores de Chile (Sech), era una especie de ayudante ilustrado, un duende de la cultura, de una mitomanía angelical y a quien Jorge consultaba, porque era un lector frenético y de vastos e inteligentes conocimientos literarios. Escribió, antes de Herman Hesse, El lobo estepario, contó una vez Teillier, y todo indicaba que era cierto, porque el Chico Molina era un traductor de la realidad y de la literatura, y al parecer contaba con no pocos recursos.
Nada nuevo bajo el sol de nuestra rica y accidentada historia literaria, que así como no confundió a la Mistral, tampoco pudo embaucar a Teillier, ya que él sólo quería que le leyeran en los textos escolares. Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont —“uno de los fundadores de la imaginación moderna”— dice en Los Cantos de Maldoror: “quiero que mi poesía sea leída por una niña de 14 años”.
Después de todo, la poesía es semilla vertida sobre la tierra para florecer con las imágenes que cada cual recrea al leer un texto por primera vez. Teillier alcanzó a decir que “el poeta es un ministro del silencio”.
Su poesía fue un largo ejercicio de la palabra contra el tiempo, la pugna y confrontación titánica, de quien sabe que tiene perdida la partida de antemano, pero que intenta frustrar, sorprender, sortear, la cotidianidad de las cosas, porque “Lo que importa / es estar vivo / y entrar en la casa / en el desolado mediodía de la vida”.
Jugador infatigable del mediodía, del tiempo que le fue dado, con unos pocos ases, a veces marcados, el poeta sobrevive en el espejo borroso de un estanque, y no es su rostro el que ve, sino el de otro, que pasa y nunca permanece, porque su único y verdadero tiempo es el futuro. El presente en la poesía de Teillier se desintegra, no llega a ser, siempre evoca, es castigado en medio del fulgor que nace para desaparecer, aunque el poeta siempre tiene refugio para el pasado en la memoria.
Todos mis recuerdos se abaten sobre mí
Aparentemente fragmentaria, hecha a la medida y semejanza de las propias huellas, del andamiaje del poeta, la poesía de Teillier, encuentra caminos para sus propios laberintos y medicina es también de sus contradicciones, cuando nos dice: “Así era la felicidad: breve como el sueño del aromo derribado”.
La felicidad, el amor, son como el tiempo, fugaces, pero temas de una constante poética, abrumada por la brevedad de las cosas: “mientras pienso que la felicidad / no es sino un leve deslizarse de remos en el agua”, nos dice el poeta, y reitera más adelante en su poema “Bajo el cielo nacido tras la lluvia”: “eso fue la felicidad: dibujar en la escarcha figuras sin sentido / sabiendo que no durarían nada, cortar una rama de pino / para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda, / atrapar una plumilla de cardo / para detener la huida de toda una estación”.
Teillier tiene el mérito dentro de la poética chilena de haber creado la Escuela Lárica, que es toda una postura, y está referida al lar, lugar, origen, y es el propio poeta quien puntualiza y precisa esa tesis cuando afirma que él sostenía en ese entonces “un tiempo de arraigo”, frente al desarraigo de la llamada generación del 50.
Esa fue una pugna que continuó con el tiempo y es propia de cada generación, con su nueva estética y visión de mundo. Esta afirmación es tan sólo un apunte, una llamada de atención, y no corresponde al fondo y objetivo de este trabajo, pero forma parte de la historia literaria chilena, y es caldo y cultivo del tiempo de la poética teillieriana.
Es el hombre junto con su entorno, dice Teillier, lo que llama realismo secreto, “porque el mundo exterior contiene pocas enseñanzas, a no ser que se le mire como un depósito de significados y símbolos ocultos”.
Los nuevos poetas, precisa Teillier en su ensayo “Los poetas de los lares”, son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y de las cosas. Se contrapone su poesía con el “yo desorbitado y romántico” de Huidobro, Neruda y De Rokha, cuya poética desbordó la propia geografía chilena. El lenguaje poético de los láricos, sostiene, no se diferencia ya fundamentalmente de la vida cotidiana, y si bien no desdeña la experimentación verbal, el lugar común, pero el poema retorna estructuralmente a formas más tradicionales.
Teillier emparenta a su movimiento lárico con Dylan Thomas, Serguei Esenin, Gerad de Nerval, Milosz y Rainer Maria Rilke, a quien leyó desde muy joven e impactó en su obra y concepción de la vida: “De conservar no sólo el recuerdo de las cosas, en declinación como modo de vida, sino en su valor humano y lárico”.
Responde, desde luego, a la universal búsqueda del Paraíso Perdido, y en opinión del propio poeta lautarino, “se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía”.
Mi instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, enfatizaría el poeta. Al final de sus días se sentía molesto, de acuerdo con sus propias declaraciones, porque se le etiquetaba como lárico y se restringía el término con simpleza, el cual, en su opinión, tiene connotaciones más universales.
Veo a Jorge Teillier atravesando, flotando por los prados del Pedagógico de la Universidad de Chile. Avanza calzado sobre sus nubes, en medio del rocío y el pasto húmedo de la clara mañana. Es 1968, una primavera fresca, con algunos libros apretados sobre el pecho, va camino al centro de la ciudad.
Lleva en el rostro la huella de la noche y de alguna pugna amorosa marcada por innegables uñas femeninas. “—¿Qué te pasó, Jorge? —Me caí en una zarzamora”.
Santiago gris, en plena democracia (lo más parecido a la felicidad, diría Antonio Skármeta el día que la Junta castrense secuestró el poder por largos y azarosos 17 años y medio).
