No hay ya cuenta de los años, pero desde el primer día en que Jorge Teillier trazó, a cordel, las líneas de un territorio, poniéndolo bajo la protección de los lares, ya el país no pudo volver a ser el mismo -como no lo fue, tampoco, tras haber cruzado el "desaguadero" don Alonso de Ercilla-. Los cardos, que podían ser los del Baragan o los que se aislaban para llorar a solas el fin del verano, en los rieles de una línea de desvío en la estación de Lautaro: el golpe ronco del chucao, en su vuelo que simula un perdigonazo frío y solemne; los alimentos terrestres, sin excluir el fluir enloquecido de las herramientas, que exaltaban la epopeya del trabajo en una Frontera que siempre está naciendo; los hallazgos de la pajarería, de las flores, del canto triste del mapuche, que parece llorar el despojo; las historias de los boxeadores, de las actrices de cine, de los hombres del tango o del jazz, de las figuras del mito de Cautín, sin excluir los sobresaltos que causa el río en los períodos de aluviones, y el mundo de los libros, desde Salgari a Dylan Thomas, pasando por Neruda, J.M. Barrie, Lewis Carroll, los surrealistas, Francis Jammes, y el alba de oro del folletín heroico o sentimental: todo halla un registro tonal en la poesía de Jorge Teillier.
No entiendo un mundo en que él no esté presente, y aspiro a verlo reaparecer siempre en esta novela de la vida, como algún héroe de las historias de Honoré de Balzac, llevando en su fenomenal memoria el registro del mito, de la patraña, de la historia, de los dolores del hombre y de las buenas causas que permitan creer en una sociedad utópica, pero justa, capaz de convertir el territorio de "Ningún Lugar" en un país como Chile, más temprano qué tarde, por cierto, como dijo aquel Presidente que fue el último a quien nos fue dado querer y no odiar. Teillier, con el cuello del abrigo subido, como los héroes del cine de los años cuarenta, o alabando una fuente de digüeñes o un texto de Jarry; Teillier, subiendo a un globo de Montgolfier o amando a la dulce Manzana de Anís; Teillier, en un diálogo de bar con un colono francés que vino después de El Marne; Teillier creciendo con sus hijos, especies de hermanos mayores hermosos; Teillier, que vive para ver volver, nos halla siempre dispuestos a admirar su fe en la poesía, su constancia en el verso vivido, su admirar su fe en la poesía, su constancia en el verso vivido, su admiración por el hombre común y corriente. Y, sobre todo, nos va legando ese territorio en donde otros hemos tratado siempre de construir nuestras casas, apoyándonos en una visión común, en el deseo fervoroso de descubrir, quizás por un azar, el lugar en donde Ella o Ayesha, que no es la Muerte, nos permitirá perdurar, viendo todos los hombres y todos los tiempos, sacudiendo dulcemente esa botella de cerveza que uno lleva como el alma, sujeta por el pulgar durante todos los mejores años de la vida. Hasta donde sea posible -si se me permite decirlo-. ¡A la salud de Jorge Teillier, esa "viva moneda que nunca se volverá a repetir"!
Carahue, agosto de 1985