En un encuentro de Escritores Americanos realizado hace unos pocos años en Concepción, Allen Ginsberg declaró que era urgentemente necesario importar algunos kilos de marihuana para los escritores chilenos a fin de que despertaran su dormida percepción. Naturalmente, ésta era una de sus acostumbradas bromas para “asustar burgueses”, pero siempre pensamos (dejando a un lado la marihuana, por supuesto) que tenía algo de razón el poeta beatnik. Lector asiduo y en cierto modo obligado de la prosa de nuestro país, suelo echar de menos, como rasgo fundamental, esa agudeza de percepción que caracteriza a los escritores que ven más allá de las apariencias, que “se atreven a abrir las puertas ante las cuales todos pasan de largo”. Pienso que a través de nuestra narrativa sólo se presenta fundamentalmente la faz mediocre de la realidad, no se hace un esfuerzo por superar la vida cotidiana mostrando la otra cara de la realidad, aquella que vemos en las obras de un Bradbury, Truman Capote, Julien Green, Julien Gracq para nombrar a unos pocos. En cambio, los poetas han logrado traspasar la barrera del convencionalismo y su voz es por ello más universal. No sólo lo digo yo, lo ha dicho un novelista y crítico, Fernando Alegría, el cual exalta la audacia de nuestra poesía y señala que “Chile cuenta con una de las novelísticas más conservadoras de América” (en la revista venezolana Zona Franca, noviembre de 1966). Me parece que en la polémica desatada en torno a la situación de la novela chilena, se hace demasiado caudal en la precariedad de elementos técnicos usados por nuestros novelistas. Jaime Valdivieso lo ha señalado bien al lanzar a la palestra a Carlos Sepúlveda Leyton, su “caballo de batalla,” desde que lo revalorizara en Un asalto a la tradición (1962); no es la falta de estructura novedosa la debilidad de la novelística del país. (Un pelo de la cola, para hacer una observación a Valdivieso: Kafka era conocido antes de 1938 en el ámbito hispanoamericano a través de traducciones de la Revista de Occidente). Por lo demás, considero que la novedad estructural, el uso de distintas técnicas no es señal de modernidad. El convencionalismo puede estar en el uso de trucos, de la técnica por la técnica. Kazantzakis, Sholojov, Laxness, Carson McCullers son ejemplos de autores que no han precisado de técnicas novedosas para realizar obras maestras.
En la novelística americana actual de moda, se puede ver mucho de pastiches de procedimientos de Joyce y Faulkner, sin que a veces tengan nada que ver con el espíritu de lo tratado.
Si consideramos una mirada a la literatura chilena que se puede llamar “oficial”, instituida así por críticos y profesores, prácticamente se ve un espíritu chileno que vendría a ser el señalado como típico por Encina: falto de imaginación, pacato, gris. Pareciera no existir el ensueño, la fantasía, la apetencia por lo desconocido que ha impulsado al hombre hacia la conquista del Cosmos o del interior del yo, o a pasar del otro lado del espejo presentado por la realidad. (Estoy hablando, por supuesto, recargando líneas para destacar más una tesis. Autores como Manuel Rojas, Rubén Azocar, Francisco Coloane, no dejarán de ser significativos desde cualquier ángulo de consideración).
En la valiosa Antología del cuento chileno realizada por el Instituto de Literatura Chilena, esta situación que describo se presenta particularmente clara. Sólo tres autores sobrepasan los marcos de un realismo convencional: Hernán del Solar, Diego Muñoz y María Luisa Bombal. A esta última se le asigna haber asimilado antes que nadie influencia surrealista. Me parece que tal lugar correspondería a un Rosamel del Valle con su País blanco y negro (1929), y que la Bombal tiene más bien influencias de Neruda, Jules Supervielle y la Woolf. Sin embargo, como en un desierto, existe un río escondido de una prosa chilena diferente que merecería un serio estudio, más allá de estas simples y volanderas indicaciones.