La Casa Central de la Universidad de Chile, a la entrada, la estatua de Andrés Bello, allí trabajaba el poeta como director del Boletín de la más alta casa de estudios, junto con el poeta y profesor Waldo Rojas, hoy en París. Caminamos por el centro de la ciudad, entramos a un bar. Es mediodía de un 3 de noviembre de 1968. Jorge escribe sobre mi cuaderno, donde comienzo a trabajar sistemáticamente la poesía, y que aún conservo:
Tantos milagros para nada / Tanta nieve de leyenda / Que hace inclinarse las ramas / Cuando oímos el nombre Terranova / Tantos Jinetes / Y torrentes llenos de castores / al oír la palabra Oregón / Tantos rostros justos y bellos / como una naranja / En el mediodía de la mesa / Tantas calles / Donde saltan las niñas a la cuerda / Tanta lluvia / Que siempre llega a tiempo / Tantos milagros para nada / Para ser menos / Que un guijarro abandonado por el sol / Para irnos / Hacia un horizonte / Que ni las aves de nuestra más alta esperanza / Pueden jamás soñar alcanzar.
Los vinos del mediodía santiaguino continuaron la charla de quien hacía cada segundo un acto poético, como una zancadilla a la realidad, transformado en diversos personajes, en ese otro que viviera en su poesía como una razón de vida, de ser, la única y verdadera, por lo ineludible. El bar es nuestro segundo hogar, cantaba a una sola voz con el inolvidable poeta magallánico Rolando Cárdenas. El destino aún le deparaba miles de copas por alzar.
Vamos, pobre corazón mío, vamos, mi viejo cómplice
Amante de las aventuras —Verne, Salgari, Stevenson, Alain Fournier Selma Lagerlof, Carroll— y de las novelas policíacas, sobre todo en el ocaso de su vida, nunca se consideró un poeta original, y entre sus deudas identificó a Francis Jammes, Milocsz, Rene Guy Cadou, Antonio Machado, Edgar Allan Poe, y la lista podría ser mayor, como George Tralk, con quien tenía gran afinidad de visión y mundo poético. Y, desde luego, el italiano Eugenio Montale.
Aldo Pellegrini, un crítico literario argentino, afirma del poeta austriaco George Tralk algo que viene como anillo al dedo para Jorge Teillier: “Poeta del apartamiento, de la soledad, de la vida dolorosa, de la existencia incumplida. Pero también es buceador en lo desconocido y habitante de lo imposible”.
De los textos poéticos se desprenden otros nombres, citados por Jorge Teillier, lector incansable, aunque solía decir, casi al final de sus días, que más bien “relee más que lee”, lo que le parece un signo de precoz envejecimiento. Actualmente, añadía, leo a Nicolás Garín, Conrad, Hans Fallada, Raymond Chandler, Gastón Leroux, Gonzalo Bulnes.
“Me cuesta creer en la magia de los versos. / Leo novelas policiales, / revistas deportivas, cuentos de terror”, dice en su poema “Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal>”, editado en su libro Para un pueblo fantasma.
¿El Poeta comenzaba a presentar una prematura fatiga o simplemente ése era su mundo poético, desolado, su otro yo, o delineaba un recuento de sus vivencias en 1978, a menos de una década de su partida? Puede ser, pero lo cierto es que su poesía siempre nos habló de la brevedad de las cosas, de los instantes, fragmentos de felicidad como un rompecabezas a punto de derrumbarse, de no poder encontrar la pieza clave, de la fugacidad de las cosas, del inexorable paso del tiempo como un tic tac sin retorno, inequívoco, demoledor, inevitable en una palabra.
Era el reloj de arena a punto de estallar mil veces y a volver a empezar, como el tiempo implacable de sus días. El presente como un reloj que se adelanta, dice Ernesto Cardenal.
Siempre está presente, en la poética teillieriana, el frescor de la infancia (“Te reconoces en ese niño / que esta mañana de escarcha”), la casa paterna y el pueblo como paraíso perdido, búsqueda y retorno permanente, la felicidad como un vidrio roto, como un codo gastado en todos los mesones, pero, sobre todo, lo pasajero, transitorio, perecedero, breve, lo fugaz, fugaz, de la vida: “Temo no verte más / cuando las pompas de jabón / que echas a volar por la ventana / se llevan tu rostro”.
Ese tren fugaz como una botella de vino
Uno de los textos que más definen a Jorge Teillier, que es, diría, una especie de confesión, su alter ego, en una buena medida, se llama “Pequeña confesión”, y está dedicado al poeta ruso Serguei Esenin. Teillier acostumbraba contar la vida de este poeta y su suicidio, esa trágica desaparición del bardo por su propia mano, quizás su último acto poético, a su manera de ver el mundo.
En “Pequeña confesión” Teillier nos dice: “Tal vez nunca debiera haber dejado / El país de techos de zinc y cercos de madera. / En medio del camino de la vida / Vago por las afueras del pueblo / Y ni siquiera se oyen las carretas / Cuya música he amado de niño”.
Son sus propias nostalgias de su Sur amado, Lautaro, desde donde partió a los 18 años y retornaba cada cierto tiempo en los viejos trenes ingleses, en uno de los cuales llegó en 1953 a la capital, “cuando como todo provinciano debí hacer el viaje bautismal de hollín de trenes de entonces a Santiago, atravesando la noche como en un vientre materno hasta asomarme a la lívida madrugada de boca amarga de la Estación Central”.
