Jorge Teillier nació en el pueblo de Lautaro, allí en plena región de la Frontera en Chile, es decir, en la zona que durante más de tres siglos fuera el límite entre españoles y aborígenes, entre el poder imperial invasor y nuestros mapuches primitivos e independientes, en la zona hasta hace sólo un siglo [1] de pugnas y fricciones entre dominadores y un pueblo indómito que no se dejaba avasallar.
En este medio en el que también se mantienen todavía reminiscencias de campamento, de Far West o de un mundo elemental y pionero, como tan vívidamente lo ha evocado Neruda en sus Memorias, transcurren la infancia y la adolescencia de Teillier. Acotemos que esta región casi recién nacida a la vida chilena, con ciudades fundadas o refundadas a fines de siglo pasado, ha sido, sin embargo, pródiga para nuestra poesía. Quizás Neruda, “desbordando el mundo igual que los inviernos” [2], haya hecho olvidar un poco que de la Frontera proceden Diego Dublé Urrutia, Juvencio Valle, Teófilo Cid, Aldo Torres Púa, Jorge Jobet, Pablo Guíñez, Miguel Arteche, Floridor Pérez y Omar Lara, entre otros significativos poetas chilenos.
Nacido en 1935 y con su primer libro publicado en 1956, Jorge Teiilier pertenece, cronológicamente, a la “Generación del 50”. Debemos dejar en claro que a nuestro poeta no le agrada la pertenencia a tal grupo, particularmente por su tendencia al cosmopolitismo, “su desarraigo, su falta de sentido histórico, su egoismo pequeño burgués” [3]. Sin embargo, a treinta años de su aparición y cuando se pierde a la distancia su efímero auge, ya se puede decantar con alguna claridad cuánto hubo de valor real y cuánto de propaganda o éxito pasajero en la llamada “Generación del 50”. Sin lugar a dudas, dicho grupo no es homogéneo y en él, creemos, no es difícil -aunque no lo hemos visto señalar por ningún crítico- visualizar tres corrientes que reflejaron las tres tendencias que se iban consolidando en el conflictivo período de lucha de clases que se desarrolla en Chile después de la Segunda Guerra Mundial: una tendencia aristocratizante, una ideología centrista y conciliadora, de raíz cristiana y una posición que se identificaba con nuestra realidad, nuestro pueblo y sus luchas. Como no deseamos que este problema nos distraiga de nuestro tema central, solamente nos limitaremos a anotar aquí que la mayoría de los poetas que cronológicamente corresponden al “50”, tienen un acento vernáculo, en contra de la sofisticación, la extravagancia y la visión de mundo decadente que explotó hábilmente Enrique Lafourcade, escritor con el cual se tiende a identificar a la “Generación del 50”. Piénsese, por ejemplo, en poetas como Alfonso Alcalde (1921), Raúl Rivera (1926), Pablo Guiñez (1929), Efraín Barquero (1931), Sergio Hernández (1932) o Rolando Cárdenas (1933)... Todos ellos tienen insoslayables vínculos, conscientes y subconscientes, a menudo mágicos, con nuestra naturaleza y nuestro pueblo. Por consiguiente -y además por otras razones- corresponde ubicar a Teillier en el grupo de los poetas “del 50”.
Su tiempo y su espacio -su infancia y adolecencia transcurridos en el período de la Guerra Fría y en la región de la Frontera -determinan poderosa aunque soterradamente la poesía de Teillier.
Un inventario cualquiera, ligero o acucioso, de las materias que pueblan su poesía dará un resultado parecido a éste: terrones, hierbas, árboles, un huerto, hongos, nidos, castillos de madera, la reja de fierro, un caballo perdido, el pozo, la leña, la casa natal, patios innumerables, espejos, el olor a café en el molinillo de la tía solterona, la banda en la plaza, el tren que se aleja de la antigua estación... Es decir, se trata del mundo de la aldea. Materias y ámbitos provenientes de los pequeños poblados nutren la poesía de Teillier. Su origen, su temperamento y su visión de mundo han arraigado en él ese respeto y esa identificación con la naturaleza que le permiten concluir con admirable naturalidad que “un día llegaremos a ser árbol”. Igualmente una sabiduría antigua, heredada de sus antecesores poéticos -Francis James, Milosz, Alain Fournier, Rene Guy Cadou, Antonio Machado, “hermano mayor mal vestido y triste”, y los chilenos Teófilo Cid y Juvencio Valle-, le han inculcado esa comunión con su tierra natal y le otorgan esa capacidad de decir y predecir a su pueblo, cuyo destino puede “leer en la palma de sus calles”.