Se cumplen cuarenta años de El habitante y su esperanza, considerada en su tiempo un acertijo, y que en verdad reducido a términos lineales tiene una clara anécdota. En unas pocas páginas está viva la vida de un pueblo sureño más que en trescientas páginas de muchos criollistas. Ya lo señaló una vez Volodia Teitelboim comentando la insuficiencia de Ventarrón, de Lomboy, frente a la novela de Neruda, ambientadas en parajes similares. Recordemos otra obra paralela en tiempo a la de Neruda: La mano de Sebastián Gaínza, de Tomás Lago, sombrío y acechante relato escrito en novedoso y ajustado estilo que hace deplorar que el escritor no reuniera en un volumen su obra (tampoco se han reunido África y Una mujer, las extrañas novelas de Alberto Rojas Giménez). En 1929, Rosamel del Valle publicaba País blanco y negro, que quiebra la rutina de la prosa y hace aparecer un Santiago transformado por los sueños y el amor, recordando Nadja, de André Bretón. Tampoco ha sido valorizada la obra en prosa de Vicente Huidobro, iniciada con el fastuoso Mío Cid (1931), al que en 1934 Alejo Carpentier consideraba una gran obra. Y recuerdo que Sátiro era considerado por Anderson Imbert como un antecedente de Lolita. Permanece olvidada de nuestra historia literaria oficial la figura de Juan Emar, de tan desenfrenado, rabelesiano y singular humor, sobre todo en Miltín (1934). En el crucial año 38, Miguel Serrano publica la Antología del verdadero cuento en Chile, encabezada por un “Prólogo” que es un verdadero desafío al realismo imperante. Como reacción, aparecerá luego la Antología del nuevo cuento, de Nicomedes Guzmán. Para Miguel Serrano, en Chile no habían existido cuentistas, sino simples narradores, así como eran simples narradores Bret Harte, Gorki, Maupassant, Baldomero Lillo. Llamaba a escuchar a la nueva generación (Serrano y Lafourcade han sido inventores de generaciones en nuestro país), pidiendo que cesaran de hablar “...el político radical de los banquetes, el amargado de las siete de la tarde; todo ese desfile oscuro de chilenos aún hundidos y aplastados”. Por lo demás, Miguel Serrano no ha cesado en sus denuestos contra nuestra prosa: “Me parece que la novela chilena actual no vale nada. Es un culto a lo feo”, expresó recientemente en una entrevista.
Dentro de la llamada (por comodidad) “generación del 38” no ha sido suficientemente considerada la obra en prosa de Braulio Arenas, aun cuando hasta Alone declaró que la nouvelle Adiós a la familia significaba el adiós a la vulgaridad dentro de nuestra narrativa. Yacen olvidados los cuentos que Teófilo Cid -quien tan dramáticamente fundió vida y poesía- publicara en 1942: Bouldrud. Inseguridad del hombre, de Anguita, recibió un clamoroso silencio. Tampoco se ha justipreciado la obra de Juan Tejeda -que tan hondo suele calar en nuestro mundo burocrático y alcohólico. Solamente los autores que he nombrado casi de paso configuran un mundo a través de otra manera de verlo. No es casualidad que la mayoría sean poetas, como lo es Luis Oyarzún en Los días ocultos. Se debe lamentar que Pablo de Rokha no entregara su Clase media, de la cual sólo publicó unos capítulos en la fenecida revista Multitud, y que N. Parra no prosiguiera la veta de sus “anticuentos”, como el publicado en la Revista Nueva (1937). El mismo Parra expresó que nadie ha reparado que él es uno de los precursores de la “anti-novela” actual.
Creo, pues, que existe otra cara de nuestra prosa, aún no suficientemente conocida, nacida de una “caza espiritual” y no de un afán de hacer literatura. Y no se entienda esta exposición como un reclamo contra el realismo imperante. “Entrar en lo irreal -ha dicho Michel Carrouges- no es sino una manera de penetrar en el corazón de lo real.”
en La Nación, 14 de mayo de 1967, p. 4.