Viviría siempre desterrado en Santiago, “sólo para ganarse la vida”, en repudio a la ciudad, desde su tierra natal —el Sur, el lar— rechazaría la civilización simbolizada en esta especie de sitio de nadie que es la gran urbe.
(En Crónica del forastero sentenció, en 1968: “Ninguna ciudad es más grande que mis sueños”. Estaba casi todo dicho. De ahí en adelante, el Forastero sería cada vez más Forastero.)
“Es mejor morir de vino que de tedio”, cita al propio Esenin. “Tal vez nunca debí salir del pueblo / Donde cualquiera puede ser mi amigo. / Donde crecen mis iniciales grabadas / En el árbol de la tumba de mi hermana. / Como de costumbre volveré a la ciudad / Escuchando un perdido rechinar de carretas / Y soñaré techos de zinc y cercos de madera / Mientras gasto mis codos en todos los mesones”.
Mezcla sus reminiscencias con las del poeta ruso, las hace suyas en una suerte de pacto común por la vida, aunque hay muchas maneras de suicidarse, en esta vida al menos. Esenin escribiría sus últimos versos con sangre:
Hasta pronto, amigo mío, sin gestos ni palabras, / no te entristezcas ni frunzas el ceño. / En esta vida el morir no es nuevo / y el vivir, por supuesto, no lo es.
Jorge Teillier sostuvo a principios de los setenta que el poeta es un ser marginal, pero de esta marginalidad —precisa— y de este desplazamiento puede nacer su fuerza. Él vivió en el canto, en la orilla, en el filo del límite, y su poesía fue el desnudo guijarro del camino, plena de hallazgos, de imágenes dirigidas por la maestría de un conductor de trenes nocturnos con la fija estación de la infancia, iluminada por sus propias luciérnagas.
El fruto es ciego. Es el árbol el que ve
A pesar de dirigir una publicación universitaria, de ser invitado por diferentes países en el marco de la cultura y la poesía, haber obtenido importantes premios literarios, incluido el de la Revista Paula, donde compitió con 4.000 trabajos, de ser conocido y apreciado en los medios literarios, prefirió el tránsito solitario de las calles de su pueblo natal, el recorrido de los trenes hacia el Sur, ver jugar ajedrez al viento sur con el viento norte “para decidir qué tiempo va a haber”, conversar con un mapuche, ver “el gesto de un loco tratando de atrapar un rayo de sol”, buscar la llave para unir la memoria con el olvido.
Dedicó su vida (iba a cumplir 61 años) a escuchar al ruiseñor de Keats, que “da alegría para siempre”.
Jorge Teillier abrazó, con la desesperación de toda fuerza creadora verdadera, este oficio poco rentable, pasado de moda para muchos, inútil para otros, y fue plenamente consciente de sus actos, que se confundieron y fueron convirtiéndose en luz y sombra en ese intento por “integrarse a la muerte”, porque su lucha fue “contra su enemigo el tiempo”.
“Lo que importa / es estar vivo / y entrar a la casa / en el desolado mediodía de la vida”, nos dice en su libro Crónica del forastero (1968) quien vivió siempre a capella (en un black jack permanente contra todo azar), como un verdadero sobreviviente, ya que para Teillier, “la poesía es una manera de ser y actuar”. “Mi instrumento contra el mundo”, sostenía, “es otra visión del mundo, que debo expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar”.
“Y de nada vale escribir poemas si somos personajes antipoéticos, si la poesía no sirve para comenzar a transformarnos nosotros mismos, si vivimos sometidos a los valores convencionales”, precisaba aludiendo a su visión poética.
Esta postura frente a la vida se ve reflejada en su poesía, que fue, como él mismo lo señalara, un solo gran poema que se va repitiendo en diversas versiones a largo de los años. No es el único que piensa de esta manera, ya que algún crítico dijo en una oportunidad que Hölderlin y Leopardi eran “prisioneros de sus sentimientos, cantaron un solo canto durante toda su vida”.
Teillier, como toda la gran poesía chilena, cree en la palabra, la palabra exacta, en “la universalidad, que fundamentalmente se obtiene por el lenguaje imperecedero de la imagen”. Las palabras, como dice Octavio Paz, “su valor reside en el sentido que esconden”. Es palabra, tal vez, que dice lo indecible, es decir, poesía. Un poema, afirma el propio Paz, no tiene más sentido que sus imágenes.
Se me revelan misterios inefables
“La imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos”.
Con esta definición, el poeta mexicano da en el clavo.
En poesía, como sostiene Paz, sólo hay una manera de decir las cosas, mientras que en prosa, muchas.
La palabra justa que es tan difícil de hallar, nos recuerda Teillier para responder al mexicano y a nosotros, ahora y en cualquier época.
“Y tú empiezas a sentarte delante de páginas en blanco / condenado a perseguir palabras / más difíciles de atrapar que moscardones entrando en / diciembre a la sala de clases / Hay que escribir aferrándose a ello como el maníaco / a la droga, sin pretender recibir siquiera el inútil premio de la eternidad”, sentencia y advierte en Crónica del forastero (pág. 38).
“El avión descarga. Los pilotos invisibles se deslastran de su jardín nocturno y luego apuran un breve fuego bajo la axila del aparato para avisar que ya está. No queda más que reunir el tesoro disperso. Igualmente el poeta...”, nos advierte René Char con el relámpago de su poesía.