Rural y sureña, la poesía de Teillier es también expresión del doloroso sino de la aldea chilena del sur y, en verdad, de toda Latinoamérica durante el presente siglo, cual es el éxodo, el desarraigo. Año tras año, generación tras generación, las aldeas latinoamericanas van viendo reducirse su población por el éxodo, especialmente de sus jóvenes que emigran a las ciudades grandes en busca de fuentes de trabajo o estudios y posibles o aparentes mejores condiciones de vida. Releyendo a este poeta de los lares, se vive entonces el conflicto del provinciano, quien, desde el universo elemental y agreste de la aldea, es trasplantado a la “costra de cemento” y artificio de la ciudad. Su inadaptación y su anhelo de una vida sencilla, inmemorial, lo persiguen:
“Como de costumbre volveré a la ciudad
Escuchando un perdido rechinar de carretas
Y soñaré techos de zinc y cercos de madera
Mientras gasto mis codos en todos los mesones.”
Su arraigo telúrico y su repulsa a la ciudad “enferma de smog” conllevan otra variante -la más visible y reiterada-: el sueño poético del retorno hacia el mundo lejano de la infancia. Alguna vez en revista Trilce, explicó Teillier que para él “la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo”. Efectivamente, desandando años y distancias, camino al ayer, esta poesía rescata el mundo irrecuperable de la infancia, y resulta casi increíble cómo este poeta es capaz de descubrir y redescubrir matices (fugaces matices sobre todo), un mundo mágico de inagotable poesía en los estrechos -¿o inconmensurables?- lindes de la infancia y la provincia. Su homenaje al dibujante chileno “Coré” es un poema que suscribiríamos, que suscribirían “en el fondo de la casa sin muros del recuerdo”, todos los ojos que alguna vez se posaron en las páginas de El Peneca, semanario de un tiempo cuando la manipulación ideológica del niño a través de las revistas infantiles no aparecía todavía tan evidente.
Pero no tan sólo infancia. El poeta que aprendió con Alain Fournier el secreto de encender “para siempre las estrellas de la adolescencia”, posee un tono, un hálito expresivo que trasunta una espiritualidad joven -íbamos a escribir juvenil, cuando un duende precavido nos advirtió que Teillier ya cumple los cincuenta, aunque nos cueste aceptarlo. Quizás ese dejo adolescente se desprende un poco de esa suerte de “tierna indiferencia”, de la fragilidad de los vínculos o de cierta tendencia contemplativa y autocontemplativa: el poeta se busca a menudo en los espejos, en los antepasados y en el correr de los años. Tampoco podemos olvidar aquí la poderosa influencia que ejerció el existencialismo sobre los escritores “del 50” y que, en alguna medida, contribuye a esa visión de mundo en que las cosas se repiten o se trastocan, en la que abrimos los brazos “para abrazar el vacío” y, por sobre todo, esa obsesiva convicción de que nuestras existencias no son más que una brizna dentro de “ese río silencioso”...
La lucha contra el tiempo enemigo, contra “la reja que no se volverá a abrir”, cubre toda la poesía de Teillier, quien alguna vez, explicando la simbología de los trenes como la expresión de la fragmentación implacable del tiempo de la aldea, ha confesado: “Alguna vez correrá un último tren, pensaba yo, cuál será ese último tren, así como tantas veces pienso, quién pronunciará por última vez mi nombre, quién leerá por última vez un poema mío”. En esa lucha, el poeta posee una aliada íntima, la llave que “une la memoria con el olvido”. Esta llave o varita de la intemporalidad le permite descubrir que “el loro de John Silver envidia mi cerveza” y es también vínculo con viejos rituales de solidaridad elemental:
“Habla con los vagabundos
y devuélveles el vaso de vino
que un día uno de ellos
le dio a tu antepasado el pastor
antes que existieran los cotos de caza.”
Este retorno a la “edad de oro” y esta brega contra el tiempo revelan todavía otras dos hebras distintas de la urdimbre espiritual que subyace tras de esta poesía.
Una de dichas hebras es esa especie de halo mágico que hace que esta poesía enraizada en la aldea y la infancia trascienda lo cotidiano y sea capaz de revelar contornos imperceptibles, matices prodigiosos de la realidad oculta. Este poder de descubrir lo inusual, lo maravilloso o el encanto escondido en la cotidianidad, reside en la peculiar forma de imaginar y soñar el mundo, y expresarlo, “removiendo la dura corteza de las apariencias” en imágenes al mismo tiempo tenues y densas de emotividad, de interiorización y de naturalidad. La realidad secreta surge entonces -ponemos algunos ejemplos- como ese paisaje de Marc Chagall “que suena con nosotros” o aquella taberna “cuyas puertas siempre abiertas no sirven para salir” o, en fin, descubrir que “la felicidad no es sino un leve deslizarse de remos sobre el agua”.
