Nueva York 11. Tras la puerta de entrada, el retrato de un antiguo cliente. Dentro, los parroquianos discuten la vida y la muerte libando mostos propios de la barra. Hasta hace unas décadas la mítica Unión Chica olía a tertulia, a literatura, a pólvora poética. Ahora, Teillier nos observa desde aquella discreta imagen, con una sonrisa enigmática.
Y es que el vate lautarino fue impredecible. Bautizó la poesía “lárica”, pero rechazó el título cuando se lo aplicaron a él. Manifestó que el poeta es el guardián del mito y la imagen, pero en alguna entrevista respondió: “Eso lo dije por pura retórica, para lucirme”. ¿Nos reímos o nos lamentamos? La opción adecuada pareciera ser la sonrisa. Porque su poesía habla por sí sola, aunque Teillier se muestre modesto.
Lo importante es que más que escribir poesía, aprendió a vivir como poeta. Cómo no, si vino al mundo entre el We Txipantu de los mapuche y el trágico accidente que se llevaría a Carlos Gardel.
Jorge tuvo suerte, se crió en una casa donde parte del sueldo de su padre se invertía en libros. Eran otros tiempos, definitivamente.
Es cierto que su poesía trata de las “cosas simples” pero contiene un alto grado de sabiduría impregnada de fascinantes tardes de lectura. Para leer el “Libro de Homenajes” es imprescindible leer antes al Laureado para disfrutar el placer de esa exquisita intertextualidad.
Estudiante de Pedagogía en Historia en el Instituto Pedagógico, en Santiago potenció todas las aptitudes que nacieron en la Araucanía. Encontró más camaradas con quienes gastar codos y horas en tertulias eternas sobre lo cotidiano o sobre lo onírico, pero jamás dejó de vivir en la capital como provinciano. Quizá esa fue la clave: apreciar la simplicidad y vivirla con elegancia. “Y la Panimávida tiene sabor a Veuve-Clicquot”, valorar la belleza de lo sencillo.
Por otro lado, la memoria, la inagotable memoria utópica de Teillier. Cada poema nos invita a presenciar un ritual. Una evocación a los trenes de la memoria, aquellos que surcan ramales y vías centrales remontándonos a la aldea. No sólo a la idílica, sino a la aldea que se desconecta de todo, a pesar de la vieja radio a pilas relatando el último pugilato o el viejo tocadiscos embebido de la voz de Zarah Leander. En ese onírico viaje, nuestro eterno pasajero nos invita a su pueblo natal, a recorrer sus calles polvorientas y las cantinas que reciben los pies gastados del forastero con aserrín. Y nos damos cuenta que en aquella aldea, hemos vivido siempre.
Y es que el vate lautarino fue impredecible. Bautizó la poesía “lárica”, pero rechazó el título cuando se lo aplicaron a él. Manifestó que el poeta es el guardián del mito y la imagen, pero en alguna entrevista respondió: “Eso lo dije por pura retórica, para lucirme”. ¿Nos reímos o nos lamentamos? La opción adecuada pareciera ser la sonrisa. Porque su poesía habla por sí sola, aunque Teillier se muestre modesto.
Lo importante es que más que escribir poesía, aprendió a vivir como poeta. Cómo no, si vino al mundo entre el We Txipantu de los mapuche y el trágico accidente que se llevaría a Carlos Gardel.
Jorge tuvo suerte, se crió en una casa donde parte del sueldo de su padre se invertía en libros. Eran otros tiempos, definitivamente.
Es cierto que su poesía trata de las “cosas simples” pero contiene un alto grado de sabiduría impregnada de fascinantes tardes de lectura. Para leer el “Libro de Homenajes” es imprescindible leer antes al Laureado para disfrutar el placer de esa exquisita intertextualidad.
Estudiante de Pedagogía en Historia en el Instituto Pedagógico, en Santiago potenció todas las aptitudes que nacieron en la Araucanía. Encontró más camaradas con quienes gastar codos y horas en tertulias eternas sobre lo cotidiano o sobre lo onírico, pero jamás dejó de vivir en la capital como provinciano. Quizá esa fue la clave: apreciar la simplicidad y vivirla con elegancia. “Y la Panimávida tiene sabor a Veuve-Clicquot”, valorar la belleza de lo sencillo.
Por otro lado, la memoria, la inagotable memoria utópica de Teillier. Cada poema nos invita a presenciar un ritual. Una evocación a los trenes de la memoria, aquellos que surcan ramales y vías centrales remontándonos a la aldea. No sólo a la idílica, sino a la aldea que se desconecta de todo, a pesar de la vieja radio a pilas relatando el último pugilato o el viejo tocadiscos embebido de la voz de Zarah Leander. En ese onírico viaje, nuestro eterno pasajero nos invita a su pueblo natal, a recorrer sus calles polvorientas y las cantinas que reciben los pies gastados del forastero con aserrín. Y nos damos cuenta que en aquella aldea, hemos vivido siempre.
Tú, que lo conociste, si lees estas líneas,
ve a beber en su nombre.
Epitafio, en Para un Pueblo Fantasma, 1978.
ve a beber en su nombre.
Epitafio, en Para un Pueblo Fantasma, 1978.