Nadie pone en duda que en Teillier existe una suerte de “magia poética” desde el título de sus libros: El Cielo cae con las hojas, Poemas del País de Nunca Jamás, Para ángeles y gorriones y Muertes y maravillas... (“dipso y mágico hasta el fin entre los últimos / alerces que nos van quedando”, afirma Gonzalo Rojas en su poema “Pacto con Teillier”).
Pero, sobre todo, fue un constructor de mitos, y el poeta es el guardián de ellos, confirmaba. Tuvo la originalidad de no pretender ser original, y si encontró la aguja en el pajar volvía a hundirla para no morir de tedio. Y como Billy The Kid, repitió: “Los tiempos cambian pero yo no cambio”.
En la poesía de Jorge Teillier, más allá de su mundo mítico, la infancia, el lar, el paraíso perdido, la vida a retazos levantándose, hundiéndose, está el amor, que suele ser tan fugaz como el cometa que vio alguna vez y espera que regrese algún día antes de partir.
Es preciso señalar que toda poesía —como dijo Pellegrini—, en alguna medida secreta, se construye con la esperanza de retorno a la Edad Dorada, perdida, de la infancia.
En su poema “Carta de lluvia”, de Poemas del País de Nunca Jamás, nos revela y hace referencia en cierta manera a este mundo perdido de la Edad Dorada (el Paraíso) cuando dice que “Alguna vez salí al patio a decirle a los conejos / que el amor había muerto”.
¿Era una muerte figurada, poética o real? ¿O fue una primera muerte, y después junto al amor, a nuevos amores, vendrían otras en sucesión de cascadas como le suele ocurrir a los poetas?
Ella es todos los reinos
No conozco otro texto más revelador, directo, inequívoco, personal, íntimo y confesional en materia amorosa dentro de la poética teillieriana, que el “Poema XVI” de Crónica del forastero (pág. 40), dedicado a su segunda esposa, una hermosa amazona que conocimos en su esplendor, Beatriz, de nuevo, siempre.
Veamos:
Eres el peso profundo y secreto
de los granos de trigo
en la balanza de mi mano.
El frescor del sorbo de cielo
que bebe el pájaro marino.
Por el verano corren los claros esteros
de tu espalda desnuda.
Eres un puente entre los marjales de las pesadillas.
Las madejas de nuestros sueños se entrelazan,
estrechas desechas en lava.
Tú derribas
los muros coronados por trozos de botellas
que sitiaban mis días.
Ya no voy solo por los viscosos corredores
de los sueños adolescentes.
Desde la buhardilla que escojo
para recibir tu cuerpo
vemos las tardes libres e infinitas
y caballos marcados sólo con estrellas en la frente.
Tu cuerpo es el frágil latido de flores con ojos de nieve
que me traen los vientos
venidos del país donde nunca se llega.
Me anunciaron que me estabas prometida
todos los gallos de las veletas,
todos los puentes construidos por los antepasados,
todos los andenes y todos los campanarios.
Tú extiendes las sábanas del alba,
tú haces que la noche sea la otra vida.
Pero si tu sombra aparece en todos mis muros,
ya no estarás más.
Soy extraño a toda fiesta para mí mismo.
Tú sabes que veo el sol y la muerte viajar juntos,
tú sabes que siempre hay un cuarto que no debe
abrirse
y que el viento de pronto apenas se atreve a hojear
los trigales
por miedo a encontrar un sol más oculto.
Ahí está el poeta en medio de los muros que nunca le abandonaron en sus pesadillas, envuelto en sus sombras en la propia vida cotidiana. “Tú derribas”, dice —el amor, la fortaleza de la amada—, “los muros coronados por trozos de botellas que sitiaban mis días”. La esperanza estaba del lado del amor, transitoria como toda posibilidad, firme por momentos, débil en el mayor de los tiempos, hasta el naufragio, porque además ve el sol y la muerte viajar juntos: vida y muerte, la contradicción, y tema recurrente de toda gran poética, en la cual Teillier es un maestro en atrapar instantes, soplos, relámpagos, fragmentos y dejarlos ir por sus propios laberintos y en un juego de espejos que se miran unos a otros hasta desaparecer y reaparecer en el siguiente poema por la magia de los sueños, la palabra y el futuro que es presente y pasado. El amor y las amadas se van en la poesía de Teillier, para permanecer real y definitivamente, más allá del poema.
Pero no olvidemos que siempre está presente la voluntad del poeta y su palabra. Lenguaje, por último, nos dice el poeta y ensayista J. Quezada, en su intensidad de nostalgia y rescate memorial, que permanece incontaminado e inamovible, sin pretensiones neorrománticas o posmodernas, sino aceptador de aquellos valores esencialmente poéticos. “Poesía”, concluye Quezada citando a Teillier, “como una moneda cotidiana y que debe estar en todas las mesas”.
Polvo también es la palabra escrita
El crítico Jaime Giordano, quien estudió la obra de Teillier hasta 1965, nos comenta sobre “una mirada desoladora de la realidad presente, que se define como catastrófica y fracasada”. Realidad desintegrada, nos dice Giordano, ante la cual se “produce una búsqueda angustiosa, que espera conciliar el deseo con la realidad y encontrar el hallazgo que permita iluminar la cotidianidad”. Esta búsqueda, añade, se asienta en el recuerdo de una realidad perdida en la memoria que guarda las imágenes del origen y que se recuerdan en el presente.