La otra hebra del tejido espiritual que trasunta esta poesía reside en los anhelos de sosiego, reposo y paz. Al igual que en Teófilo Cid, resuena en los oídos de Teillier “como el mar en los caracoles / el rumor de la casa natal”. Los ensueños de la casa, tan frecuentes en esta poesía, conllevan siempre una connotación lírica: el huerto y el árbol familiar que prestan amparo, el fondo del patio de la casa paterna (donde se conjugan la seguridad y la aventura), la mesa maternal o la morada familiar, recomponen un mundo grato, apacible, seguro. Parte sustancial de este mundo es la casa de madera. Siempre la casa ha de ser de madera: ella nos vincula al bosque, sus aromas y sus trinos y restaura, en alguna medida, una intimidad plácida y libre. Libertad y placidez enlazadas. El yo y el universo armónicamente enlazados, como en el recuerdo de la lejana infancia rural y desformalizada de la Frontera.
Este anhelo de paz y recogimiento recorre soterradamente los ocho libros de poesía de Teillier y se refleja en su nostalgia “de lo que no nos ha pasado, pero debiera de pasarnos”, en la persistencia de vivencias tenues, sutiles y en su suave hálito expresivo, pues “la poesía / es un respirar en paz”. Otras veces, como ocurre con las reiteradas imágenes del sueño, la ansiedad de un mundo plácido es más ostensible. Seguramente, el poema más divulgado de Teillier es “Retrato de mi padre, Militante Comunista”, poema en el que, como retribución a la lucha y a la esperanza revolucionaria, se formulan dos anhelos: el advenimiento de la revolución y que los días del padre “lleguen a ser tranquilos / como una laguna cuando no hay viento” ... “en el silencio interminable de los campos”.
Con la honestidad consustancial a un poeta que ha entregado su vida a la poesía “con la paciencia del guardavía / con la persistencia de la zarzamora”, Teillier ha confesado en el artículo ya citado sus limitaciones temperamentales respecto a la poesía social y cómo el no poder escribirla le “creaba un sentimiento de culpa que aún suele perseguirme”. Por ello, no puede pasar desapercibido que en su creación poética posterior a 1973, diferentes símbolos o signos de indicio nos remiten el drama que en estos años vive Chile. Es verdad que con el correr de los años, el poeta ha acentuado o ha hecho más ostensible el tono autobiográfico de su poesía, esas pequeñas confesiones como “la noche es mi mejor amiga” o “es mejor morir de vino que de tedio”. Pero es igualmente efectivo que la compulsiva situación del Chile de hoy determina que una poesía sincera -en la que más de una vez asoman las “sombras de los amigos muertos”-, diga en tono desacostumbrado que “el único país donde me siento extranjero es mi país” o que “vivo en un tiempo en que mandan los padrastros”. De rico subtexto, el poema “En el Mes de los Zorros” nos habla de “esa calle que ahora los ancianos vigilan airados, / porque no pueden extirpar la zarza de ardientes raíces”, y evocando una vez cuando se abrió “una ventana por donde no entra la noche”, se nos insta a escuchar por siempre “a los bosques secretos / predicando libertad con cada una de sus hojas” y se vislumbra premonitoriamente el hundimiento de los ancianos airados “en un pozo que el cielo no conoce”.
Hecha de materias terrestres y de ensueños, de Sur, lucidez y ebriedad, esta poesía es un doble retorno a la aldea y a la infancia, un suave y tierno retorno a la tierra y al corazón humano.
en Araucaria de Chile, N.31, 1985
NOTAS
[1] Sólo en 1881 logra el gobierno de Chile la llamada “pacificación de la Araucanía, es decir, el sometimiento del pueblo mapuche mediante una planificada campaña militar, la erradicación y el despojo.
[2] Las citas de este trabajo están tomadas de Jorge Teillier, Para un Pueblo Fantasma. Ed. Universitaria, Valparaíso, 1978.
[3] Otras citas proceden del artículo que Jorge Teillier tituló “Sobre el Mundo Donde Verdaderamente Habito o La Experiencia Poética”, publicado en revista TRILCE, Nº 14, 1968.