El tiempo perdido, precisa Giordano, que sobreviene a retazos, se sumerge en un espacio perdido que accede también a través de ciertas imágenes secretas que surgen desde el rincón de la provincia, del lar. Pero en el mismo momento en que se recuperan ese tiempo y ese espacio se destruyen, porque la conciencia siempre vive escindida y no puede recuperar la integración de los dos momentos: el del idilio y el de la realidad imperfecta del presente. Agrega que la contradicción, de esa manera, que permanece irresuelta, es la de asociar el goce y la felicidad sólo al momento del recuerdo, cuando la pérdida ya se ha consumado.
Personalmente coincido con opiniones de críticos y poetas, de quienes le han tomado el pulso a la poesía chilena durante el siglo XX, en cuanto a que Jorge Teillier fue fiel a su propia historia, invariablemente, y desde su personal retórica no sólo construyó un mundo de “fulguraciones calcinadas” —como dijera en su oportunidad Jaime Concha— sino una poesía original, contraria a las modas o ismos de cualquier época, mucho más compleja que su aparente transparencia y dueña de otras fronteras, más allá de su aldea natal.
Mérito nada sencillo en un país donde la poesía viaja en Mercedes Benz, literariamente hablando, desde hace décadas. La poesía es, sin duda, el mejor producto de exportación de esa loca geografía, como la bautizara el escritor Benjamín Subercaseaux, o largo pétalo, como la llamara en un poema, en su exilio, Pablo Neruda:
Verso a verso pesa tanto como las uvas y permanece fiel, como las nieves de la montaña. Es el mar que tranquilo nos baña, la dulce Patria.
Camina hace años del brazo de la fama esta dama de cien trajes, que puso por primera vez —hace más de medio siglo— en el mapa mundial a la larga y angosta faja de tierra, firme como un gran remo y oceánica como el albatros.
Fueron los principales compañeros de viaje de Teillier los poetas Efraín Barquero, Rolando Cárdenas, Floridos Pérez —y como telón de fondo en la frontera de todas las fronteras del sur mítico, Pablo Neruda—, a quien el poeta le dedica los siguientes versos en su libro Para un pueblo fantasma: “Desbordando el mundo igual que los inviernos / Sueña Pablo Neruda que es Neftalí Reyes / Y en el tren lastrero que conduce su padre / Vuelve a escuchar el plano general de la lluvia”.
Superar la avería de lo cotidiano
Jaime Concha dijo, hace más de dos décadas, que la poesía chilena tiene algo de nuestra Cordillera de los Andes. Hay en ella grandes cumbres, volcanes formándose o en erupción, lagos y ensenadas, ríos e hilillos de agua cristalina.
Nada más cierto y exacto que la propia deslumbrante y determinante geografía chilena. Hay cumbres y volcanes que ya son famosos en el mundo entero, agregaba Concha. Su fuego ha atravesado de polo a polo y han sido reconocidos en el otro extremo del planeta.
Jorge Edwards, conocido narrador chileno —flamante Premio Cervantes—, señaló en la contraportada del libro Cartas para reinas de otras primaveras que Jorge Teillier es el continuador por excelencia de la tradición poética chilena. Es, sostiene Edwards, el que logra la mejor síntesis del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación formal. En la poesía de Teillier existe un Sur mítico, la misma frontera lluviosa y boscosa de Pablo Neruda, pero en este caso desrealizada, convertida en pretexto de una creación verbal, donde árboles, montes, plazas de provincia, se tiñen de innumerables referencias a la literatura contemporánea, como si el espacio literario y el de la naturaleza se entrelazaran.
Edwards también llama la atención, en sus observaciones sobre Teillier, que le comentaron que éste es un poeta reiterativo, como si eso pudiera implicar una crítica, advierte el novelista, y otros han dicho que es un poeta pesimista, que no pertenecería a la raza de los constructores de la patria.
La verdad es que los poetas optimistas —apunta Edwards— han sido escasos y las células amarillas de la melancolía han sido abundantes en la sangre de Shakespeare, Charles Baudelaire y Julio Laforgue, muerto a los 27 años de melancolía y aburrimiento. A esa edad se suicidó Tralk; Jean Arthur Rimbaud, que abandonó la poesía a los 19 años, murió a los 37. La lista es larga, si no que lo digan Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, muerto en París a los 24 años de edad, Serguei Esenin, a los 30, Dylan Thomas, a los 37 y Carlos Pezoa Véliz, a los 28 años de edad.
Lo cierto, como dice Jorge Edwards, es que la melancolía de los poetas construye, paradójicamente, la trama de la cultura de los países. La verdad de los poetas es diferente a la verdad de la geografía o de la economía, concluye.
El poeta Teillier aparece como el sobreviviente de un paraíso perdido, como el soñador visionario de una época dorada de la humanidad que conserva a través de los tiempos el mito y la imagen esencial de las cosas: casa, tierra, árbol, apuntaba el crítico chileno Ignacio Valente en 1975.
Jorge Teillier sostuvo en su “manifiesto poético” su visión de mundo, a principio de los setenta, citado en estos apuntes sobre su obra, que la poesía no puede estar subordinada a ideología alguna, aunque el poeta como ciudadano tiene el derecho a escoger la torre de marfil, de madera o cemento.
Él, que se sentía culpable, como hijo de un luchador social, por no escribir poesía “comprometida”, consideraba que lo que le dictaba su verdadero yo era lo más importante y su lucha era “superar la avería de lo cotidiano”.
La sangre para ellos son medallas
Debemos ubicarnos en el contexto histórico chileno en que fueron dichas esas afirmaciones. Es 1970, año en que comienza a gobernar la Unidad Popular en Chile bajo el liderazgo de Salvador Allende, el primer presidente socialista electo en el mundo por el voto directo en elección libre.
Chile tiene una vasta y rica tradición de luchas sociales y de poesía, que si bien la social no es la más trascendente tiene sus cultores, y entre ellos Pablo Neruda, Carlos Pezoa Véliz y, muy especialmente, Pablo de Rokha, el más desamparado de los poetas.
Fluía en los 70 una fuerte corriente social en las artes y letras chilenas, en la cinematografía con El Chacal de Nahueltoro, de Miguel Littin, como antecedente, pero todo formaba parte de un abanico mayor dentro de la amplia pluralidad artística y cultural que siempre existió en el Chile democrático.
El 11 de septiembre de 1973, con la muerte de Salvador Allende en el Palacio Presidencial de La Moneda, en Santiago, triunfó “una de las más violentas contrarrevoluciones del siglo XX”, como dijera Ariel Dorfman, narrador, ensayista y profesor universitario. Y se sobrevino el llamado apagón cultural. Teillier decidió permanecer, aunque su familia tuvo que exiliarse. Había escrito un verso premonitorio diez años antes.
(“El viento y el miedo golpean los muros”, dice el verso profético teillieriano en 1963-64, en Crónica del forastero).
Un mediodía de la primavera chilena —septiembre de 1973—, “En el mes de los zorros / En el mes de los días de sol frío”, según se inicia el poema de Jorge Teillier, en 1978, no sólo se destruyó a sangre y fuego el gobierno democrático que instaló en la primera magistratura de la nación a Salvador Allende, sino que se estableció la censura y se puso en marcha la maquinaria del exilio de cientos de intelectuales. La diáspora abría sus grandes alas negras y volaba sobre el luto de la República Asesinada, como profetizó Pablo de Rokha, dos décadas antes, en un libro homólogo en su nombre a la tragedia. Viviríamos por un tiempo, todo el tiempo del desarraigo, aunque Teillier apostara durante 40 años por un tiempo de arraigo y construyera el edificio de su torre poética con la incorruptible madera del alerce.
Pablo Neruda, 24 horas antes de su muerte, completamente lúcido, según nos cuenta Jorge Edwards, que recoge en su libro Adiós, poeta, testimonios del pintor Nemesio Antúnez, dijo proféticamente que los militares “se quedarán mucho tiempo y en el ambiente de la cultura, el arte, de la televisión, en todo, predominará la mediocridad más completa. Yo ya he tomado mi decisión: irme a México, y a ti también te recomiendo salir: la atmósfera chilena se va a volver irrespirable para nosotros”.
Neruda moriría al día siguiente, y cabe recordar que rechazó los primeros días del golpe militar un avión que le había enviado su amigo, el presidente de México, Luis Echeverría, porque consideraba que su lugar estaba en Chile.
Después de contar con una de las editoriales más formidables de América Latina y un “boom” en todas las expresiones artísticas populares, en sus manifestaciones más sencillas, Chile se expresaría en las carpas de circo (N. Parra) —“que se incendiarían”—, en las calles del Gran Santiago, con el teatro relámpago, en los microbuses, guitarra en mano y en la más absoluta clandestinidad, aquella en que el silencio pareciera ser el sordo ruido del mar o de las multitudes, cuando nadie más habla que el frío ruido de los sables.
El poeta responde con una salva por el porvenir
Jorge Teillier vivió este período en carne propia, y el poeta más fiel a la vida, a sus actos, a los dictados de su yo, doblemente exiliado en su propia tierra, se pregunta: “Quién nos devolverá los amigos muertos / ese mes de los zorros y los días de sol frío. / Quién nos devolverá / esa calle que ahora los ancianos vigilan airados / porque no pueden extirpar la zarza de ardientes / raíces, / porque el viento mueve las hojas del bosque / predicando esperanza / mientras las hechiceras remueven en sus calderos / la sangre de sus víctimas que beben friolentas / porque ningún sol cantará en sus oídos”.
“En el mes de los zorros”, título del poema citado, del libro Para un pueblo fantasma (págs.35-36), se inicia el texto con un epígrafe muy sugerente de A. E. Housman, en inglés, y que dice así: “Mis sueños son un campo lejano, sangre, humo, perdigones”.
El poema concluye con un mensaje al futuro, a las próximas generaciones, a los nietos de los ancianos zorros del sol frío, que inclusive ellos “sólo se acordarán de nosotros que nunca dejamos de escuchar a los bosques secretos predicando libertad con cada una de sus hojas”.
Libertad, como dijo Paul Eluard / En la selva y el desierto / En los nidos en las ramas / En el eco de mi infancia / Escribo tu nombre.
La poesía de Jorge Teillier utiliza el lenguaje que le es propio, la imagen y la naturaleza, los cuentos de hadas, los personajes literarios, la hermana muerta, la memoria, “porque lo inventado por la memoria / es lo único fiel”, la casa-pueblo lar, como una segunda y verdadera naturaleza de su poesía, fulguración de fulguraciones que vuelven a su ceniza, tocan como pequeñas campanas de su natal Lautaro, en el oído del lector.
En su texto titulado: “Viaje de Invierno”, del libro Cartas para reinas de otras primaveras, dedicado a sus abuelos franceses, a su padre en el exilio y a sus parientes del sur, alude, a través de un verso de Neruda, a su tragedia personal, familiar, relacionada con su casa paterna, el lar, partida y regreso, pero siempre el retorno, aunque sea en la memoria: “Generales traidores, mirad mi casa muerta”. El verso nerudiano (Tercera Residencia, 1947) condenando el franquismo que aplastó la República española, volvía al combate casi cuatro décadas exactas después, en el escenario chileno, donde gobernaba uno de los admiradores del Generalísimo.
Es, en todo caso, uno de los poemas más referenciales a lo político que al menos yo conozca de Teillier, y dice más adelante: “Un día / cuando todos los sobres sean transparentes / y los hermanos y los parientes no sean condenados a / morir en el exilio / y todos vivamos en nuestro verdadero País” (“Y venir de tan lejos en abuelos perdidos”, diría el verso huidobriano).
La realidad le había impuesto al poeta un nuevo universo de situaciones, un escenario que explosionaba su mundo más allá del perdido entorno de la infancia, de la Edad Dorada, que, al igual que Neruda, guardadas las dimensiones, como dijera Hernán Loyola: “ese mundo de la infancia y de la primera adolescencia atraviesa toda su obra poética”.
El sagrado Canelo nos ampara en su sombra
Están todos los elementos de la Frontera, Lautaro para Teillier, Temuco, para Neruda, paisaje y más paisaje, con la lluvia como telón de fondo: “Pero ahora te envío esta carta de lluvia / que te lleva un jinete de lluvia / por caminos acostumbrados a la lluvia”, dice el poeta en “Carta de lluvia”, de su libro Poemas del País de Nunca Jamás.
No, no es Neruda, a pesar de los elementos coincidentes en no pocas ocasiones, los bosques, los inviernos, los pueblos, las calles, los trenes en la memoria de ambos poetas, los paisajes del Sur transformado en leyenda, porque Jorge Teillier es el guardián de sus propios mitos, de la vorágine de su mundo interior, de sus sueños (“Ninguna ciudad es más grande que mis sueños”), de la tierra donde “El trigo inclina su cabeza / antes de ser torturado como todo salvador”, lámpara, a veces, de su propia oscuridad.
La Frontera es el lar, no sólo para Neruda y Teillier, sino para numerosos poetas nacidos y vueltos a nacer en esa región peculiarísima de la geografía e historia chilena. Alonso de Ercilla y Zúñiga inmortaliza la gesta heroica de mapuches y españoles y la región antártica famosa, con la “Araucana”, Pedro de Oña continuará la poética hispana en su tránsito colonial con otra versión de la historia de la Araucanía (El Arauco domado) y Neruda la llevará a todos los confines del planeta con su propio sello doloroso, profundo, telúrico, emancipador, e irá nombrando las cosas, las gentes y geografía, con su palabra torrencial y definitiva.
La Frontera tenía ese sello maravilloso de Far West sin prejuicios. Mis compañeros se llamaban Schnakes, Schelers, Hausers, Smiths, Taitos, Seranis. Éramos iguales entre los Aracenas, Ramírez, los Reyes... No había apellidos vascos. Había sefarditas. Albalas, Francos, había irlandeses, McGuntys, polacos, Yanichewskys. Brillaban con la luz oscura los apellidos araucanos, olorosos a madera y agua: Melivilus, Catrileos”, nos comenta Pablo Neruda en una de sus descripciones de su infancia temucana, donde conoció a “esa señora alta, con vestidos muy largos y zapatos de taco bajo: Gabriela Mistral.
Teillier, en “Blasón de poetas de la Frontera”, del libro Para un pueblo fantasma, se refiere a cada poeta del sur como parte de un escudo de armas, linaje de la poesía chilena en la Frontera. Es la semilla sembrada por Alonso de Ercilla.
Es en Crónica del forastero, sin embargo, donde nos habla del Far West chileno, la Frontera, sitio al que a fines del siglo pasado llegaron sus antepasados franceses de Bordeaux, con suizos, italianos, alemanes y conquistaron por segunda vez la Araucanía, a sangre y fuego.
Gardel, nacimiento y muerte
La poesía de Jorge Teillier, ciertos libros específicamente, tienen algunas referencias, verdaderos trazos costumbristas, versos a modo de crónica, que recogen la presencia indígena en la Araucanía, tan venida a menos por el trato muy próximo al genocidio étnico y cultural que le han dado los sucesivos gobiernos chilenos, con la excepción de Salvador Allende.
(Los mapuches vuelven a sus reducciones por la calle del Medio. Los fundos eran todos antes propiedades mapuches. Los mapuches tenían mucho apego a la chueca, son algunos de los versos referenciales que recojo de sus libros. Teillier escribió un texto testimonial sobre su pueblo: Lautaro, cuyo ritmo, dice, es el que le dan el río y los trenes. Es la Frontera, mezcla de mapuches, europeos y españoles. “El pueblo que siempre va conmigo”, testimonia y reafirma el poeta.)
Dejemos descansar al poeta, que se fue en la aristocrática y orgullosa Viña del Mar, tierra otrora de grandes viñedos, en un homenaje secreto al bardo, que partió escuchando a Carlos Gardel el mes de abril de 1996. “Abril es el mes más cruel; / engendra lilas de la tierra muerta, / mezcla memorias y anhelos”, nos recuerdan los célebres versos de T. S. Eliot en La tierra baldía.
Teillier nos advirtió en unos versos póstumos: “Si alguna vez mi voz / deja de escucharse / piensen que el bosque habla por mí / con su lenguaje de raíces”.
Ya se había despedido décadas atrás, con unos versos memorables:
Me despido de mi mano / que pudo mostrar el paso del rayo / o la quietud de las piedras / bajo las nieves de antaño. Para que vuelvan a ser bosques y arenas / me despido del papel blanco y de la tinta azul / de donde surgían los ríos perezosos, / cerdos en las calles, molinos vacíos. / Me despido de los amigos / en quienes más he confiado: los conejos y las polillas, / las nubes harapientas del verano, / mi sombra que solía hablarme en voz baja. Me despido de las Virtudes y de las Gracias del planeta: / los fracasados, las cajas de música, / los murciélagos que el atardecer se deshojan / de los bosques de casas de madera. Me despido de los amigos silenciosos / a los que sólo les importa saber / dónde se puede beber algo de vino, / y para los cuales todos los días / no son sino un pretexto para canciones pasadas de moda. Me despido de una muchacha / que sin preguntarme si la amaba o no la amaba / caminó conmigo y se acostó conmigo / cualquiera de esas tardes que se llenan / de humaredas de hojas quemándose en las acequias. / Me despido de una muchacha / cuyo rostro suelo ver en sueños / iluminado por la triste mirada / de trenes que parten bajo la lluvia. / Me despido de la memoria / y me despido de la nostalgia / —la sal y el agua de mis días sin objeto. / Y me despido de estos poemas: / palabras, palabras —un poco de aire / movido por los labios—, palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: que respiramos y dejamos de respirar.
Había nacido un 24 de junio de 1935, en Lautaro —donde el río Cautín corta en dos al pueblo—, día en que murió Carlos Gardel, en Medellín, Colombia, y en que los mapuches celebran la llegada del Año Nuevo.
La última vez que lo vio su asistente, el poeta Francisco Véjar, fue en una estación del metro en Santiago. Allí lo llevaron sus amigos después de comprar una maleta porque se aprestaba a viajar a Buenos Aires. Pareciera que se trasladó a la residencia del poeta Lorenzo Peirano, porque alrededor de las cuatro de la tarde del 12 de abril llegó a su casa. En su destartalada morada de calle Esperanza, como él la describe en un testimonio a El Mercurio del 9 de junio de 1996, Teillier recordó entrañablemente a sus hijos, Sebastián y Carolina, a su nieta, a su hermano Iván, a los poetas Volpe y Ruiz. Ya había chanceado con la imagen de Rolando Cárdenas, que supuestamente acompañaba a Carlos Gardel en la pantalla, cuando el morocho del abasto cantaba “Golondrinas”, esa tarde. Quizás presentía algo, como recordó Peirano, en su testimonio final.
No logró que el dueño de casa le acompañara a su residencia, ubicada entre La Ligua y Cabildo. “No habrá otra vez”, respondió Teillier a la negativa de Peirano. De pronto dijo, poco después del almuerzo del sábado 13, que tenía que hacer, y lo fuimos a dejar al bar La Unión Chica, continuó con su relato Peirano...
La muerte ha venido a beber sangre / en el bar de los amigos asesinados. / La muerte lanzó con desprecio una moneda / al mostrador... La muerte ha bebido sangre / y ebria camina / hacia un bar que nadie conoce / sino los amigos que sobreviven / y esperan reunirse con Ella / y vengar a los amigos muertos.
El bar era un sitio que le gustaba, porque es un lugar de solitarios. “Yo veo el bar como un barco, los concurrentes son la tripulación”, comentó en unas conversaciones que tuvo con el crítico Carlos Olivárez.
(Comparto la tesis del crítico y lingüista francés Roland Barthes, que si bien el barco es un símbolo de partida, el gusto por el navío es siempre la alegría de un encierro perfecto, de tener a mano el mayor número posible de objetos. De disponer un espacio absolutamente finito. Amar los barcos es, ante todo, amar una casa superlativa, nos advierte Barthes. El Nautilus de Julio Verne es, a su juicio, la caverna adorable. Recordemos que Teillier y Cárdenas, entonaban que el bar era su segundo hogar).
Fue su última estación, la definitiva, y ya no se despediría con el tradicional verso nerudiano de 20 poemas de amor y una canción desesperada, y que era su breve himno de despedida: “Es la hora de partir, oh abandonados... Todo en mí fue naufragio”, diría Neruda para la ocasión.
“Pocos saben lo que es un poeta / y cómo debe morir un poeta”, revela Teillier en su poema “El poeta de este mundo”, dedicado a René Guy Cadou.
“No habrá otra vez”, le había advertido a Peirano, y todo parece indicar que quería morir en casa rodeado de sus amigos: “Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto de manzanas”, dice en el texto dedicado a Cadou.
Después vino la agonía y la muerte, concluyó su relato Peirano.
Quizás, como dijo Teillier a los 23 años en su poema “Edad de Oro” (El Cielo cae con las hojas):
Un día u otro
todos seremos felices.
Yo estaré libre de mi sombra y de mi nombre,
que se irán como perros sin dueño.
“Ya Esenin / le habrá abierto la puerta alta al gran despiadado / de sí mismo”, confía Gonzalo Rojas.
Si las profecías del poeta se cumplirán, no lo sabemos.
Non omnis moriar —no me moriré del todo—, vaticinó Horacio hace dos mil años.
Después de todo, ya lo dijo René Char: “Un poeta debe dejar señales a su paso, no pruebas. / Sólo las señales hacen soñar”.
Recuerden que un día seremos leyenda. Recuerden, eso nos dijo Teillier.
Panamá, 1996 - mayo 2000